Pero mañana saldrá de nuevo con el alba para volver a repasar las trampas. Y, así, uno, y otro, y otro día, hasta que, al fin, una mañana me despierte de regreso con la victoria estañándole en los ojos y una liebre pendiendo ensangrentada de su mano.
Despierto y un brillo extraño, frente a mí, me sobresalta. Son los ojos de Ramiro, encendidos como brasas en la oscuridad.
– ¿Qué pasa? ¿Por qué me miras así?
Ahora es él el que se sobresalta: como si mis palabras le hubieran rescatado de un sueño profundísimo.
– Nada.
Pero está acurrucado muy cerca, casi encima de la lumbre. Y envuelto en el capote y varias mantas.
Me incorporo torpemente en el jergón.
– ¿Qué te pasa, Ramiro? Estás blanco como la nieve.
– Tengo fiebre -responde al fin-. Debe de ser eso.
– ¿Y frío?
– Sí. También.
– Espera -le digo, levantándome-. Echaré más leña al fuego.
– No, Ángel. Déjalo -me detiene él-. Hay que apagarlo ya. Está amaneciendo.
Por la boca de la cueva, en efecto, se cuelan ya los primeros hilos de luz del nuevo día. Un día que se anuncia frío y gris como el mes que, con él, nace: noviembre.
Ramiro se encoge bajo las mantas, apoya su cabeza en la pared y se queda mirando los rescoldos calcinados de la lumbre.
Ha estado todo el día tumbado en el jergón, cubierto con sus mantas y las mías, tiritando.
Ramiro se revuelve sin cesar. Dice palabras sueltas, inconexas: delira. Y una intensa palidez se apodera poco a poco de su rostro acentuando aún más la quemazón de los ojos. Yo le doy a beber agua fresca, le humedezco la frente con un trapo húmedo. Pero todo es inútil. La fiebre va en aumento y, a mediodía, su cuerpo es ya una llama viva.
Afuera, mientras tanto, un viento helado y duro muerde con rabia los piornos y las urces, aúlla en las aristas de la peña, se cuela por el estrecho pasadizo hasta el fondo de la cueva y huye de nuevo por los montes llevándose consigo el fuego helado de los ojos de Ramiro.
Al caer la noche, con el capote de Gildo desplegado nuevamente a la entrada de la cueva, apilo ramas secas en el hoyo de la lumbre. Pronto, una onda caliente y amorosa se expande suavemente por todo el pasadizo.
Es el momento que esperábamos desde el amanecer.
– Voy a cocer café. Con aguardiente. Te vendrá bien.
Ramiro ni siquiera se vuelve para mirarme.
– Déjalo, Ángel -me dice.
– ¿Por qué?
– No servirá de nada.
Y se quita la bota izquierda para enseñarme una herida sucia, profunda, amoratada. Un tajo descarnado en la planta del pie.
– Fue un bote -me dice-. Ayer salí descalzo al piornal.
– ¿Y por qué no lo has dicho antes?
– ¿Para qué? ¿Qué podías hacer tú?
Busco una cazuela y pongo agua a calentar. Le lavo y limpio la herida y, luego, se la cubro con un trozo de venda.
Pero, al tratar de ponerle la bota nuevamente, el pie, muy hinchado, apenas cabe ya dentro de ella.
– Tiene que verte un médico, Ramiro.
Él ni asiente ni rechaza. Se limita a mirarme en silencio desde el fondo de unos ojos comidos por la fiebre. No se puede ver la herida -ni siquiera lo ha intentado, derrumbado como un saco en el jergón-, pero seguramente ha adivinado ya en mis ojos la verdadera importancia de su dolor.
La Garganta del Tojo, al norte de Vegavieja, es un valle cerrado y profundo -de tojos y helechos- donde nace el río Negro y tienen los invernales los vecinos del pueblo. Y aquí suben cada invierno con las vacas para pastar el trébol de las brañas altas y reservar así para más adelante la hierba almacenada a lo largo del verano en las tenadas de las casas.
Desde lo alto del monte, en la noche, los invernales del Tojo parecen estrellas de piedra en el cielo invertido del valle.
– Es aquél: el de ahí abajo.
Ramiro, envuelto en el capote y una manta, señala con la mano el invernal más cercano.
– Hay un sendero que baja cerca del río.
– Siéntate, Ramiro. Descansa un poco.
Pero él rechaza, tajante:
– No estoy cansado.
Y reanuda la marcha, apoyado en mi hombro, cojeando.
Un denso olor a hierba seca y fermentada envuelve la quietud del invernal. Y, a su lado, el murmullo del río atraviesa la noche como un fragor infinito.
Pero el perro ya ha oído nuestros pasos y comienza a ladrar en el interior.
Los ladridos arrecian cuando golpeo el postigo cerrado, junto a la puerta.
Es ésta, sin embargo, la que se abre, después de un rato. Y un rostro de mujer, asustado y hostil., asoma con desconfianza por la rendija. Es Tina, la mujer que tantas noches ha acogido a Ramiro en su casa y en su cama.
– Soy yo, Tina. No tengas miedo.
Ella observa un instante los invernales cercanos, aprieta al perro contra sus piernas, acariciándole para que no ladre, y cierra de nuevo la puerta detrás de nosotros.
El perro -un mastín atigrado, con carlancas al cuello para los lobos- nos ve entrar con un gruñido hosco entre los dientes.
– ¡Qué susto me habéis dado! -protesta Tina corriendo la tranca.
Dentro del invernal, la oscuridad es absoluta. Y un caliente olor a establo y hierba seca se agolpa dulcemente en los sentidos.
– Ramiro está enfermo -le digo.
– ¿Enfermo? ¿Qué te pasa, Ramiro?
Pero él no responde. En su lugar, nos llega un ruido de hierba.
Tina busca un candil de petróleo y lo enciende. El resplandor amarillo ilumina el perfil de las vacas tumbadas, al fondo de la cuadra, los ojos recelosos del perro, detrás de su dueña, y el cuerpo de Ramiro desmadejado sobre la hierba, junto a nosotros.
– Tiene fiebre, mucha fiebre, Tina. Se ha cortado en el pie con una lata oxidada.
– Ven -me dice ella-. Ayúdame a tumbarle en el jergón.
Entre los dos, le arrastramos hasta el colchón de borra apretada donde ella dormía cuando llegamos. Ramiro no puede ya ayudarnos. Pero Tina es muy fuerte. Tiene esa fuerza acida y dura de la mujer solitaria, obligada a trabajar y vivir como un hombre.
– Tápale bien. Ahí tienes más mantas.
Tina le seca el sudor del rostro con un pañuelo. Ramiro está agotado. Han sido cuatro horas caminando por el monte sin descanso.
– Tina. Voy a bajar al pueblo, a buscar al médico.
– ¿A don Félix?
– Sí. ¿Te atreves a quedarte sola con él?
Tina mira a Ramiro, blanco y desencajado a la luz del candil. La fiebre le está devorando. Ella vuelve a secarle el sudor con el pañuelo.
– Vete. Vete tranquilo -me dice-. Yo cuidaré de él.
Todavía espero un rato antes de salir. En las brañas cercanas no se ve ningún movimiento. Hombres y animales deben de dormir compartiendo el calor y el espacio dentro de los invernales.
Escondido entre los robles del camino, he visto las dos brasas encendidas que salen de Vegavieja. Los guardias vienen hablando, pisando los charcos. Y una nube de perros les despide por las últimas casas.
Me tumbo en la hierba, con la respiración contenida y la metralleta empuñada.
– ¿Subimos hasta Tejeda?
– ¿Ahora?
– Son las dos todavía.
– Ya. Pero mejor bajamos hacia Ferreras y hacemos tiempo en la mina. ¿Quién crees tú que va a andar por ahí con esta noche?
– Nosotros.
Las voces de los guardias se alejan por la carretera. Se pierden entre los robles y el chapoteo de los charcos.
Sin saberlo, casi han rozado la boca de mi metralleta con sus capas.
Ha tardado mucho tiempo en abrir. Demasiado tiempo para esperar a la puerta, expuesto a la mirada desvelada de algún vecino. O al punto de mira de su escopeta.
Ya valgo cien mil pesetas, vivo o muerto.
Cuando al fin aparece, somnoliento y a medio vestir, don Félix contempla con sorpresa la soledad de la noche frente a su puerta. Desde lo alto de la escalera -la mano en la barandilla: piedra sobre la piedra-, el viejo médico escruta temeroso las sombras de los chopos y el temblor de la luna sobre la carretera.
De inmediato comprende que yo estoy aquí.
– Te pedí que no volvieras más.
Don Félix ha buscado un abrigo y ha salido por detrás de la casa a encontrarse conmigo junto al lavadero: en el establo vacío, roído por la hiedra, donde años atrás encerraba el caballo con el que recorría los pueblos del contorno en sus visitas médicas. Y donde una noche de nieve, a la luz de una vela y con ayuda de su esposa, me extrajo de la rodilla la bala qué me la destrozó en la refriega que sostuvimos con los guardias la noche que bajamos a La Llánava a buscar al hermano de Ramiro.
Pero, ahora, don Félix, retirado de la profesión, camino ya de los setenta años, sólo aspira a vivir sin sobresaltos sus últimos días cuidando las flores de su invernadero.
– Necesito su ayuda, don Félix. De lo contrario, no hubiera venido.
Don Félix se me queda mirando desde el fondo de unos ojos velados por la noche y por el miedo. Don Félix se me queda mirando como si nunca antes me hubiera visto.
– Ramiro está enfermo -le explico-. Se clavó una lata oxidada en el pie y lleva un día entero comido por la fiebre, delirando. La herida tiene muy mal aspecto: está negra, como podrida. Tengo miedo de que se le haya gangrenado.
Pero la respuesta de don Félix es seca. Quizá, por inesperada, aún más rotunda:
– Lo siento, Ángel. Yo ya no soy médico.
Lo ha dicho sin expresión alguna, hundido en su viejo abrigo, hundido en el rincón del establo vacío.
– Yo ya no puedo ayudaros -se disculpa.
Y desvía sus ojos de los míos.
Inútilmente trato de hallar, entre todas, esa palabra capaz de convencerle. En seguida comprendo que don Félix está ya desde hace años decidido. Él es consciente de que la ayuda que en otro tiempo nos prestó y la propia indefensión de su vejez le protegen de cualquier represalia nuestra y yo también comprendo -aunque ahora quiera resistirme a hacerlo- que el año de cárcel a que fue condenado por ayudarme haya llenado de miedo su corazón.
Pese a ello, insisto todavía:
– Ramiro puede morir.
Pero don Félix ni siquiera responde. Me mira en silencio con expresión vacía. Me ve salir del establo sin despedirme.
Me ha alcanzado en la carretera, todavía cerca del pueblo.
Don Félix viene jadeando por el esfuerzo:
– Ángel.
He estado a punto de disparar sobre él. Afortunadamente, le he reconocido a tiempo: por el abrigo.