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– En dos horas estaré de vuelta -ha dicho antes de salir.

Ramiro, como siempre, no termina de fiarse. Y, tras apurar su cigarro, coge una manta y se marcha a vigilar al cobertizo. Así que, ahora, en la cocina, hemos quedado solos la mujer y yo.

Ella, como si yo también me hubiera ido, recoge y limpia la mesa en silencio, sin mirarme. Luego, trae de la despensa un caldero de leche y se sienta a batirla junto al llar mientras espera el regreso del marido. Es algo que, sin duda, ha repetido muchas veces en su vida. Y muchas también las noches que debe de haber pasado completamente sola en este solitario caserío.

Al contraluz mágico de la lumbre, amparado en la penumbra que me oculta de su vista, puedo contemplar sus ojos melancólicos, inmensamente azules, sus labios doloridos. Y adivinar también, bajo la sombra negra del vestido, el temblor de unos pechos tan cercanos e indefensos como ella, la cálida caricia de unas piernas abiertas a ambos lados del caldero cuya leche bate ahora con lentos movimientos circulares que le obligan a mover al mismo tiempo todo el cuerpo.

Ella ha debido de adivinar ya mis pensamientos. Pero no dice nada. Continúa su trabajo ajena por completo a mi presencia, aunque instintivamente recoge entre las rodillas los pliegues arrugados de la falda.

Sólo después de un largo rato, con la lumbre deshaciéndose en escarcha y la leche comenzando a cuajarse en el caldero, vuelve sus ojos para mirarme.

– Hace mucho tiempo que no estás con una mujer, ¿verdad?

Lo ha dicho con voz neutra, inexpresiva, buscándome entre las sombras de la cocina con la mirada. Y sus palabras, las primeras que pronuncia en todo el día, quedan notando entre los dos como si siempre hubieran estado ahí.

Me había adormecido. El sopor de la cena y el calor me habían adormecido. Y, aunque la pregunta y la mirada de la mujer me han sobresaltado, me quedo en silencio, hundido en el escaño, sin saber qué responderle y sin hallar el valor suficiente para sostener su mirada.

Ella aparta el caldero hacia un lado.

Ven -me dice, levantándose y dirigiéndose hacia puerta.

Cuando entro en la habitación, ella me espera ya sentada al borde de la cama.

La mujer me recibe con un dulce gemido. Se encoge sobre sí misma, como si hubiera sido atravesada por un cuchillo al primer contacto. Lentamente, sin hablarnos, desabrocho su vestido. Ella me deja hacer, sentada todavía, con las manos desmayadas a ambos lados de las piernas entreabiertas y los ojos clavados en los míos. De rodillas, le beso con rabia los hombros y los pechos, los labios encendidos como una flor de sangre, mientras mis manos buscan, avanzando torpemente bajo el misterio de la falda, la plenitud de fuego y leche de sus muslos.

No ha aguantado ya más. Se ha doblado de pronto, como una rama rota, sobre sí misma y me ha arrastrado hacia el suelo llenándome los ojos de luz negra. Es la noche total. El vértigo infinito. La bóveda del tiempo que comienza a caer sobre nosotros con un bramido sordo de ríos que se encuentran. De ríos que se encuentran y se funden. De ríos que se encuentran y se funden, y se funden.

Ha quedado tendida un instante a mi lado, desnuda, temblando. Luego, se ha vestido en silencio y ha salido del cuarto dejándome solo.

Cuando regreso a la cocina, la mujer está otra vez junto al fuego, peinada y con el pelo recogido, nuevamente la leche del caldero.

Ni siquiera levanta los ojos para mirarme cuando entro.

Hacia la medianoche, el ruido de los cascos de un caballo me despierta. Se acercan al caserío, a medio trote, chapoteando sobre los charcos.

Ramiro continúa en el cobertizo y la mujer, sentada todavía junto al fuego, me dirige una mirada fugaz e inexpresiva. Quizá también se había dormido esperando a su marido.

Sin moverme del escaño, monto la metralleta y la apunto hacia la puerta.

Poco después, ésta se abre bruscamente.

No es el hombre, sin embargo, el que aparece. Es Ramiro, empuñando nervioso la pistola.

– Viene solo -dice-. El caballo ha vuelto solo.

La mujer y yo nos hemos puesto en pie. Ella permanece un instante inmóvil junto al llar, anonadada, sin poder creer aún lo que Ramiro acaba de anunciamos. Pero, en seguida, se abalanza gritando hacia la puerta:

– ¡Le han matado. Dios mío! ¡Le han matado!

De un empujón, Ramiro la hace retroceder hasta el final de la cocina.

– ¿Se ha vuelto loca?

Ella le mira, desolada, sin comprender.

– Si le han matado -le dice Ramiro-, ahora estarán ya rodeando el caserío. Así que salga fuera y verá cómo le vuelan la cabeza.

Por la rendija de la ventana, apenas puede verse el haz de lluvia negra que rasga el cobertizo.

– ¿A dónde da esa puerta? -le pregunta Ramiro a la mujer señalando la que hay a nuestra espalda, al final de la cocina.

– A la cuadra. La usamos en invierno, cuando nieva.

– ¿Está abierta?

La mujer busca la llave en la alacena.

– Escuche bien -le dice Ramiro-. Desnúdese y métase en la cama. No tenga miedo. A usted no le harán nada. Nosotros vamos a tratar de escapar del caserío.

La mujer se queda sola en la cocina sin saber qué hacer, sin saber si gritar o derrumbarse, sin saber si esconderse en el rincón más olvidado de la casa o salir corriendo en busca del marido.

La mujer se queda sola en la cocina como una estatua levantada al pánico.

Dentro de la cuadra, la oscuridad es absoluta. Las vacas, la placidez del primer sueño y sus respiraciones hondas llenan de vaho caliente la penumbra. Pero no podemos verlas. Sólo la turbia claridad del ventanuco permite adivinar el perfil de sus siluetas acostadas.

– Están ahí -dice Ramiro en voz muy baja.

– ¿Como lo sabes?

– No lo sé. Pero les huelo.

Afuera, el silencio ha madurado como un fruto. Hasta la lluvia parece haber callado presagiando la tragedia. Barruntando la muerte.

– ¿Qué piensas tú que habrá pasado?

– No sé -dice Ramiro-. Les habrán cogido cuando bajaban. Alguien debió de hablar más de la cuenta y sabían que esta noche nos reuníamos aquí.

– ¿Y el caballo? ¿Por qué le han dejado irse?

– Se les escaparía…

Ramiro se ha quedado callado de repente. En medio de la oscuridad, sólo su respiración entrecortada me delata su presencia.

– ¡El caballo! -exclama-. ¡Está ahí, en el cobertizo!

Por la oquedad del ventanuco podemos ver su sombra, escuchar su resuello acelerado por la carrera a través de las montañas.

– Cúbreme, Ángel. Voy a intentar cogerle. Puede ayudarnos a escapar de aquí.

Pero el crujido de la puerta asusta al animal y, antes de que Ramiro logre acercarse a él, abandona el cobertizo se aleja trotando por el prado.

Se detiene finalmente lejos de nuestro alcance, en medio de la noche y de la lluvia.

– ¿Qué hacemos, Ramiro? ¿Por qué no salimos?

– No podemos. Si están ahí, sería un suicidio. Sólo nos queda una opción.

– ¿Cuál?

– Esperar.

La espera, sin embargo, no es muy larga.

Poco después de escaparse, el caballo comienza a acercarse otra vez al cobertizo y, tras él, empujándole con su presencia, dos sombras sigilosas aparecen. Ramiro tenía razón: estamos rodeados.

– Todo esto debe de estar infestado de civiles.

No sé si sus palabras buscaban por mi parte una respuesta. En cualquier caso, no la tengo. También yo sé que no hay escapatoria.

– ¿Y si nos escondemos?

– ¿Dónde? Nos buscarían debajo de la tierra.

Una voz. Muy cerca. Detrás del cobertizo.

– Ya están ahí.

Ramiro se agacha a mi lado, junto al ventanuco.

– Suelta las vacas -me dice.

– ¿Las vacas?

– Sí, date prisa. Vamos a provocar una estampida.

A tientas, guiándome en la penumbra por el resuello adormecido de las vacas, me deslizo hasta la fila de pesebres y comienzo a soltarles los collares. Los animales se incorporan con pereza, pesados, sorprendidos, formando en medio de la cuadra un sordo remolino de pezuñas.

Me abro paso hasta Ramiro.

– ¿Cuántas son?

– Seis. Creo que seis.

– Suficientes.

Ramiro escruta el exterior del ventanuco. Ha enfundado la pistola y en la mano tiene ahora las dos bombas de piña.

– Tiraré una a cada lado. Hay que aprovechar la confusión de la salida.

Busco a las vacas en la oscuridad y, con la metralleta y con las botas, comienzo a golpearles en las patas y en el vientre para que abandonen corriendo la cuadra en el momento en que se abra la puerta. Las vacas se revuelven dolidas, asustadas.

Ahí fuera, los guardias estarán preguntándose qué será lo que sucede dentro del establo. Muy pronto lo sabrán.

– ¿Ya?

Es la voz de Ramiro, junto a la puerta.

– Ya -le contesto, conteniendo la respiración y agachándome entre las vacas.

No me ha dado tiempo a decir más. La puerta se abre por completo y la estampida me arrastra fuera de la cuadra. Casi al tiempo, un violento resplandor ilumina el cobertizo. El caballo surge frente a mí, alzándose de bruces, relinchando. Me aplasta contra una de las vacas. El suelo está empapado, frío. Y una pezuña viene a clavarse en el centro de mi espalda. Pero ya estoy de pie otra vez. Sin saber cómo. Y corro. Corro en medio de la noche, en medio de las ráfagas. Una vaca se derrumba a mi derecha, acribillada. Tropiezo con ella. Me revuelvo en el suelo. Me revuelvo disparando. Hacia la noche. Hacia el vacío que ahora rasga un segundo resplandor. Ramiro ¿dónde está? Las metralletas han callado. Hay que correr. Correr desesperadamente hacia la noche abierta entre las últimas vacas ya desperdigadas. Entre la lluvia y los aullidos de las balas. Entre esas hayas salvadoras que no pueden ya estar lejos. Que no pueden estar lejos y que, al fin, cierran sus negras copas a mi espalda.

La luz de la mañana me sorprende tumbado boca abajo entre unas zarzas, en medio del hayedo, con el corazón contra el suelo para que no puedan oírse sus golpes rojos y desacompasados. No sé siquiera cuánto tiempo llevo así. Ni la distancia que ahora me separa del caserío y de las botas de los guardias.

Ni, por supuesto -y es lo que me sostiene emboscado como un animal ciego entre estas zarzas-, la suerte que Ramiro habrá corrido.

Deben ser casi las doce. Lo sé porque ha dejado de llover y un débil sol, mojado y lejanísimo, se filtra entre las hayas derramando una luz verde y vertical sobre mi espalda.

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