Don Manuel permanece en silencio junto a nosotros.
– Arrodíllese -le dice Ramiro.
Ha arrancado, en un gesto inesperado, una rama de espino y la ha clavado en el suelo como si fuera una cruz.
Don Manuel se resiste a obedecer. Teme seguramente que en esa postura, de rodillas, indefenso, cumplamos nuestra amenaza y le demos el tiro de gracia.
– ¡Arrodíllese! -grita Ramiro-. ¡Arrodíllese y rece, hijo de puta! ¡Ahí hay un hombre enterrado, no un perro!
La brisa azota con suavidad las espadañas y las ramas de los chopos. Ahoga un instante el bramido del río. En el centro de la campa, una luna lejana y fría ilumina la figura del cura, arrodillado frente a la rama de espino, y la pistola que le apunta fijamente a la cabeza.
Me he despertado al amanecer. Me han despertado unos ladridos lejanos y la voz de Ramiro, en la oscuridad:
– ¿Has oído?
Los dos nos quedamos callados, inmóviles, conteniendo la respiración.
Los ladridos se oyen lejos, por la collada. Pero aún está amaneciendo y, a esta hora, el rebaño debe de estar esperando todavía la campana para salir de La Llánava.
– ¡Son ellos! -grita Ramiro saltando de entre las mantas.
Desde la entrada de la cueva, podemos verles: los guardias suben por la ladera del monte, desplegados, cerca ya de la collada. Son al menos veinte o treinta y traen varios perros con ellos. A la luz lechosa del alba, sus capas flotan, verdes e inconfundibles, sobre las matas. Me arrastro fuera de la cueva y, muy despacio, procurando no hacer ningún ruido, doblo contra la boca ramas del piorno más cercano. Ramiro las sujeta de dentro y las ata como puede con una cuerda.
– ¿Se ve algo?
– No. Vale así. Vale así.
Me arrastro otra vez, bajo el piorno, al interior de la cueva. Los guardias están ya en la collada. Ato el otro extremo de la cuerda a una punta clavada la pared del pasadizo. Suelto y el piorno se cimbrea suavemente durante unos segundos antes de quedar inmóvil por completo. Nadie podría ahora, desde fuera, descubrir la boca de la cueva ni imaginar siquiera que existe.
– Tenía que haberle matado -dice Ramiro mientras rocía el piorno con aguardiente para ahuyentar a los perros-. Tenía que haberle matado y tirado al río. Cojo mi metralleta y la de Gildo y me tumbo boca abajo junto a él.
Durante toda la mañana, han rastreado el monte en todos los sentidos. Han subido hasta lo alto de la peña y han quemado los brezales de La Roza por si pudiéramos ir allí escondidos. En varias ocasiones, pasaron casi junto a nosotros.
A mediodía, cansados y aburridos, los guardias se reagrupan en la collada y comienzan a bajar hacia La Llávana.
Las ventanas del pueblo están cerradas y ni siquiera perros deambulan por las calles. Dos camionetas oscuras esperan a los guardias aparcadas en la plaza. Y, dentro de las casas, acurrucados en las cocinas, los vecinos estarán ahora aguardando esos golpes violentos que, dentro de poco tiempo, llamarán a sus puertas para que abran.
Son ya seis años los que llevan así, viviendo en silencio, aterrados, en la indecisión de la pena que les mueve a ayudarnos y el miedo, mayor cada vez, a las represalias.
El hombre viene subiendo por el medio del camino, silbando entre dientes una canción y tirando sin demasiadas ganas de la caballería. Trae un viejo tabardo de piel vuelta, descolorido ya por los años y la lluvia, y un sombrero hongo de fieltro hundido hasta los ojos.
Quizá por eso no nos ve hasta que está ya prácticamente encima de nosotros.
Aún no son las ocho todavía de un día que ha amanecido hinchado de negros nubarrones, amenazando lluvia, y, aquí arriba, en el puerto de Amarza, la humedad y la luz se funden formando una misma sustancia, una niebla pegajosa y fría que empapa mansamente la tierra y el espacio.
Cuando nos ve, parados en medio del camino, al final de una revuelta, el hombre tira del ronzal a la caballería y se detiene. De reojo, bajo el ala del sombrero, mientras Ramiro y yo nos acercamos, observa los hayedos más cercanos buscando otras personas.
Recibe con recelo mi saludo. Pero sus ojos, hundidos bajo el sombrero, no dejan traslucir la menor sombra de miedo.
– Estábamos esperándole -le digo.
El hombre no responde. Se limita a mirarnos, inmóvil junto al caballo. Sabe ya quiénes somos -el brazo mutilado de Ramiro es una seña de identidad inconfundible- pero, en los últimos tiempos, hay partidas de guardias y mercenarios que recorren los montes vestidos y armados como nosotros con el fin de sorprendernos o de sembrar, al menos, la confusión y el miedo en los enlaces, y él sin duda quiere asegurarse.
Me acerco al caballo y aparto hacia atrás la manta que cubre los dos sacos sujetos a la montura.
– ¿Qué lleva?
– Harina -responde él escuetamente.
– ¿De dónde?
– De Vegavieja.
Desato uno de los sacos y hundo la mano en su interior. Al retirarla, la harina la ha dejado completamente banca.
Ramiro asiente con un gesto. También nosotros queremos estar seguros.
– El Francés quiere vernos -le digo por fin.
Era la contraseña que esperaba.
El hombre levanta levemente el ala del sombrero para mirarnos otra vez de arriba abajo. Luego, observa los nubarrones que doblan ya su peso sobre las verdes agujas de las hayas y tira del caballo fuera del camino.
Toda la marcha la hemos hecho en silencio, siguiendo al hombre a distancia. Aunque en sentido inverso, es el mismo camino que hace años recorrimos, con Gildo y el hermano de Ramiro, huyendo de una guerra que también nos esperaba al otro lado. Y, al pasar frente a las tapias arruinadas del corral donde entonces encontramos un perro abandonado, he vuelto a recordar aquella noche y la he hallado tan nítida en mi memoria, tan cercana, que todas las demás, incluso la pasada, me han parecido una misma e interminable noche de niebla y perros ahorcados.
Hacia las diez, divisamos un caserío perdido entre hayedos. Es el primer signo de vida que encontramos desde que doblamos la cumbre del puerto y comenzamos a adentrarnos en tierras asturianas.
– Vosotros quedaos aquí -el hombre se ha detenido para esperarnos-. Yo bajaré primero a ver si todo está en orden. Si me asomo a la ventana es que podéis bajar.
Hace rato que las nubes reventaron y, ahora, una lluvia melancólica y mansa golpea suavemente las hojas de las hayas y la grama salpicada de arándanos silvestres en cuyos frutos rojos tiemblan las transparencias frías y efímeras del agua.
Resguardados de la lluvia bajo un haya, Ramiro y yo vemos al hombre atravesar el prado, amarrar al caballo bajo el cobertizo y entrar en la casa.
Por fortuna, no tarda en asomarse a la ventana.
Durante todo el día, Ramiro y yo permanecemos escondidos en la cuadra, tirados sobre un montón de paja, con la única compañía del caballo.
El dueño del caserío y su mujer -a quien, por el momento, sólo hemos podido ver a través del pequeño ventanuco- van y vienen de un lado para otro atendiendo a las labores de la casa. De vez en cuando, al pasar frente al cobertizo, lanzan una rápida mirada hacia la cuadra.
Según nuestros informes -Marcial, el molinero de Vegavieja, es quien nos ha servido de enlace-, el matrimonio vive solo, sin hijos, aquí arriba, del trabajo del caserío y del transporte de mercancías y viajeros que el marido realiza de un lado a otro del puerto. Conoce estas montañas como la palma de su mano, y por eso -y por el odio que en su alma acumularan los dos años pasados en la cárcel, tras la guerra- es el enlace más fiel y valioso con que cuentan los huidos de la comarca.
– Por aquí, cada vez van resistiendo menos. Cinco o seis hombres desperdigados por los montes de Amarza y dos partidas en la zona de Beres, hacia Cabañada: la de Acevedo y la del Cariñoso. Supongo que habréis oído hablar de ellos.
El hombre cena sentado frente a nosotros, en la semipenumbra de la cocina iluminada solamente por el lejano resplandor del llar. Es la única luz con que cuenta el caserío, perdido en las montañas y batido ahora por la lluvia de una noche cerrada y sin estrellas.
– Acevedo ha cruzado el puerto un par de veces para operar al otro lado -le digo-. Él fue, según nuestras noticias, el que voló la línea eléctrica de Valselada. Aunque, por allí, claro está, nos culpan a nosotros.
El hombre hace un gesto de indiferencia.
– Los demás -continúa- los han ido matando poco a poco o se han ido entregando.
– ¿Y él? ¿Con quién está?
– ¿El Francés ?
– Sí.
– Solo. Escondido. Pero quiere enlazar con todas las partidas de la zona. Estuvo un par de años con el Cariñoso antes de pasar a Francia. Y, ahora, ha regresado trayendo consignas y armas.
Ramiro, que ha permanecido en silencio todo el tiempo escuchando, aparta su plato hacia un lado y se recuesta en el respaldo del escaño.
– ¿Qué clase de consignas? -pregunta.
– Atacar. Uniros todos y atacar al mismo tiempo. En Francia creen que Franco tiene ya los días contados. Que Hitler está a punto de caer y, en cuanto acaben con él, los aliados invadirán también Portugal y España.
Ramiro le dedica una escéptica sonrisa.
– Esa música la venimos oyendo desde hace años. Esa es la que siempre nos han tocado los partidos desde fuera para que sigamos aguantando aquí los cuatro desgraciados que no pudimos escapar a tiempo. Y encima, ahora, quieren que ataquemos -Ramiro ha ido elevando la voz, enardecido, a medida que habla-. ¿Sabe usted lo único que me interesa a mí de los partidos?: las armas. Si quieren atacar, que vengan ellos aquí. Que vengan los políticos a las montañas.
El dueño del caserío se encoge de hombros.
– Mi trabajo se reduce a poneros en contacto -responde-. Allá vosotros os entendáis con el Francés.
La mujer, a su lado, permanece en silencio, ajena a nuestra charla. Es joven todavía, mucho más que su marido hay en su rostro un gesto envejecido, como un poso de melancolía o de cansancio.
Y se turba cuando sus ojos atraviesan fugazmente el de la mesa y se encuentran de repente, sorprendidos, con los míos.
Cuando acabamos de cenar, el hombre se pone su tabardo, coge una linterna y un paraguas y se dirige a la cuadra a buscar al caballo.
Desde la ventana entornada, le veo montar a su grupa, abandonar el cobertizo y perderse en la noche, monte arriba, bajo la lluvia.