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Después de aquello, Salahuddin dejó de ir a las rocas de Scandal Point; no contó a nadie lo ocurrido, previendo las crisis de neurastenia que provocaría en su madre y temiendo que su padre dijera que fue culpa suya. Le parecía que todo lo malo, todo lo que él abominaba de su ciudad natal, se había concentrado en el huesudo abrazo del desconocido, y ahora que había escapado de aquel malvado esqueleto, también tenía que escapar de Bombay o morir. Empezó a concentrarse afanosamente en la idea, fijando su voluntad en ella en todo momento, comiendo cagando durmiendo, para convencerse a sí mismo de que él podía hacer que ocurriera el milagro, incluso sin la ayuda de la lámpara de su padre. Soñaba con salir volando por la ventana de su habitación para descubrir que allí, debajo de él, estaba no Bombay sino el Mismo Londres, Bigben Colurnnanelson Lordstavern Jodidatorre Reina. Pero mientras planeaba sobre la gran metrópoli, sentía que empezaba a perder altura, y por mucho que se esforzaba pateando y braceando en el aire, seguía bajando a tierra, más y más de prisa, hasta que se zambullía gritando en la ciudad, San-pablo, Puddinglane, Threadneedlestreet, cayendo sobre Londres como una bomba.

* * *

Cuando ocurrió lo imposible y su padre, inopinadamente, le ofreció una educación en Inglaterra, para librarse de mí, pensaba él, porque, si no, bien claro está, pero a caballo regalado, etcétera, su madre, Nasreen Chamchawala, no quiso llorar y, en vez de lágrimas, le ofreció buenos consejos. «No andes sucio como esos ingleses -le exhortó-. Ellos se limpian el popó sólo con papel. Además, se bañan todos en la misma agua.» Estas viles calumnias demostraron a Salahuddin que su madre hacía cuanto recondenadamente podía para que no se fuera, y, a pesar del mutuo amor, él respondió: «Es inconcebible lo que dices, Ammi. Inglaterra es una gran civilización; lo que dices son bobadas.»

Ella le miró con su sonrisita leve y nerviosa y no discutió. Y, después, le despidió con los ojos secos debajo del arco de triunfo de la puerta, rehusando ir a despedirle al aeropuerto de Santacruz. Su único hijo. Le colgó collares y más collares de flores hasta que él se mareó de los empalagosos perfumes del amor materno.

Nasreen Chamchawala era una mujer leve y frágil, con unos huesos como tinkas, como astillitas de madera. Para compensar su insignificancia física, desde muy joven se acostumbró a vestir con cierta llamativa exageración. Los dibujos de sus saris eran deslumbrantes, incluso chillones: seda limón con enormes diamantes de brocado, remolinos Op Art en blanco y negro que producían vértigo, gigantescos besos de lápiz labial sobre fondo blanco brillante. La gente le perdonaba su gusto horripilante por la inocencia con que ella llevaba aquellas cegadoras prendas; porque la voz que brotaba de aquella cacofonía textil era fina, vacilante y modosa. Y por sus soirées.

Todos los viernes de su vida de casada, Nasreen había llenado los salones de la mansión Chamchawala, unas cámaras habitualmente lúgubres como grandes criptas sepulcrales, de luces brillantes y amigos superficiales. Cuando Salahuddin era pequeño, se empeñaba en hacer de portero y saludaba a los enjoyados y engominados invitados con toda seriedad, permitiéndoles darle palmaditas en la cabeza y llamarle monín y ricura. Los viernes la casa se llenaba de ruido; había músicos, cantantes, danzarinas, los últimos éxitos de Occidente emitidos por Radio Ceilán, vocinglero teatro de marionetas en el que unos rajahs de barro pintado que cabalgaban en corceles de mentirijillas decapitaban a los títeres enemigos con estentóreas imprecaciones y espadas de madera. Durante el resto de la semana, empero, Nasreen se movía por la casa tímidamente, una paloma sigilosa, como temerosa de turbar el sombrío silencio; y su hijo, que la seguía por todas partes, aprendió de ella a pisar con suavidad, para no despertar al duende o afreet que pudiera estar dormido en algún rincón, esperando.

Pero todas las precauciones de Nasreen Chamchawala no consiguieron salvarle la vida. El horror cayó sobre ella y la asesinó cuando más segura se creía, envuelta en un sari estampado de fotos y titulares de periódico barato, bañada por la luz de las grandes lámparas y rodeada de amigos.

* * *

Habían transcurrido cinco años y medio desde que el joven Salahuddin, cargado de collares y consejos, embarcara en un Douglas DC-8 rumbo al Oeste. Delante de él, Inglaterra; a su lado, su padre, Changez Chamchawala; debajo, el hogar y la belleza. Al igual que a Nasreen, al futuro Saladin nunca le resultó fácil llorar.

En aquel primer avión, Salahuddin leyó cuentos de ciencia-ficción, de emigraciones interplanetarias: La fundación de Asimov y Crónicas de Marte de Ray Bradbury. Él imaginaba que el DC-8 era la nave nodriza que llevaba a los Elegidos, los Elegidos de Dios y del hombre, a través de distancias inconcebibles, viajando durante generaciones, reproduciéndose eugénicamente para que su semilla pudiera un día germinar en un mundo feliz bajo un sol amarillo. Se rectificó: no era la nave nodriza sino la nave padre, porque, al fin y al cabo, allí viajaba él, el gran hombre, Abbu, Papá. Salahuddin, a sus trece años, olvidando recientes dudas y agravios, volvía a sentir infantil adoración por su padre, porque, sí, él le había adorado, era un gran padre hasta que empezabas a pensar por tu cuenta y hasta que discutir con él era considerado una traición a su amor, pero ahora eso no importa, yo le acuso de convertirse en mi ser supremo, de manera que lo que ocurriera fuera como una pérdida de la fe… Sí, la nave padre, un avión, no era una bomba voladora sino un falo metálico, y los pasajeros eran espermatozoides esperando ser descargados.

Cinco horas y media de zonas horarias; da la vuelta al reloj en Bombay y verás qué hora es en Londres. A mi padre, pensaría Chamcha años después en los momentos de mayor amargura, a mi padre acuso yo de haber dado la vuelta al Tiempo.

¿Cuánto volaron? Nueve mil kilómetros a vuelo de pájaro. O, de lo indio a lo inglés, una distancia inconmensurable. O no muy lejos, porque despegaron de una gran ciudad y aterrizaron en otra gran ciudad. La distancia entre ciudades siempre es pequeña; un aldeano que recorre cien kilómetros para ir a la ciudad cruza un espacio más vacío, más oscuro y más sobrecogedor.

He aquí lo que hizo Changez Chamchawala cuando despegó el avión: procurando que su hijo no le viera, cruzó dos pares de dedos de cada mano e hizo girar los pulgares.

Y cuando estuvieron instalados en un hotel a pocos metros del antiguo emplazamiento del árbol de Tyburn, Changez dijo a su hijo: «Toma. Esto te pertenece. -Y le tendía un billetero negro cuya identidad era inconfundible-. Ahora eres un hombre. Tómalo.»

La devolución del billetero confiscado, con su dinero intacto, resultó ser uno de los pequeños trucos de Changez Chamchawala. Trucos que habían engañado a Salahuddin durante toda su vida. Cuando su padre quería castigarle, le hacía un regalo, una tableta de chocolate de importación o una tarrina de queso blando. Y, cuando él iba a cogerlo, el padre lo agarraba. «Borrico -decía Changez al niño en tono burlón-. Siempre, siempre, la zanahoria te trae hasta mi bastón.»

En Londres, Salahuddin tomó el billetero que se le ofrecía, aceptando el regalo de la mayoría de edad; pero entonces su padre dijo: «Ahora que eres un hombre, debes mantener a tu anciano padre mientras estemos en la ciudad de Londres. Tú pagarás todas las cuentas.»

Enero, 1961. Un año al que puedes darle la vuelta y que, a diferencia del reloj, te señala lo mismo. Era invierno; pero cuando Salahuddin Chamchawala empezó a tiritar en su habitación del hotel, era porque estaba asustado; de pronto, su olla de oro se había convertido en la maldición de un brujo.

Aquellas dos semanas que pasó en Londres antes de ir al internado se convirtieron en una pesadilla de cajas registradoras y cálculos, porque Changez hablaba completamente en serio y no llevó la mano a su propio bolsillo ni una sola vez. Salahuddin tuvo que comprarse la ropa, entre otras cosas, un impermeable de sarga azul cruzado y siete camisas a rayas azules y blancas con cuellos postizos semiduros que Changez le hacía llevar a diario, para que se acostumbrara a los pasadores, y a Salahuddin le parecía que un cuchillo de punta roma se le clavaba debajo de la incipiente nuez; y tenía que asegurarse de que le quedaba dinero suficiente para el hotel y todo lo demás, y no se atrevía a preguntar a su padre ni si podían ir al cine, ni siquiera una sola vez, ni siquiera para ver The Pure Hell of St. Trinians, ni a comer al restaurante, ni siquiera a un chino, y en años venideros no recordaría de sus primeras dos semanas en su adorado Eleoene Deerreeese nada más que libras, chelines y peniques, como el discípulo del rey filósofo Chanakya que preguntó al gran hombre que significaba estar y no estar en el mundo, y el rey le ordenó que llevara un cántaro lleno de agua hasta el borde por entre una muchedumbre en día de fiesta, sin derramar ni una gota, so pena de muerte, de manera que cuando regresó, el nombre no podía describir los festejos porque fue como un ciego que no veía nada más que el cántaro que llevaba en la cabeza.

Changez Chamchawala estuvo muy tranquilo aquellos días, y parecía que no se acordaba de comer, ni de beber, ni de hacer nada; se sentía feliz sentado en la habitación del hotel, mirando la televisión, sobre todo los Picapiedra, porque, decía a su hijo, Wilma le recordaba a Nasreen. Salahuddin trataba de demostrar que era hombre ayunando con su padre, esforzándose por resistir más que él, pero no lo conseguía, y cuando los calambres se hacían muy fuertes, iba a una taberna barata cercana al hotel, donde vendían pollos asados que daban vueltas en el escaparate goteando grasa. Cuando entraba en el vestíbulo del hotel con el pollo, lo escondía dentro de su impermeable cruzado, para que el personal no lo viera, y se metía en el ascensor envuelto en olor a asado, con pecho abultado de pollo y cara colorada. Con el pollo en la pechera, bajo la mirada de las señoras y los ascensoristas, Salahuddin sentía nacer aquella rabia implacable que ardería en su interior durante más de un cuarto de siglo; que consumiría su infantil amor por su padre y haría de él un ateo, un hombre que, en adelante, haría todo lo posible por vivir sin dios alguno; y que tal vez alimentara su decisión de ser lo que su padre no era ni podría ser, es decir, un inglés de verdad. Sí, un inglés, incluso aunque tuviera razón su madre, aunque no hubiera más que papel en los aseos y un agua tibia y usada, llena de tierra y jabón, en la que meterse después de hacer ejercicio, aunque ello supusiera pasar la vida entre invernales árboles desnudos cuyos dedos asían con desesperación las pocas horas de luz pálida, tamizada y acuosa. En las noches de invierno, él, que nunca había dormido más que con una sábana, se acostaba debajo de montañas de lana y se sentía como un personaje de un mito antiguo, condenado por los dioses a soportar el peso de un pedrusco en el pecho; pero no importaba, él sería inglés aunque sus compañeros de clase se rieran de su acento y lo excluyeran de sus pequeños secretos, porque estas exclusiones no hacían sino robustecer su decisión, y entonces fue cuando Salahuddin empezó a hacer teatro, a ponerse máscaras que aquellos individuos pudieran reconocer, máscaras de rostropálido, máscaras de payaso, hasta que los engañó y convenció de que él era una persona normal, gente como nosotros. Él los engañó de la forma en que un ser humano sensible puede convencer a los gorilas para que lo acepten en su familia, para que lo acaricien y lo mimen y le metan plátanos en la boca.

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