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Aquello empezó -Chamcha descruzó los dedos, esperando, un poco violento, que ésta su última superstición hubiera pasado inadvertida para los otros pasajeros, cerró los ojos y lo recordó con un escalofrío-, empezó semanas atrás, en el vuelo de ida. Cuando sobrevolaban los desiertos de la zona del golfo Pérsico, se había quedado amodorrado y en sueños había recibido la visita de un desconocido de aspecto fantástico, un hombre con piel de cristal que lúgubremente golpeaba con los nudillos la fina y quebradiza membrana que le cubría todo el cuerpo y suplicaba a Saladin que le ayudara a salir de la cárcel de su piel. Chamcha cogía una piedra y empezaba a golpear el cristal. Al momento, una retícula de sangre exudaba por la agrietada superficie del cuerpo del hombre, y cuando Chamcha trataba de retirar las astillas, el otro empezaba a chillar, porque con el cristal le arrancaba trozos de carne. En aquel momento, una azafata se inclinó sobre el dormido Chamcha para preguntar, con la inmisericorde hospitalidad de su tribu: ¿Desea saber algo, señor? ¿Una bebida? Y Saladin, al emerger del sueño, advirtió que, inexplicablemente, su voz había recuperado el acento de Bombay que con tanta aplicación (¡y hacía ya tanto tiempo!) él había eliminado. «¿Qué dice, joven? -murmuró-. ¿Bebidas alcohólicas o qué?» Y cuando la azafata le aseguró que lo que él deseara, que las bebidas eran gratis, él, una vez más, oyó su voz traidora: «Okey, bibi, un whiskysoda nada más.»

¡Qué desagradable sorpresa! Se acabó de despertar con un sobresalto y se quedó rígido en la butaca, olvidando el alcohol y los cacahuetes. ¿Cómo brotaba el pasado, con la metamorfosis de vocales y vocablos? ¿Y luego, qué? ¿Le daría ahora por ponerse aceite de coco en el pelo? ¿O por cogerse la nariz entre el índice y el pulgar y sonarse ruidosamente soltando un glutinoso arco plateado de inmundicia? ¿Se convertiría en apasionado de la lucha profesional? ¿Qué nuevas diabólicas humillaciones se le reservaban? Debió comprender que era un error ir a casa al cabo de tanto tiempo. ¿Cómo podía ser aquel viaje algo más que una regresión? Era un viaje antinatural; la negación del tiempo; una rebelión contra la historia; todo aquello tenía que acabar en desastre.

Yo no soy yo, pensó, mientras en las inmediaciones del corazón se iniciaba una sensación de leve aleteo. Pero, al fin y al cabo, ¿qué importancia tiene?, agregó amargamente. Después de todo, (des acteurs ne sont pas des gens», como decía el comicastro de Frederick en Les Enfants du Paradis. Una máscara debajo de otra máscara, hasta que, bruscamente, aparece el cráneo desnudo y exangüe.

Se encendió el letrero del cinturón, la voz del capitán anunció turbulencias, y empezaron a entrar y salir de baches. El desierto se tambaleaba allá abajo, y el obrero emigrante que había embarcado en Qatar se abrazó a su radio de transistores gigante y empezó a vomitar. Chamcha observó que el hombre no se había abrochado el cinturón y se serenó, imprimiendo en su voz el más distinguido acento: «Oiga usted, ¿por qué no…?», señaló, pero el mareado, entre espasmo y espasmo, de cara a la bolsa que Saladin le había entregado oportunamente, movió negativamente la cabeza, se encogió de hombros y respondió: «Sahib, ¿para qué? Si Alá quiere que muera, moriré. Si no quiere, no moriré. ¿Para qué la seguridad?»

Maldita seas, India, juró Saladin Chamcha en silencio, hundiéndose de nuevo en su butaca. Vete al infierno; yo escapé de tus garras hace mucho tiempo, no volverás a clavarme los garfios, no puedes arrastrarme otra vez hacia ti.

* * *

Había una vez -tal vez, sí, tal vez no, como decían los cuentos antiguamente, tal vez sí que ocurrió-, había, pues, o tal vez no había un niño de diez años que vivía en Scandal Point, Bombay, y que un día encontró un billetero en la calle, delante de la puerta de su casa. Él volvía de la escuela y acababa de bajar del autobús en el que viajaba prensado entre el sudor pegajoso de otros niños con pantalón corto, sus gritos ensordecedores, y, puesto que ya en aquel tiempo era enemigo del alboroto, las apreturas y el sudor ajeno, se sentía un poco mareado por el tambaleo del largo viaje. Sin embargo, al ver el billetero de piel negra a sus pies, la náusea se desvaneció y él se agachó emocionado y agarró -abrió- y descubrió, con gran alegría, que estaba lleno de dinero -y no simples rupias, sino dinero de verdad, negociable en mercados negros y Bancos internacionales-, ¡libras! Libras esterlinas, del mismo Londres, el fabuloso país de Vilayet, al otro lado de las negras aguas, lejos. El niño, deslumbrado por el grueso fajo de dinero extranjero, levantó la mirada para cerciorarse de que nadie le había visto y, durante un momento, le pareció que un arco iris se había tendido desde el cielo hasta él, un arco iris como el aliento de un ángel, como una oración escuchada, que terminaba precisamente en el lugar en el que él se encontraba. Le temblaban los dedos con que asía el fabuloso tesoro del billetero.

«Trae acá.» Después, le parecía que su padre había estado espiándole durante toda su niñez, y aunque Changez Chamchawala era un hombre corpulento, casi un gigante, para no hablar de su riqueza y de su posición social, tenía la agilidad y también la costumbre de deslizarse sigilosamente detrás de su hijo y estropear lo que estuviera haciendo, como arrancar la sábana del pequeño Salahuddin por la noche, para dejar al descubierto el vergonzoso pene agarrado por la mano colorada. Y el dinero lo olía a ciento una millas, a pesar de que siempre le envolvía el olor a productos químicos y fertilizantes, dado que era el gran fabricante de polvos y fluidos para tratamientos agrícolas y abono artificial. Changez Chamchawala, filántropo, mujeriego, leyenda viva, guía e inspiración del movimiento nacionalista, salió de la puerta de su casa dando un salto para arrancar un billetero abultado de la frustrada mano de su hijo. «Tch, tch -hizo en tono de reproche, guardándose las libras esterlinas en el bolsillo-, no recojas cosas de la calle. El suelo está sucio y, de todos modos, el dinero está más sucio todavía.»

En un estante del estudio de Changez Chamchawala, de paredes recubiertas de madera de teca, al lado de una edición de Las mil y una noches en diez tomos, traducida por Richard Burton, que poco a poco era devorada por el moho y la polilla, a causa del profundo prejuicio contra los libros que impulsaba a Changez a poseer miles de estos perniciosos objetos, a fin de humillarlos por el procedimiento de dejar que se pudrieran sin que nadie los leyera, había una lámpara mágica, un reluciente avatar de cobre y latón, del tipo contenedor de genios de Aladino: era una lámpara que estaba pidiendo a gritos que la frotaran. Pero Changez ni la frotaba ni permitía que la frotara nadie, por ejemplo, su hijo. «Un día -aseguraba al niño- será tuya. Entonces podrás frotar y frotar cuanto quieras, y ya verás las cosas que conseguirás. Pero ahora la lámpara es mía.» La promesa de la lámpara mágica imbuía en el joven Salahuddin la idea de que un día todas sus penas terminarían y sus más íntimos deseos serían satisfechos y lo único que tenía que hacer era esperar con paciencia; pero entonces se produjo el incidente del billetero, cuando la magia de un arco iris había actuado para él, no para su padre, sino para él, y Changez Chamchawala había robado la olla del oro. Después de aquello, el muchacho tenía la convicción de que su padre destruiría todas sus ilusiones, a menos que él se marchara, y desde aquel momento tuvo el afán de partir, de escapar, de poner océanos entre el gran hombre y él.

A los trece años, Salahuddin Chamchawala había comprendido ya que él estaba destinado a la fría Vilayet, repleta de crujientes promesas de libras esterlinas que el billetero mágico le había presagiado, y cada vez estaba más harto de aquel Bombay de polvo, ordinariez, policías de pantalón corto, travestís, apasionados del cine, mendigos que dormían en las aceras y de las prostitutas cantantes de Grant Road que empezaban como devotas del culto yellamma en Karnataka y acababan de danzarinas en los más prosaicos templos de la carne. Estaba harto de fábricas textiles y trenes de cercanías y de toda la confusión y abigarramiento del lugar, y suspiraba por el Vilayet de sus ensueños, todo elegancia y sobriedad que había llegado a obsesionarle de noche y de día. Sus canciones infantiles favoritas eran las que aludían a ciudades lejanas: kitchy-con, kitchy-ki, kitchy-con, stanti-ay, kitchy-opla, kitchy-copla, kitchi Con-stanti-nopla. Y su juego favorito era una versión del «un, dos, tres, pajarito inglés» en la que, cuando le tocaba parar, al volverse hacia sus compañeros que se iban acercando, les recitaba atropelladamente, como una mantra, como una fórmula mágica, las siete letras de su ciudad soñada, eleoene deerreeese. En el fondo de su corazón, él se aproximaba sigilosamente a Londres, letra a letra, como sus amigos se acercaban a él. Eleoene deerreeese, Londres.

La mutación de Salahuddin Chamchawala en Saladin Chamcha empezó, como se verá, en la vieja Bombay, mucho antes de que él se acercara lo suficiente como para oír el rugido de los leones de Trafalgar. Cuando el equipo de criquet de Inglaterra jugaba contra la India en el Brabourne Stadium, él rezaba para que ganara Inglaterra, porque quería que los creadores del juego ganaran a los advenedizos locales, a fin de que se mantuviera el buen orden de las cosas. (Pero el partido siempre terminaba en empate, porque el terreno del Brabourne Stadium era más blando que un colchón de plumas; por lo que la gran cuestión, creador o imitador, colonizador o colonizado, siempre quedaba en el aire.)

A los trece años, él era lo bastante mayor para jugar en las rocas de Scandal Point sin necesidad de que Kasturba, su ayah, lo vigilara. Y un día (tal vez sí, tal vez no) salió de la casa, el vasto y desconchado edificio cubierto de salitre, de estilo parsi, todo columnas y postigos y pequeños miradores, atravesó el jardín que era el orgullo y la alegría de su padre y que, a una cierta luz de la tarde, podía dar la impresión de ser infinito (y que también era enigmático, un acertijo sin solución, porque nadie, ni su padre ni el jardinero, sabía los nombres de la mayoría de las plantas y árboles), y traspasó la grandiosa puerta, una extravagancia, reproducción del arco del triunfo de Septimio Severo, y cruzó el batiburrillo de la calle y la muralla del mar y por fin llegó a la gran extensión de relucientes rocas negras, con sus pequeños charcos de camarones. Las niñas cristianas se reían con sus vestiditos europeos; los hombres con paraguas enrollados contemplaban silenciosos el horizonte azul. En una hondonada de roca negra, Salahuddin vio a un hombre vestido con un dhoti, inclinado sobre un charco. Sus miradas se encontraron y el hombre le llamó moviendo un dedo que después se llevó a los labios. Sssh, y el misterio de los charcos en las rocas atrajo al niño hacia el desconocido. Era una criatura de mucho hueso. Con unas gafas con montura de algo que podía ser marfil. Su dedo se doblaba, se doblaba como un anzuelo. Cuando Salahuddin se acercó, el hombre le agarró, le tapó la boca con una mano y llevó la mano joven entre sus viejas y descarnadas piernas, a tocar el hueso de carne. El dhoti, abierto a los vientos. Salahuddin nunca había sabido pelear e hizo lo que se le obligaba a hacer, y luego el hombre, sencillamente, dio media vuelta y lo soltó.

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