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«Señor, comprended, es sólo una manera de hablar -mintió Baal-. A las chicas les gusta bromear. Nos llaman esposos porque nosotros, nosotros…»

De pronto, Umar lo agarró por los genitales, apretando. «Porque vosotros no podéis serlo -dijo-. Maridos, ¿eh? No está mal.»

Cuando se le calmó el dolor, Baal vio que las mujeres ya no estaban. Umar dio un consejo a los eunucos antes de salir. «Perdeos -sugirió-. Mañana quizá tenga órdenes acerca de vosotros. No son muchos los que tienen suerte dos días seguidos.»

Cuando se llevaron a las chicas de La Cortina, los eunucos se sentaron a llorar con desconsuelo junto a la Fuente del Amor. Pero Baal, avergonzado, no lloró.

* * *

Gibreel soñó la muerte de Baal:

Poco después de su arresto, las doce prostitutas descubrieron que se habían acostumbrado de tal manera a sus nuevos nombres que no podían recordar los viejos. Tenían miedo de dar a sus carceleros sus nombres adoptados y, en consecuencia, no pudieron dar nombre alguno. Después de mucho gritar y amenazar, los carceleros se rindieron y las registraron por números: Cortina 1, Cortina 2, etcétera. Sus antiguos clientes, temerosos de las consecuencias que pudiera tener revelar el secreto de lo que hacían las prostitutas, también guardaron silencio, de modo que es posible que no hubiera llegado a saberse, de no haber empezado Baal, el poeta, a pegar versos en las paredes de la cárcel de la ciudad.

Dos días después de los arrestos, la cárcel estaba llena a rebosar de prostitutas y proxenetas, cuyo número había aumentado considerablemente durante los dos años en los que la Sumisión había introducido en Jahilia la segregación sexual. Se observó que muchos jahilianos, arrostrando las burlas de la chusma y no digamos la persecución bajo las nuevas leyes contra la inmoralidad, se acercaban a las ventanas de la cárcel para dar una serenata a aquellas damas pintadas a las que habían llegado a querer. Las mujeres de dentro se quedaban completamente frías ante esta devoción y no alentaban en absoluto a los admiradores que se acercaban a las rejas. Pero al tercer día, entre aquellos idiotas heridos de amor apareció un individuo estrafalario y afligido con turbante y bombachos, con la piel oscura y descolorida por zonas. Muchos transeúntes se reían de su aspecto, pero cuando él empezó a cantar sus versos inmediatamente cesaron las risas. Los jahilianos fueron siempre entendidos del arte de la poesía, y la belleza de las odas que recitaba el estrafalario individuo los dejó pasmados. Baal cantaba sus poemas de amor, y el dolor que había en ellos silenciaba a los otros versificadores, que dejaban que Baal hablara por todos ellos. En las ventanas de la cárcel se veían ahora por primera vez las caras de las prostitutas, atraídas por la magia de su verso. Terminado el recital, Baal se adelantó y clavó sus versos en la pared. Los guardianes de las puertas, con los ojos llenos de lágrimas, no hicieron nada para impedírselo.

A partir de entonces, todas las tardes reaparecía el extraño individuo y recitaba una nueva poesía, y cada una de ellas parecía más bella que la anterior. Fue quizás aquella plétora de belleza lo que impidió que alguien advirtiera antes de la duodécima noche, cuando él terminó la duodécima y última de sus odas, cada una de las cuales estaba dedicada a una mujer diferente, que los nombres de sus doce «esposas” eran los mismos que los de otras doce.

Pero al duodécimo día se advirtió, y, de inmediato, la gran multitud que solía congregarse para escuchar la lectura de Baal cambió de actitud. La sublime elevación cedió paso al escándalo, y Baal se vio rodeado por furiosos hombres que exigían que les explicara la razón de este insidioso y refinado insulto. Entonces Baal se quitó el absurdo turbante y dijo: «Yo soy Baal. No reconozco más autoridad que la de mi Musa; o, para ser exactos, mi docena de Musas.» Los guardias lo arrestaron.

Khalid, el general, quería ejecutar a Baal inmediatamente, pero Mahound ordenó que fuera juzgado a continuación de las prostitutas. Una vez las doce esposas de Baal, que se habían divorciado de la piedra para casarse con él, fueron sentenciadas a ser lapidadas, en castigo por la inmoralidad de su vida, Baal quedó cara a cara con el Profeta, espejo e imagen, luz y sombras. Khalid, sentado a la derecha de Mahound, dio a Baal una última oportunidad de explicar sus malas acciones. El poeta contó la historia de su estancia en La Cortina, utilizando el lenguaje más simple, sin ocultar nada, ni siquiera su cobardía final, que después había intentado reparar con todos sus actos. Pero entonces ocurrió algo extraordinario. La multitud que se apretujaba en la tienda del juicio, sabedora de que aquél era, al fin y al cabo, el famoso satirista Baal, en tiempos poseedor de la lengua más afilada y del ingenio más vivo de Jahilia, empezó (por más que intentaba contenerse) a soltar la risa. Cuanto más se esforzaba Baal por describir su matrimonio con las doce «esposas del Profeta» con la mayor sencillez y naturalidad, más incontrolable se hacía la horrorizada hilaridad del auditorio. Al término de la declaración, las buenas gentes de Jahilia literalmente lloraban de risa, sin poder contenerse, a pesar de que soldados armados de látigos y cimitarras los amenazaban con la muerte instantánea.

«¡Yo hablo en serio! -chilló Baal a la multitud que se retorcía y golpeaba los muslos con grandes risotadas -. ¡No es un chiste!» Ja ja ja. Hasta que, por fin, se acallaron las risas: el Profeta se había puesto en pie.

«En otros tiempos te burlabas de la Recitación -dijo Mahound en el silencio-. También entonces estas gentes gozaban con tus burlas. Ahora has vuelto para deshonrar mi casa y, al parecer, una vez más, consigues extraer de la gente lo peor que hay en ellos.»

Baal dijo: «Ya he terminado. Haz lo que quieras.»

Fue sentenciado a morir decapitado antes de una hora, y cuando los soldados se lo llevaban de la tienda hacia el lugar de la ejecución, él gritó por encima de su hombro: «Las prostitutas y los escritores, Mahound, somos la gente a la que no perdonas.»

Mahound respondió: «Escritores y prostitutas. No veo la diferencia.»

* * *

Había una vez una mujer que no cambiaba.

Después de que la traición de Abu Simbel entregara Jahilia a Mahound en bandeja y sustituyera la idea de la grandeza de la ciudad por la realidad de la grandeza de Mahound, Hind besó y chupó pies, recitó la Lailaha y luego se retiró a una alta torre de su palacio, a donde le llevaron la noticia de la destrucción del templo de Al-Lat en Taif y de todas las imágenes de la diosa de las que se tenía noticia. Ella se encerró en su aposento de la torre con una colección de libros antiguos escritos en lenguas que ningún otro ser humano de Jahilia podía descifrar; y durante dos años y dos meses permaneció allí, estudiando en secreto sus textos ocultos, después de ordenar que una vez al día se le dejara en la puerta una bandeja de comida sencilla y que, al mismo tiempo, se le vaciara el orinal. Durante dos años y dos meses, ella no vio a otro ser humano. Y un día, al amanecer, entró en la habitación de su esposo, con sus mejores galas y alhajas en las muñecas, los tobillos, los dedos de los pies, las orejas y la garganta. «Despierta -ordenó abriendo las cortinas-. Hoy tenemos cosas que celebrar.» Él observó que su esposa no había envejecido ni un solo día desde la última vez que la viera; si acaso, estaba más joven que nunca, lo cual confirmaba los rumores que sugerían que con su hechicería había convencido al tiempo para que, dentro del aposento de la torre, corriera hacia atrás. «¿Qué tenemos que celebrar?», preguntó el Grande de Jahilia, tosiendo y escupiendo su sangre matutina. Hind respondió: «Tal vez yo no pueda invertir la marcha de la historia, pero la venganza, al fin, es dulce.»

Antes de una hora, llegó la noticia de que el Profeta, Mahound, estaba mortalmente enfermo, que yacía en la cama de Ayesha con fuertes dolores de cabeza, como si la tuviera llena de demonios. Hind siguió preparando serenamente un banquete, enviando a los criados por toda la ciudad a llamar a los invitados. Por la noche, Hind, sola en el gran salón de su casa, entre los platos de oro y las copas de cristal de su venganza, comía un sencillo plato de cuscús rodeada de manjares brillantes, humeantes y aromáticos de todas clases. Abu Simbel no quiso sentarse a la mesa con ella y calificó aquella cena de obscenidad. «Tú comiste el corazón de su tío -gritó Simbel- y ahora te comerías el suyo.» Ella se rió en su cara. Cuando los criados empezaron a llorar, los despidió también y se quedó sola con su alegría mientras las velas proyectaban extrañas sombras en su cara absoluta e implacable.

Gibreel soñó la muerte de Mahound.

Porque cuando la cabeza del Mensajero empezó a dolerle como nunca, él comprendió que había llegado la hora en la que le sería ofrecida la Elección: puesto que un Profeta no puede morir sin haber visto el Paraíso, y sin que después se le pida que escoja entre este mundo y el siguiente.

O sea que, mientras tenía la cabeza apoyada en el regazo de su amada Ayesha, cerró los ojos, y pareció que la vida lo abandonaba, pero al cabo de un tiempo volvió.

Y dijo a Ayesha: «Me han dado a elegir y he hecho mi Elección, y he elegido el reino de Dios.»

Entonces ella lloró, al comprender que él hablaba de la muerte; y él desvió la mirada como si contemplara a otra persona, aunque, cuando ella, Ayesha, se volvió, sólo vio una lámpara que ardía sobre un pie.

«¿Quién está ahí? -gritó él-. ¿Eres Tú, Azraeel?» Pero Ayesha oyó responder a una voz terrible y dulce de mujer: «No, Mensajero de Al-Lah, no soy Azraeel.»

Y la lámpara se apagó; y en la oscuridad Mahound preguntó: «¿Esta enfermedad es obra tuya, oh Al-Lat?»

Y ella dijo: «Es mi venganza, y estoy contenta. Que desjarreten un camello y lo pongan en tu tumba.»

Ella se fue, y la lámpara que se había apagado volvió a arder con una luz suave y brillante, y el Mensajero murmuró: «A pesar de todo, te doy las gracias, Al-Lat, por este regalo.»

Al poco, murió. Ayesha salió a la habitación contigua, en la que las otras esposas y los discípulos esperaban con angustia, y empezaron a lamentarse con vehemencia.

Pero Ayesha se enjugó las lágrimas y dijo: «Si hay aquí personas que adoraban al Mensajero, que lloren, porque Mahound ha muerto; pero si hay aquí personas que adoren a Dios, que se regocijen, porque Él vive sin duda.»

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