La poesía que ahora hacía era la más dulce que nunca escribiera. A veces, estando con Ayesha, sentía que una dejadez le embargaba, el cuerpo le pesaba, y tenía que echarse. «Es extraño -le dijo-. Me parece verme a mí mismo de pie a mi lado. Y puedo hacer hablar a ese que está de pie; luego, me levanto y escribo sus versos.» Estos trances artísticos de Baal eran muy celebrados por sus esposas. Una vez, cansado, se quedó adormilado en un sillón en los aposentos de «Umm Salamah la makhzumita». Cuando despertó horas después, tenía todo el cuerpo dolorido y el cuello y los hombros agarrotados, y dijo a Umm Salamah en tono de reproche: «¿Por qué no me despertaste?» Ella respondió: «No me atreví; pensé que quizá te venían los versos.» Él movió la cabeza. «No te apures. La única mujer en cuya compañía me vienen los versos es "Ayesha", no tú.»
* * *
Dos años y un día después de que Baal empezara su vida en La Cortina, uno de los clientes de «Ayesha» lo reconoció, a pesar de la piel teñida, los bombachos y la cultura física. Baal estaba apostado en la puerta de la habitación de «Ayesha» cuando salió el cliente que, señalándole con el dedo, gritó: «¡Conque aquí te habías metido!» Acudió corriendo «Ayesha», con los ojos encendidos de miedo. Pero Baal dijo: «No temas; él no nos causará problemas.» Invitó a Salman el persa a su propia habitación y destapó una botella del vino dulce hecho de uva no prensada que los jahilianos elaboraban desde que descubrieron que no estaba prohibido por lo que, con evidente falta de respeto, empezaban a llamar el Reglamento.
«He venido porque por fin me marcho de esta ciudad infernal -dijo Salman- y quería pasar un momento de placer después de tantos años de mierda.» Después de que Bilal intercediera por él ante Mahound en el nombre de su vieja amistad, el inmigrante se había dedicado al trabajo de amanuense, y pasaba el día sentado en el suelo, con las piernas cruzadas, junto a la calzada de la calle principal del distrito financiero, en espera de clientes. Su cinismo y su desesperación habían sido exacerbados por el sol. «La gente escribe muchas mentiras -dijo, bebiendo con rapidez-. Por lo tanto, un embustero profesional se gana la vida espléndidamente. Mis cartas de amor y mis misivas comerciales eran famosas y estaban consideradas las mejores de la ciudad, por mi don para inventar hermosas falsedades con una mínima deformación de los hechos. De manera que en apenas dos años he podido ahorrar lo suficiente para regresar a casa. ¡A casa! ¡A mi tierra! Me marcho mañana, y estoy deseándolo.”
A medida que se vaciaba la botella, Salman empezó a hablar otra vez, como esperaba Baal, de la causa de todos sus males, el Mensajero y su mensaje. Habló a Baal de una pelea entre Mahound y Ayesha, repitiendo el rumor como si de un hecho incontrovertible se tratara. «Esa muchacha no ha podido digerir que su marido necesite tantas esposas -dijo-. Él hablaba de conveniencias, alianzas políticas, etcétera, pero no la engañaba. ¿Y quién había de reprochárselo? Al fin, él entró en uno de sus trances -¿y cómo no?- y salió de él con un mensaje del arcángel. Gibreel le había recitado unos versos que le aseguraban pleno apoyo divino. Permiso del propio Dios para follar con tantas mujeres como le apeteciera. Y ¿qué podía decir la pobre Ayesha contra los versos de Dios? ¿Sabes lo que dijo? Dijo esto: "Tu Dios no se hace de rogar cuando tú necesitas que te arregle las cosas." ¡Bueno! De no ser Ayesha, quién sabe lo que él habría hecho, pero es que ninguna de las otras se hubiera atrevido, desde luego.» Baal le dejaba desahogarse sin interrumpir. Los aspectos sexuales de la Sumisión preocupaban mucho al persa: «Es insano -dictaminó-. Toda esta segregación. No traerá nada bueno.»
Al fin Baal empezó a discutir, y Salman se asombró al oír que el poeta defendía a Mahound: «Hay que contemplar las cosas desde su punto de vista -argumentó Baal-. Si las familias le ofrecen esposas y él las rechaza, se crea enemigos. Además, él es un hombre especial y existen motivos para dispensas especiales. Y por lo que se refiere a encerrarlas, ¡qué deshonra si algo malo le ocurriera a alguna de ellas! Mira, si vivieras aquí dentro, no te parecería que un poco menos de libertad sexual era tan mala cosa, para la gente del pueblo, quiero decir.»
«Has perdido el seso -dijo Salman categóricamente-. Llevas demasiado tiempo sin ver el sol. O puede que sea ese traje lo que te hace hablar como un payaso.»
Baal estaba bastante achispado y empezó una réplica acalorada, pero Salman levantó una mano no muy firme. «No quiero pelear -dijo-. Pero me gustaría contarte algo. Lo más sabroso que corre por la ciudad. Jooo-jooo. Y tiene relación con, con lo que tú dices.»
La historia de Salman: Ayesha y el Profeta hicieron una visita a una aldea apartada y, a su regreso a Yathrib, la expedición acampó en las dunas para pernoctar. Levantaron el campo antes del amanecer, todavía en la oscuridad. En el último momento, Ayesha, por una necesidad de la naturaleza, tuvo que escabullirse fuera de la vista, a una hondonada. Mientras ella estaba ausente, los mozos de litera tomaron el palanquín y emprendieron la marcha. Ayesha era mujer muy ligera y ellos, al no notar gran diferencia en el peso del macizo palanquín, supusieron que ella estaba dentro. Cuando Ayesha volvió, después de haber hecho sus necesidades, se encontró sola, y quién sabe lo que hubiera podido sucederle de no haber pasado por allí un joven, un tal Safwan, montado en su camello. Safwan llevó a Ayesha sana y salva a Yathrib; pero entonces empezaron a moverse las malas lenguas, especialmente en el harén, en el que sus contrincantes no desperdiciaban ocasión de reducir el poder de Ayesha. Los dos jóvenes habían estado solos en el desierto durante muchas horas, y se recalcaba, con más y más malicia que Safwan era un joven realmente apuesto y que, al fin y al cabo, el Profeta era mucho mayor que ella, por lo que ¿no sería natural que Ayesha se hubiera sentido atraída por alguien de edad más similar? «Todo un escándalo», comentó Salman con fruición.
«¿Y qué hará ahora Mahound?», preguntó Baal.
«Oh, ya lo ha hecho -respondió Salman-. Lo de siempre. Vio a su amigo, el arcángel, y luego comunicó a todo el mundo que Gibreel había exonerado a Ayesha. -Salman abrió los brazos en ademán de mundana resignación -. Pero esta vez, camarada, la dama no hizo comentarios acerca de lo oportuno de los versos.»
* * *
Salman el persa se marchó a la mañana siguiente con una caravana de camellos que iba hacia el Norte. Al despedirse de Baal en La Cortina, abrazó al poeta, le besó en ambas mejillas y dijo: «Quizá tengas razón. Quizá sea mejor huir de la luz del día. Espero que tu refugio dure.» Y Baal respondió: «Y yo espero que tú encuentres tu casa y que allí haya algo que puedas amar.» La cara de Salman quedó sin expresión. Él abrió la boca, la cerró y se marchó.
«Ayesha» fue a la habitación de Baal en busca de tranquilidad. «¿No irá por ahí contando nuestro secreto cuando esté borracho? -preguntó, acariciando el pelo de Baal-. Ese hombre bebe mucho.»
Baal dijo: «Ya nada será como antes.» La visita de Salman le había hecho despertar del sueño en el que, poco a poco, se había sumido durante los años pasados en La Cortina, y no podía volver a dormirse.
«Claro que sí -dijo "Ayesha" con énfasis-. Lo será, ya lo verás.»
Baal movió la cabeza e hizo la única profecía de su vida. «Va a ocurrir algo muy grande -predijo-. Un hombre no puede vivir siempre escondido detrás de las faldas.»
Al día siguiente, Mahound volvió a Jahilia, y unos soldados fueron a comunicar a la Madam de La Cortina que el período de transición había terminado. Los burdeles iban a ser cerrados inmediatamente. Todo tenía un límite. Desde detrás de sus cortinajes, la Madam pidió a los soldados que se retiraran durante una hora, en nombre de la decencia, a fin de permitir que salieran los huéspedes, y el oficial al mando del destacamento era tan ingenuo que accedió. La Madam envió a sus eunucos a avisar a las chicas y acompañar a los clientes a la puerta trasera. «Haced el favor de pedirles perdón por la interrupción -dijo a los eunucos- y decidles que, dadas las circunstancias, no se les cobrará nada.»
Fueron sus últimas palabras. Cuando las chicas, alarmadas, hablando todas a la vez, se precipitaron a la habitación del trono, para cerciorarse de si lo peor era verdad, ella no dio respuesta a sus aterrorizadas preguntas, es que estamos sin trabajo, y ahora de qué comemos, iremos a la cárcel, qué será de nosotras, hasta que «Ayesha», con todo el valor de que era capaz, hizo lo que ninguna de ellas se había atrevido a intentar. Cuando ella apartó las negras colgaduras, vieron a una mujer muerta que podía tener cincuenta o ciento veinticinco años, de no más de un metro de estatura, que parecía una muñeca grande enroscada en un sillón de mimbre con muchos almohadones, apretando en la mano un frasco de veneno.
«Ya que habéis empezado -dijo Baal que entraba en la habitación-, quitad todas las cortinas. Ya no tiene objeto impedir que entre el sol.»
* * *
Umar, el joven oficial que mandaba el destacamento, se permitió exteriorizar petulante mal humor cuando descubrió el suicidio del ama del burdel. «Bien, si no podemos colgar a la jefa, tendremos que contentarnos con las obreras», gritó, y ordenó a sus hombres que arrestaran a las «pécoras», misión que los hombres realizaron con presteza. Las mujeres chillaban y pataleaban, y los eunucos observaban la escena sin mover ni un músculo, porque Umar les había dicho: «Quieren juzgar a las pájaras, pero no tengo instrucciones acerca de vosotros. Conque, si no queréis perder la cabeza además de los huevos, no os metáis en esto.» Los eunucos no defendieron a las mujeres de La Cortina, que luchaban con los soldados que las reducían; y entre los eunucos estaba Baal, el poeta de la cara pintada. Antes de que la amordazaran, la más joven de las «pájaras» o «zorras» gritó: «Esposo, por Dios ayúdanos si eres hombre.» El oficial se rió, divertido. «¿Cuál de vosotros es el esposo? -preguntó mirando atentamente debajo de cada turbante-. Venga, que salga. ¿Cómo se ve el mundo al lado de una esposa?»
Baal se quedó mirando al vacío, para rehuir tanto la mirada de «Ayesha» como los ojos entornados de Umar. El oficial se paró delante de él. «¿Eres tú?»