¿Hay en el mundo quien ame su dolor? «No volverá a ocurrir -le tranquilizaba ella – No puedes estar en mejores manos.» Él le preguntó cuánto costaba el tratamiento y, cuando ella trató de rehuir la respuesta, él insistió en que sacara de la pequeña fortuna comprimida en su cinturón lo necesario para pagar a los psiquiatras. Estaba deprimido. «Por más que digas -murmuraba en respuesta a sus palabras de optimismo-, la locura está aquí dentro y me aterra pensar que pueda despertar en cualquier momento, ahora mismo, y que él vuelva a mandar en mí.» Había empezado a referirse a su yo «poseído», a su «ángel» como si fuera otra persona, según la fórmula beckettiana: Yo, no. Él. Su Mr. Hyde particular.
Allie cuestionaba estas descripciones. «No es él, sino tú, y cuando tú estés bien ya no será tú.»
Era inútil. Pero, durante un tiempo, pareció que el tratamiento daba resultado. Gibreel estaba más tranquilo, más seguro; los sueños seriados persistían -él aún hablaba en sueños, por la noche, recitaba versos en árabe, lengua que no conocía: tilk al-gharaniq al'ula wa inna shafa'ata-hunna la-turtaja, que quería decir (Allie, despertada por sus palabras, las escribió fonéticamente y llevó el papel a la mezquita de Brickhall, en la que su lectura hizo que al mullah se le erizara el pelo bajo el turbante): «Existen mujeres de alto rango cuya intercesión es de desear»-, pero él parecía pensar que aquellos espectáculos nocturnos no tenían nada que ver con él, lo cual daba tanto a Allie como a los psiquiatras del Maudsley la impresión de que Gibreel, poco a poco, reconstruía la pared divisoria entre el sueño y la realidad y llevaba camino de curarse; cuando, en realidad, resultó que esta separación era un fenómeno asociado al desdoblamiento de su personalidad en dos entidades, una de las cuales él trataba de suprimir heroicamente pero, al considerarla diferente de sí mismo, la preservaba, alimentaba y, secretamente, robustecía.
Allie, a su vez, durante un tiempo, se vio libre de aquella sensación mortificante y negativa de inadaptación, de ser ajena al medio en el que se encontraba atrapada; mientras cuidaba a Gibreel, mientras invertía en su cerebro, como se decía a sí misma, peleando para recuperarlo, a fin de poder reanudar la lucha espléndida y emocionante de su amor -porque, probablemente, seguirían peleando hasta la tumba, pensaba con tolerancia, serían dos carcamales que, sentados en el porche del ocaso de su vida, se golpearían débilmente con periódicos enrollados -, ella se sentía cada día más unida a él; arraigada, por así decirlo, en su misma tierra. Había transcurrido mucho tiempo desde que viera a Maurice Wilson, sentado entre las chimeneas, llamándola a la muerte.
* * *
Mr. «Whisky» Sisodia, aquella reluciente y simpática rodilla con gafas, se convirtió en asidua visita de la casa -iba a verles tres o cuatro veces a la semana- durante la convalecencia de Gibreel, y siempre llevaba alguna cajita de manjar delicado. Gibreel, literalmente, se había matado de hambre durante su «período de ángel», y la opinión de los médicos era que la debilidad había contribuido no poco a sus alucinaciones. «Ahora vamos a en-go-go-engordarlo», dijo Sisodia frotándose las palmas de las manos, y tan pronto como el estómago del enfermo pudo tolerarlos, «Whisky» se lo llenaba de bocados exquisitos: maíz dulce y caldo de pollo chino, bhel-pury estilo Bombay del nuevo restaurante de moda «Pagal Khana», nombre poco afortunado, «Comida Loca» (aunque el nombre también podía traducirse por Manicomio), cuyas especialidades se habían hecho famosas, especialmente entre los jóvenes angloasiáticos, de tal modo que rivalizaba con el antiguo y prestigioso Shaandaar Café, del cual Sisodia, no deseando mostrar una parcialidad que no habría sido correcta, también llevaba platos -postres, sarnosa, patés de pollo- a Gibreel, cada día más voraz. También le obsequiaba con platos preparados por él mismo, curry de pescado, raitas, sivay-yan, khir, y acompañaba el ágape con relatos de cenas aderezados de nombres famosos: cómo Pavarotti adoraba el lassi de whisky, y el pobre James Mason se pirraba por sus langostinos picantes. Vanessa, Amitabh, Dustin, Sridevi, Christopher Reeves, todos eran invocados. «Una su-su-superestrella debe conocer los gustos de sus co-co-colegas.» El propio Sisodia era una especie de leyenda, según Allie supo por Gibreel. Era el sujeto más sagaz y persuasivo de la industria. Había hecho una serie de películas de «calidad» con presupuestos microscópicos y, durante más de veinte años, se había mantenido a flote gracias tan sólo a su simpatía y labia. Los que trabajaban en las producciones de Sisodia tenían muchas dificultades para cobrar, pero, al parecer, ello no importaba. Una vez abortó un motín del equipo -por cuestión de dinero, naturalmente- llevándoselos a todos a merendar a uno de los más fabulosos palacios de la India, lugar habitualmente vedado a todo el mundo, salvo a la flor y nata de la aristocracia, los Gwalior, y Jaípur, y Kashmir. Nadie pudo enterarse de cómo lo había organizado, pero la mayoría de miembros de aquel equipo volvieron a firmar para otras producciones de Sisodia, porque estos grandes gestos tenían la propiedad de hacer que el dinero pareciera secundario. «Y, cuando lo necesitas, siempre puedes contar con él -agregó Gibreel-. Cuando Charulata, una actriz bailarina maravillosa que había trabajado para él muchas veces, necesitó tratamiento contra el cáncer, de la noche a la mañana se materializaron años de sueldos atrasados.»
Actualmente, gracias a una serie de inesperados éxitos comerciales conseguidos con películas basadas en antiguas fábulas de la colección Katha-Sarit-Sagar -el «Océano de las Corrientes de la Historia», más larga que Las mil y una noches y no menos fantástica-, Sisodia ya no estaba limitado a sus pequeñas oficinas de la Readymoney Terrace de Bombay, sino que tenía apartamentos en Londres y Nueva York y Oscars en los cuartos de baño. Se rumoreaba que llevaba en la cartera la foto del productor kungfuniano Run Run Shaw, su ídolo, cuyo nombre era totalmente incapaz de pronunciar. «Unas veces, cuatro Runs, y otras, hasta seis -dijo Gibreel a Allie que estaba encantada de verle reír-. Pero no podría jurarlo. Son rumores del medio.»
Allie estaba agradecida a Sisodia por sus atenciones. El famoso productor parecía disponer de tiempo ilimitado precisamente cuando la agenda de Allie estaba más llena que nunca. Había firmado un contrato con una cadena de distribución de alimentos congelados, cuyo agente, Mr. Hal Valance, dijo a Allie, durante un desayuno de trabajo -pomelo, biscotes y descafeinado, todo a precios de Dorchester-, que su imagen, «en la que se combinan los parámetros positivos (para el cliente) de "frialdad" y "frío" es perfectamente apropiada. Hay estrellas que acaban siendo una especie de vampiros, que chupan la atención, que eclipsan la marca, ya me entiende, pero en este caso existe auténtica sinergia». Y había cintas que cortar en inauguraciones de tiendas de congelados, y conferencias de ventas, y fotos publicitarias con bañeras llenas de mantecoso helado, además de las reuniones periódicas con los diseñadores y fabricantes de la línea de prendas deportivas y de tiempo libre que llevaba su firma, y, desde luego, su programa de cultura física. Se había matriculado en el curso de artes marciales de Mr. Joshi en el centro deportivo del barrio, el cual le había sido muy recomendado, y, por si no era bastante, seguía obligando a sus piernas a correr ocho kilómetros al día alrededor de los Fields, a pesar de que los pies le dolían como si pisara astillas de vidrio. «No se apu-pu-apure -decía Sisodia despidiéndola con un alegre ademán-. Yo me que-que-quedaré hasta que regrese. Estar con Gibreel es un pri-pri-privilegio.» Ella se iba y él se quedaba obsequiando a Farishta con inagotables anécdotas, opiniones y cotilleos, y cuando ella volvía él aún tenía cuerda para rato. Ella identificaba varios de sus temas principales, concretamente, sus aseveraciones sobre Lo Malo de Los Ingleses. «Lo malo de los ingleses es que su his-his-historia se desarrolló en ultramar, por lo que no sa-sa-saben lo que significa.» «El se-secreto para que una cena sea un éxito en Londres es dejar a los ingleses en mi-mi-minoría. Cuando son pocos se portan bien; si no, estás perdido.» «Ve a la Ca-Ca-Cámara de los Horrores y verás cuál es el problema de los ingleses. Eso es lo que les gusta, ca-cadáveres en ba-ba-baños de sangre, barberos locos, et-etcétera, etcétera. Sus pe-periódicos están llenos de aberraciones sexuales y crímenes. Pero dicen al mundo que son flemáticos y re-re-reservados, y nosotros somos tan estúpidos que nos lo creemos.» Gibreel escuchaba esta sarta de tópicos con aparente complacencia, lo cual irritaba vivamente a Allie. ¿Eran estas generalizaciones realmente todo lo que ellos veían en Inglaterra? «No -reconoció Sisodia con una sonrisa cínica-. Pero da mucho gusto soltar estas cosas.»
Cuando el personal del Maudsley consideró oportuno reducir sustancialmente la dosis de medicamentos, Sisodia se había convertido en un elemento tan habitual en la cabecera de la cama de Gibreel, una especie de primo honorario, excéntrico y divertido, que pudo cerrar la trampa pillando completamente desprevenidos a Gibreel y Allie.
* * *
Había estado en contacto con sus colegas de Bombay: los siete productores a los que Gibreel dejó en la estacada cuando embarcó en el Bostan, vuelo Air India 420. «Todos están en-encantados de que esté vivo -informó a Gibreel-. Des-des-desgraciadamente, está la cuestión de la ruptura de contrato.» Otras varias personas querían demandar al renaciente Farishta por mucho dinero, en particular cierta starlet llamada Pimple Billimoria, que alegaba pérdida de honorarios y perjuicio profesional. «Podría ascender a cro-crores», dijo Sisodia lúgubremente. Allie se indignó. «Usted levantó la liebre -le dijo-. Debí figurármelo: era demasiado bueno para ser real.»
Sisodia estaba muy agitado. «Jo-jo-joder.»
«Hay señoras delante», advirtió Gibreel, todavía un poco atontado por las drogas; pero Sisodia hacía molinetes con los brazos, para indicar que, entre sus frenéticos dientes, no le salían las palabras. Por fin: «Reducir el daño. Mi intención. No traicionar, eso nnnunca.»
Según Sisodia, en Bombay nadie quería, en realidad, demandar a Gibreel, matar en el juzgado la gallina de los huevos de oro. Todos los afectados reconocían que los antiguos proyectos ya no eran realizables: actores, directores, técnicos y hasta escenarios estaban comprometidos en otras películas. Reconocían también que el regreso de Gibreel de entre los muertos era un hecho que poseía más valor comercial que cualquiera de las nonatas películas; la cuestión era cómo sacar el mayor partido en provecho de todos. Su aparición en Londres brindaba también la posibilidad de una intervención internacional, quizá capital extranjero, el empleo de exteriores no indios, participación de estrellas «foráneas»; etcétera: en suma, que había llegado el momento de que Gibreel saliera de su retiro y volviera a ponerse delante de la cámara. «No hay alte-ternativa -explicó Sisodia a Gibreel, que, sentado en la cama, trataba de despejar la cabeza-. Si te niegas, te demandarán en bloque, y ni toda tu for-for-fortuna bastará. Será la ruina, la ca-ca-cárcel, el fin.»