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Llegó al río, y a otro banco, camellos de hierro forjado que sostenían unos maderos debajo del obelisco de Cleopatra. Se sentó y cerró los ojos. Rekha cantaba unos versos de Faiz:

No me pidas, mi amor,
aquel amor que te tuve…
Qué hermosa eres aún, mi amor,
mas yo estoy desvalido;
porque el mundo tiene otras penas además del amor,
y otros placeres también.
No me pidas, mi amor,
aquel amor que te tuve.

Gibreel vio a un hombre dentro de sus ojos cerrados; no Faiz, sino otro poeta, ya muy caduco, un sujeto decrépito. Sí, así se llamaba: Baal. ¿Qué estaba haciendo aquí? ¿Qué tenía que decir? Porque, desde luego, trataba de decir algo; pero su voz ronca y su manera de arrastrar las sílabas hacían difícil entenderle… A toda idea nueva, Mahound, se le hacen dos preguntas. La primera, cuando aún es débil, ¿QUÉ clase de idea eres tú? ¿Eres de la clase que transige, pacta, se amolda a la sociedad, busca una buena posición y procura sobrevivir; o eres el tipo de recondenada y bestia noción atravesada, intratable y rígida que prefiere partirse antes que doblegarse al viento? ¿La clase de idea que casi indefectiblemente, noventa y nueve veces de cada cien, queda machacada; pero, a la que hace cien, te cambia el mundo?

«¿Cuál es la segunda pregunta?», preguntó Gibreel en voz alta.

Antes contesta la primera.

* * *

Gibreel, cuando abrió los ojos al amanecer, encontró a Rekha incapaz de cantar, silenciada por la expectación y la incertidumbre. Él se lo soltó sin más tardar: «Es una trampa. No hay más Dios que Dios. Tú no eres ni la Entidad ni Su adversario, sino sólo una niebla que chilla. No hay trato; yo no pacto con las nieblas.» Entonces él vio cómo las esmeraldas y los brocados se desprendían de su cuerpo, seguidos de la carne, hasta que sólo quedó el esqueleto que también se deshizo; finalmente, se oyó un grito lastimoso y penetrante cuando lo que quedaba de Rekha voló hacia el sol con el furor del vencido.

Y no volvió, salvo al -o cerca del- final.

Gibreel, convencido de haber pasado una prueba descubrió que un gran peso se le había quitado de encima; sentía cómo, por segundos, iba invadiéndole la alegría, hasta que, cuando acabó de salir el sol, estaba delirante de júbilo. Ahora podía empezar su labor: la tiranía de sus enemigas, de Rekha y Alleluia Cone y de todas las mujeres que deseaban encadenarlo con deseos y canciones, había sido derrotada definitivamente; ahora sentía que, de un punto situado detrás de su cabeza, volvía a brotar la luz, y también que su peso disminuía. Sí, perdidos los últimos vestigios de su humanidad, ahora se le restituía la facultad de volar, ahora se hacía etéreo tejido de aire iluminado. Ahora mismo podía alzarse desde este parapeto ennegrecido y planear sobre el viejo río gris, o saltar desde cualquiera de sus puentes y no volver a tocar tierra. Sí; había llegado el momento de mostrar un prodigio a la ciudad, y cuando sus gentes, amedrentadas, divisaran al arcángel Gibreel alzándose sobre el horizonte del oeste con toda su majestad, bañado por los primeros rayos del sol, se arrepentirían de sus pecados.

Empezó a expandir su persona.

¡Qué raro que, de todos los conductores que bajaban por el Embankment como un torrente -al fin y al cabo, era hora punta-, ni uno solo mirase en su dirección o se fijase en él! Realmente, aquella gente había perdido la facultad de ver. Y, puesto que las relaciones entre hombres y ángeles son ambiguas -los ángeles o mala'ikah son a un tiempo guardianes de la naturaleza e intermediarios entre la Deidad y la raza humana; pero, al mismo tiempo, como dice claramente el Quran, Nos dijimos a los ángeles, sed sumisos con Adán, simbolizando la capacidad del hombre para dominar, por el conocimiento, las fuerzas de la naturaleza representadas por los ángeles-, poco podía hacer el desconocido y contrariado malak Gibreel. Los arcángeles sólo pueden hablar cuando a los hombres les da la gana de escuchar. ¡Qué pandilla! ¿No había él advertido desde el principio a la Super-Entidad sobre esta partida de criminales y pecadores? «¿Vas a poner en la tierra a gentes que causan daño en ella y derraman sangre?», había preguntado él, y el Ser, como siempre, respondió que tenía sus razones. Pues allí los tenía, a los amos de la tierra, enlatados como atún sobre ruedas y más ciegos que murciélagos, con la cabeza llena de malas ideas, y el periódico, de sangre. Realmente, era increíble. Aquí aparecía un ser celestial, todo luz, fulgor y bondad, más grande que el Big Ben, capaz de poner un pie en cada orilla del Támesis, a lo coloso, y aquellos mosquitos seguían inmersos en el programa de radio-motor y en sus trifulcas con otros automovilistas. «Yo soy Gibreel», dijo con una voz que hizo temblar todos los edificios de la orilla: nadie se enteró. Ni una sola persona salió corriendo de los edificios que se tambaleaban, para escapar del terremoto. Ciegos, sordos y dormidos.

Él decidió forzar las cosas.

El río del tráfico fluía delante de él. Aspiró profundamente, levantó un pie gigantesco y salió a enfrentarse a los coches.

* * *

Gibreel Farishta fue devuelto a los umbrales de Allie, maltrecho, con magulladuras en la cara y los brazos, y vuelto a la cordura por efecto del traumatismo, por un señor bajito, de calva reluciente y muy tartamudo que, con bastante dificultad, se presentó como el productor cinematográfico S. S. Sisodia, «también llamado Whi-whisky, por mi afi-fi-afición a las co-co-copas, se-señora, mi ta-ta-tarjeta». (Después, cuando se conocían mejor, Sisodia hacía desternillarse de risa a Allie subiéndose la pernera derecha del pantalón por encima de la rodilla y colocando sus enormes gafas de hombre de cine en la espinilla diciendo: «Autorretra-tra-trato.» Tenía buena vista para según qué cosas. «No necesito gafas para las peee-películas, pero la realidad está demasiado cerca.») La limousine alquilada por Sisodia atropello a Gibreel, un atropello a cámara lenta, por fortuna, debido a lo congestionado del tráfico; el actor acabó en el capó, pronunciando la frase más antigua del cine: ¿Dónde estoy? Sisodia, al ver las legendarias facciones del desaparecido semidiós aplastadas contra el parabrisas, estuvo a punto de gritar: Has vu-vuelto a ca-casa. «No hay fra-fra-fracturas -dijo Sisodia a Allie-. Un mi-mi-milagro. Se pu-pu-puso delante de mi ve-ve-vehículo.»

Asi que has vuelto, saludó Allie a Gibreel en silencio. Aquí aterrizas cada vez que te caes.

«O también whisky-y-Sisodia. -El productor volvió sobre el tema de sus apodos -. Razones hu-hu-humorísticas. Mi ve-ve-veneno fa-favorito.»

«Muchas gracias por traer a casa a Gibreel. Ha sido muy amable. -Allie reaccionó con retraso-. Permítanos ofrecerle una copa.»

«¡Pues no faltaba más! -Sisodia hasta batió palmas-. Para mí y para to-to-todo el cine hi-hi-hindi hoy es un día glo-glo-glorioso.»

* * *

«¿Conoces el caso del esquizofrénico paranoico que, convencido de que era Napoleón Bonaparte, se avino a someterse a la prueba del detector de mentiras? -Alicja Cohen, que comía con buen apetito una ración de pescado relleno, blandió el tenedor de Blom's debajo de la nariz de su hija-. Lo primero que le preguntaron: ¿Es usted Napoleón? Y la respuesta que él dio, seguramente con una sonrisa de malicia: No. Y ellos miran la máquina que, con toda la agudeza de la ciencia moderna, dice que el loco miente.» Otra vez a vueltas con Blake, Allie pensaba: Entonces yo pregunté: ¿la firme convicción de que una cosa es así, la hace así? El -es decir, Isaías- respondió. Todos los poetas lo creen así. Y, en los tiempos con imaginación, esta firme convicción movía montañas; pero muchos no son capaces de tener una firme convicción de nada. «¿Me escuchas, niña? Te hablo en serio. Lo que necesita ese caballero que tienes en tu cama, y perdona la franqueza pero es indispensable, no es tu atención nocturna, sino una celda con las paredes acolchadas.»

«Tú lo encerrarías, ¿verdad? -replicó Allie-. Y tirarías la llave. Incluso le aplicarías la electricidad. Para quemarle los demonios del cerebro. Es curioso, pero los prejuicios no cambian nunca.»

«Hum -meditó Alicja adoptando su expresión de máximo despiste e inocencia, a fin de enfurecer a su hija-. ¿Qué daño puede hacerle? Un poco de electricidad y alguna inyección…»

«Lo que él necesita es lo que ahora tiene, mamá. Vigilancia médica, mucho descanso y algo que quizá ya se te haya olvidado. -Se interrumpió bruscamente, con un nudo en la lengua, y con voz muy diferente, mirando su ensalada intacta, pronunció la última palabra-: Amor.»

«Ah, la fuerza del amor. -Alicja palmeó la mano de su hija (que fue retirada inmediatamente)-. No es lo que yo he olvidado, Alleluia. Es lo que tú, por primera vez en tu hermosa vida, has empezado a conocer. ¿Y a quién escoges? -Volvió a la carga-. ¡A un pirado! ¡A un tocado de la azotea! ¡A un cabeza a pájaros! Y es que, ángeles, hijita, habráse visto… Los hombres siempre andan en busca de privilegios, pero lo de éste pasa de la raya.»

«Mamá…», empezó Allie, pero Alicja volvió a cambiar de tono y, cuando habló, Allie, más que escuchar las palabras, oyó el dolor que revelaban y ocultaban a la vez, el dolor de una mujer que había tenido que experimentar la historia con brutalidad, que ya había perdido al marido y visto cómo una hija la precedía a lo que ella misma, un día, con inolvidable humor negro, llamó (debió de abrir el periódico por las páginas de deportes para tropezar con la expresión) el baño definitivo. «Allie, tesoro -dijo Alicja Cohen-, vamos a tener que cuidarte mucho.»

La razón por la cual Allie pudo identificar el pánico y la angustia en la cara de su madre era que recientemente había visto la misma combinación en las facciones de Gibreel Farishta. Cuando Sisodia lo devolvió a su cuidado, se hizo evidente que Gibreel había sido conmovido hasta la médula, y tenía una expresión de acoso, una mirada protuberante y asustada que traspasaba el corazón. Él afrontó el hecho de su enfermedad mental con entereza, negándose a restarle importancia y a utilizar eufemismos, pero, comprensiblemente, al reconocer el mal se sentía intimidado. Había dejado de ser (por lo menos, momentáneamente) el tipo exuberante y basto que le había inspirado su «gran pasión» y, en esta nueva y vulnerable encarnación, le aparecía más enternecedor que nunca. Ella estaba firmemente decidida a ayudarle a recuperar la razón, a resistir a su lado; a capear el temporal y conquistar la cumbre. Y él era, por el momento, el más sensato y dócil de los pacientes, un poco alelado por los medicamentos de gran calibre que le administraban los especialistas del Maudsley Hospital; dormía muchas horas y, despierto, acataba todas sus peticiones sin la más leve protesta. En sus ratos de vigilia, él le contó los primeros síntomas de la enfermedad: los extraños sueños seriados y, antes, aquella depresión casi fatal que sufriera en la India. «Ya no temo al sueño -le dijo-. Porque es mucho peor lo que me ha sucedido estando despierto.» Su mayor temor le recordaba el miedo que sentía Carlos II, después de la restauración, a ser enviado otra vez «de viaje»: «Daría cualquier cosa para tener la seguridad de que no volverá a ocurrir», le dijo, manso como un cordero.

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