La incompatibilidad de los elementos de la vida: en una tienda, en el Campamento Cuatro, a ocho mil trescientos metros, la idea que parecía ser el demonio particular de su padre, resultaba banal, vacía de significado, de atmósfera, por efecto de la altitud. «El Everest te silencia -confesó a Gibreel Farishta en una cama bajo un dosel de seda de paracaídas que formaba un Himalaya hueco-. Cuando bajas, nada te parece digno de ser dicho, nada. Sientes que la nada te envuelve como un sonido. Es el no ser. No dura mucho, desde luego. El mundo vuelve a ti en seguida. Lo que te hace callar es, creo yo, la imagen de la perfección que acabas de contemplar: ¿por qué hablar, si no puedes alcanzar pensamientos perfectos, frases perfectas? Te parece una traición a lo que acabas de vivir. Pero la sensación se borra y tú reconoces que, si quieres seguir adelante, tienes que hacer concesiones.» Durante sus primeras semanas, pasaban casi todo el tiempo en la cama: su apetito parecía inextinguible y hacían el amor seis o siete veces al día. «Tú me revelaste a mí misma -le dijo ella-. Tú, con la boca llena de jamón. Fue exactamente como si me hablaras, como si yo pudiera leerte el pensamiento. No como si -se rectificó-; te lo leí, ¿verdad? – Él asintió: era cierto-. Te leí el pensamiento y entonces de mi boca salieron las palabras justas -se admiró ella-. Como una seda. ¡Bingo!: el amor. En el principio fue el verbo.»
Su madre tenía una opinión fatalista acerca de los espectaculares acontecimientos que se habían producido en la vida de Allie: el amante que regresa de ultratumba. «Te diré sinceramente lo que pensé cuando me diste la noticia -le dijo mientras almorzaban sopa y kreplach en el Bloom's de Whitechapel-. Pensé: ay, hija, la gran pasión; ahora Allie tiene que sufrir esto, pobrecita.» Alicja era partidaria de mantener bien controladas las emociones. Era alta y exuberante y tenía labios sensuales, pero, como decía ella: yo nunca fui de las que meten ruido. Reconocía francamente ante Allie su pasividad sexual y le reveló que Otto «tenía, digamos, otras inclinaciones. Él sentía debilidad por la gran pasión y le decepcionaba que yo no hiciera grandes aspavientos». Se había cerciorado de que las mujeres con las que se relacionaba su marido, que era bajito, calvo y nervioso, se parecían a ella, y eso la tranquilizaba. Todas eran grandes y llenas, «pero también eran desenvueltas: hacían lo que él quería, gritaban para incitarle y fingían con ganas; al parecer, respondían al entusiasmo de él, y también, quizás, a su talonario. Él era de la vieja escuela y hacía dádivas generosas».
Otto llamaba a Alleluia su «perla inapreciable», y soñaba con un gran futuro para ella, de concertista de piano o, si no, de Musa. «Tu hermana, francamente, es para mí una decepción -dijo tres semanas antes de su muerte en aquel estudio de Grandes Libros y curiosidades picabianas: un mono disecado que, según él, era un «primer borrador» del infausto Retrato de Cézanne, Retrato de Rembrandt, Retrato de Renoir, numerosos artefactos mecánicos, incluidos estimuladores sexuales que daban pequeñas descargas eléctricas y una primera edición del Ubu Roi de Jarry-. Elena tiene ansias en lugar de pensamientos.» Había inglesado el nombre -Ellaynah por Yelyena-, como también fue idea suya acortar «Alleluia» a Allie y contraer su propio apellido, Cohen, de Varsovia, a Cone. Los ecos del pasado le entristecían; no leía literatura polaca y volvía la espalda a Herbert, a Milosz y a (dos tipos más jóvenes» como Baranczak, porque, para él, la lengua había quedado irremisiblemente mancillada por la Historia. «Ahora soy inglés», decía, orgulloso, con su marcado acento del Este de Europa, lanzando una retahila de modismos. A pesar de sus reticencias, parecía bastante satisfecho de su papel de mimo de la pequeña burguesía inglesa. Pero, al mirar atrás, daba la impresión de que él se percataba de la fragilidad de la imitación, puesto que mantenía las gruesas cortinas casi permanentemente cerradas, por si la incongruencia de las cosas le hacía ver monstruos allí fuera, o un paisaje lunar, en lugar de la familiar Moscow Road.
«Era el prototipo del individuo trasplantado y naturalizado -dijo Alicja emprendiéndola con una gran ración de estofado de zanahoria-. Cuando cambió nuestro apellido, yo le dije: Otto, no es necesario, esto no es América, esto es Londres, Oeste, dos; pero él quería hacer borrón y cuenta nueva, incluso del judaismo, perdona, pero me consta. ¡Las trifulcas que tuvo con el Consejo de Delegados de la comunidad! El lenguaje, parlamentario y civilizado, eso sí, pero con mucho hierro.» En cuanto él murió, ella recuperó el Cohen y la sinagoga, la fiesta de las luces y Bloom's, el restaurante judío. «Se acabó la imitación de la vida -masticó un poco y agitó el tenedor con vehemencia-. Por cierto, qué película. Me encantó. Lana Turner, ¿verdad? Y Mahalia Jackson cantando en la iglesia.»
Otto Cone, a sus setenta y tantos, se tiró por el hueco del ascensor y se mató. Había un tema que Alicja, que no tenía empacho en hablar de casi cualquier tabú, se negaba a tocar: ¿por qué un superviviente de los campos de concentración vive cuarenta años y luego va y acaba el trabajo que no hicieron los monstruos? ¿Es que la maldad tiene que acabar ganando siempre, por mucho que te empeñes en resistirte a ella? ¿Deja una astilla de hielo en la sangre que va abriéndose camino hasta que llega al corazón? O, peor: ¿puede la muerte de un hombre ser incompatible con su vida? Allie, cuya primera reacción a la muerte de su padre fue de cólera, arrojó estas preguntas a su madre. Y ésta, imperturbable bajo un gran sombrero negro, dijo únicamente: «Tú has heredado su incapacidad de reportarse, hijita.»
Después de la muerte de Otto, Alicja desterró la elegancia en el vestir y el ademán que fuera su ofrenda en el altar del afán de integración de su marido, su intento de ser su gran dama estilo Cecil Beaton. «¡Bua! -confió a Allie-. ¡Qué alivio, hija, poder ser un fardo, para variar.» Ahora llevaba su pelo gris más o menos recogido en un moño anárquico, no se pintaba, usaba unos vestidos de flores idénticos, adquiridos en el supermercado, y una dentadura postiza que la martirizaba, y plantaba hortalizas en el jardín que Otto quería exclusivamente floral (pulcros macizos de flores alrededor del simbólico árbol central, injerto «quimérico» de laburnum y retama), y, en lugar de cenas llenas de charla cerebral, daba almuerzos -a base de indigestos estofados y un mínimo de tres monstruosos puddings- en los que poetas húngaros disidentes contaban alambicados chistes a místicos gurdjieffianos o (si la cosa no acababa de arrancar) los asistentes se quedaban sentados en el suelo, en almohadones, contemplando tristemente sus platos cargados de comida, y algo parecido al silencio total reinaba durante lo que parecían semanas. Allie acabó por zafarse de aquel ritual del domingo por la tarde y se quedaba en su habitación, malhumorada, hasta que tuvo edad para irse de casa, a lo que Alicja se avino de buen grado, y apartarse del camino elegido para ella por aquel padre cuya traición a su propia voluntad de supervivencia tanto la había enfurecido. La joven se decantó por la acción y descubrió que había montañas que escalar.
Alicja Cohen, para la que el cambio de rumbo de Allie fue perfectamente comprensible e, incluso, encomiable, y que la alentaba en todo momento, no podía (así lo reconoció a la hora del café) entender la actitud de su hija en lo tocante a Gibreel Farishta, la retornada estrella de la pantalla india. «Por lo que me dices, hijita, me parece que ese hombre no está en tu esfera», dijo, utilizando una expresión que ella consideraba sinónimo deno es tu tipo y se hubiera horrorizado de haber sabido que podía interpretarse como una alusión despectiva a la raza o la religión; y, fatalmente, así la entendió su hija. «Eso a mí no me importa -dijo Allie con vehemencia, y se puso de pie-. La verdad es que a mí no me gusta mi esfera.»
No pudo salir del restaurante pisando fuerte, y tuvo que alejarse cojeando porque le dolían los pies. «Gran pasión -oyó a sus espaldas que su madre manifestaba a todo el local-. Don de lenguas, que quiere decir que una chica puede soltarte todo lo que le pase por la cabeza.»
* * *
Inexplicablemente, se habían descuidado ciertos aspectos de la educación de Allie. Un domingo, no mucho después de la muerte de su padre, mientras compraba los periódicos en el quiosco de la esquina, oyó decir al vendedor: «Es la última semana. Veintitrés años en esta esquina y por fin los "pakis" me han echado.» Ella, que entendió paquis, tuvo una extraña visión de elefantes que avanzaban por Moscow Road aplastando a los vendedores de prensa dominical. «¿Qué es un paqui?», preguntó incautamente, y la respuesta escoció: «Un judío aceitunado.» Desde aquel día, los dueños del CTP (Caramelos, Tabacos, Periódicos) fueron para ella paquidermos, gente diferente -e indeseable- a causa de la naturaleza de su piel. Contó el caso a Gibreel. «Oh -respondió él, despectivo-, un chiste elefante.» No era hombre fácil.
Pero allí, en su cama, estaba ahora aquel sujeto grande y rudo que hacía que ella se abriera como nunca y que podía llegarle hasta el pecho y acariciarle el corazón. Hacía muchos años que Allie no entraba en la arena sexual con tanta celeridad, y nunca una relación tan rápida había dejado, como esta, de producirle arrepentimiento y asco de sí misma. El olvido de él (así lo interpretaba ella, hasta que se enteró de que su nombre estaba en la lista de pasajeros del Bostan) fue muy doloroso, ya que indicaba que él daba a su encuentro una valoración diferente; pero ella no había podido equivocarse al juzgar el deseo tumultuoso y abandonado de él, ¿o sí? Por lo tanto, la noticia de su muerte provocó en ella sentimientos encontrados: por un lado, gratitud, alivio, alegría al saber que él iba volando a través de medio mundo para darle una sorpresa, que lo había dejado todo para construir una vida nueva a su lado; y, por el otro lado, el sordo dolor de verse privada de él en el mismo instante de descubrir que lo amaba de verdad. Más adelante, descubrió una tercera reacción, menos generosa. ¿Qué se había creído, pretendía presentarse en su casa sin avisar, dando por seguro que ella estaría esperándole con los brazos abiertos, la vida resuelta y un apartamento lo bastante grande para los dos? Era lo que cabía esperar de un artista de cine mimado que está convencido de que no tiene más que desear las cosas para que le caigan en la mano como fruta madura…, en suma, que se sintió invadida, o potencialmente invadida. Pero después se reprendió a sí misma arrumbando tales ideas al rincón del que no debieron salir, porque, después de todo, Gibreel había pagado muy cara su presunción, si presunción fue. Un amante muerto merece el beneficio de la duda.