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Cuando Hind vio a su hija mayor a punto de salir de su vida para siempre, comprendió el precio que hay que pagar por dar asilo bajo el propio techo al Príncipe de las Tinieblas. Suplicó a su esposo que fuera sensato, que comprendiera que su bondad y su generosidad los habían arrojado a todos al infierno, y que si echaban de la casa a aquel diablo de Chamcha, tal vez pudieran volver a ser la familia feliz y trabajadora de antaño. Pero apenas acabó de hablar, la parte alta de la casa empezó a crujir y estremecerse y se oyó el ruido de algo que bajaba la escalera gruñendo y -por lo menos, eso parecía- cantando, con una voz tan ronca que era imposible entender la letra.

Al fin fue Mishal quien subió a su encuentro, Mishal, de la mano de Hanif Johnson, mientras Anahita, la traidora, miraba desde el pie de la escalera. Chamcha había crecido hasta alcanzar los dos metros y medio de estatura, y de sus fosas nasales salía humo de dos colores, amarillo de la izquierda y negro de la derecha. Ya no usaba ropa. Le cubría el cuerpo un pelo espeso y largo, la cola se agitaba airadamente y sus ojos tenían un tono rojizo pálido y luminoso. Tenía aterrorizada hasta la incoherencia a toda la población provisional del establecimiento de dormir y desayuno. Mishal, no obstante, no estaba tan asustada como para no poder hablar. «¿Adónde quieres ir? -le preguntó-. ¿Imaginas que durarías más de cinco minutos ahí fuera, con ese aspecto?» Chamcha se detuvo, se miró, observó la considerable erección que emergía de su vientre y se encogió de hombros. «Estoy contemplando entrar en acción», le respondió, utilizando la frase de ella, aunque, dicha con aquella voz de lava y trueno, ya no parecía propia de Mishal. «Quiero encontrar a cierta persona.»

«Ten paciencia -le dijo Mishal-. Algo se nos ocurrirá.»

* * *

¿Qué puede encontrarse aquí, a un kilómetro y medio del Shaandaar, en el punto en el que el beat sale a la calle, en el club Cera Caliente, antes Blak-An-Tan? Esta noche fatídica sin luna, sigamos las figuras que -unas contoneándose engalanadas y arrogantes, otras subrepticias y tímidas, buscando la sombra- llegan de todos los sectores del barrio y, bruscamente, se sumergen en el subsuelo por esta puerta sin marcas. ¿Qué hay dentro? Luces, fluidos, polvo, cuerpos que se agitan, individualmente, por parejas o por tríos, buscando posibilidades. Pero ¿qué son esas otras figuras, sombras opacas en el fulgor irisado del espacio que se enciende y se apaga, esas formas quietas entre los bailarines frenéticos? ¿Qué son esas formas que están en el baile y no se mueven ni un centímetro? «¡Sois muy guapos, amigos del Cera Caliente!» Ha hablado nuestro anfitrión: el marchoso, el jacarandoso, el disc-jockey incomparable, el Pinkwalla saltarín con su traje que lanza destellos al compás de la música. De verdad que es excepcional, un albino de dos metros con el pelo rosa pálido, lo mismo que el blanco de los ojos, unas facciones inconfundiblemente indias, nariz arrogante, labios finos, una cara salida de un tapiz Hamzanama. Un indio que no ha visto la India, indio oriental de las Indias Occidentales, un negro blanco. Una estrella.

Las figuras inmóviles siguen bailando entre el contoneo sincopado, ondulaciones y brincos de la juventud. ¿Qué son? Pues figuras de cera, nada más. ¿Quiénes son? La Historia. Miren, aquí está Mary Seacole, que en Crimea hizo tanto como otra enfermera maravillosa pero que, por ser de piel oscura, apenas se la veía, al lado de la llama brillante de Florence; y aquí un tal Abdul Krim, alias «The Munshi», al que la reina Victoria trató de ascender, pero que fue recusado por unos ministros con prejuicios contra el color. Aquí están todos, bailando sin moverse, en Cera Caliente: a la derecha, el payaso negro de Septimio Severo; a la izquierda, el barbero de Jorge IV bailando con Grace Jones, la esclava. Ukawsaw Groniosaw, el príncipe africano vendido por dos metros de tela, baila, a su antigua manera, con Ignatius Sancho, el hijo de la esclava, que en 1782 fue el primer escritor africano que publicó en Inglaterra. Los emigrantes del pasado, tan antepasados de los bailarines de carne y hueso como su propia familia, evolucionan en la inmovilidad mientras Pinkwalla se desgañita y contorsiona en el estrado. Sentimos-indignación-cuando-hablan- de-inmigración-y-hacen-insinuación- de-que-no-somos-parte- de-la-nación-y-hacemos-proclamación-de-la- verdadera-situación – de-que -hicimos-contribución-desde-la-romana-ocupación y, desde otra parte del abarrotado local, bañados en tétrica luz verde, villanos de cera acechan haciendo muecas: Mosley, Powell, Edward Long, todos los avatares locales de Legree. Y ahora de las entrañas del club se eleva un murmullo que se convierte en una palabra repetida a coro: «Quemar -exige el público-, quemar, quemar, quemar.»

Pinkwalla recoge el grito de la gente. Y-la-hora-llegará-en-que-a-los-criminales-les-toque-freír-en-el-infierno,-y-allí-se-con-sumirán, y a continuación se vuelve hacia el público con los brazos extendidos, llevando el compás con el pie, para preguntar: ¿A-quién-le-toca? ¿A-quién-queréis-ver? Se gritan nombres que compiten entre sí y luego armonizan hasta que, nuevamente, todos los presentes gritan el mismo nombre. Pinkwalla da una palmada. Al fondo se abren las cortinas y unas ayudantes con relucientes shorts y camisetas color de rosa sacan un siniestro armario sobre ruedas: tamaño de una persona, puerta de cristal, con iluminación interior: horno microondas, con su correspondiente Silla Caliente, que los asiduos del club llaman la cocina del infierno. «Muy bien -grita Pinkwalla-. A cocinar.»

Las ayudantes se acercan al grupo de los villanos y se abalanzan sobre la víctima de la noche, la que se elige con más frecuencia, por lo menos, tres veces a la semana. Su pelo moldeado, sus perlas, su traje chaqueta azul. Maggie-maggie-maggie, bala la gente, Al-fuego-al-fuego-al-fuego. La muñeca -el sujeto- es atado a la Silla Caliente. Pinkwalla acciona el interruptor. Y, oh, qué bien se derrite, de dentro afuera, qué bien se deshace. Hasta que no queda más que un charco, y el público suspira de éxtasis: ya está. «Terminó el fuego», les dice Pinkwalla. La música vuelve a llenar la noche.

* * *

Cuando Pinkwalla, el disc-jockey, vio lo que, bajo el manto de la oscuridad, subía a la parte trasera de su furgoneta que, a instancias de sus amigos Hanif y Mishal, había llevado a la puerta trasera del Shaandaar, sintió que el pavor le embargaba; pero, al mismo tiempo, percibía un contrapunto de gozo al ver que el vigoroso héroe de muchos sueños era una realidad de carne y hueso. Estaba al otro lado de la calle, tiritando debajo de una farola, a pesar de que no hacía mucho frío, y allí se quedó media hora, mientras Mishal y Hanif le hablaban con vehemencia, necesita un refugio, tenemos que pensar en su futuro. Luego, se encogió de hombros, se acercó a la furgoneta y puso en marcha el motor. Hanif se sentó a su lado en la cabina; Mishal viajaba con Saladin, escondidos los dos.

Eran casi las cuatro de la madrugada cuando acostaron a Chamcha en el club, ya vacío y cerrado. Pinkwalla -que nunca usaba su verdadero nombre, Sewsunker- había sacado de un cuarto trasero un par de sacos de dormir, y fueron suficientes. Hanif Johnson, al despedirse de la escalofriante criatura a la que Mishal, su amante, no parecía tener ningún miedo, trató de hablarle seriamente: «Tiene que comprender lo importante que podría ser para nosotros, porque aquí está en juego algo más que sus necesidades personales», pero el muíante Saladin resopló en amarillo y negro y Hanif retrocedió rápidamente. Cuando estuvo a solas con las figuras de cera, Chamcha pudo concentrar sus pensamientos una vez más en el rostro que por fin se había perfilado ante los ojos de su mente, luminoso, irradiando luz desde un punto situado detrás de su cabeza, Mister Perfecto, encarnación de dioses, el que siempre caía de pie, aquel al que se perdonaban todos los pecados, el amado, ensalzado, adorado…, la cara que él había tratado de identificar en sus sueños, Mr. Gibreel Farishta, transformado en simulacro de ángel tan cierto como que él era la imagen del demonio.

¿A quién había de echar la culpa el diablo sino a Gibreel, el arcángel?

La criatura acostada en los sacos de dormir abrió los ojos; empezó a salirle humo por los poros. Ahora la efigie de todos y cada uno de los muñecos de cera era la misma, la de Gibreel, con el pico en la frente y su cara taciturna y bien parecida. La criatura enseñó los dientes y exhaló un largo y fétido resoplido, y los muñecos de cera se disolvieron dejando tras sí únicamente charcos y vestidos vacíos, todos, hasta el último. La criatura echó el cuerpo atrás, satisfecha. Y concentró sus pensamientos en su enemigo.

Entonces sintió dentro de sí las más inexplicables sensaciones de compresión, succión y disipación; dolorosas contracciones le recorrían el cuerpo mientras emitía gritos desgarradores que nadie, ni siquiera Mishal, que estaba con Hanif en el apartamento de Pinkwalla, situado encima del club, se atrevió a investigar. Los dolores iban en aumento y la criatura se agitaba y convulsionaba por la pista de baile, gimiendo lastimosamente; hasta que, por fin, aliviada, se quedó dormida.

Horas después, cuando Mishal, Hanif y Pinkwalla se asomaron al local, contemplaron una escena de terrible devastación, mesas que habían volado por los aires, sillas partidas por la mitad y, naturalmente, todas las figuras de cera -las buenas y las malas, Topsy y Legree-, derretidas como la mantequilla; y, en el centro de la carnicería, durmiendo como un recién nacido, ni criatura mitológica ni trasgo infernal con cornamenta y aliento diabólico, sino Mr. Saladin Chamcha en persona, aparentemente retornado a su antigua forma, desnudo como vino al mundo, pero de aspecto y proporciones humanos, humanizado -¿acaso puede dudarse? – por la pavorosa concentración de su odio.

Abrió los ojos, que aún tenían un pálido fulgor rojizo.

2

Alleluia Cone, al descender del Everest, vio una ciudad de hielo al oeste del Campamento Seis, al otro lado de la franja rocosa, reluciendo al sol debajo del macizo de Cho Oyu. Shangri-La, pensó durante un momento; pero éste no era un verde valle de inmortalidad, sino una metrópoli de gigantescas agujas de hielo, finas, agudas y frías. El sherpa Pempa distrajo un momento su atención para instarle a mantener la concentración y, cuando volvió a mirar, la ciudad había desaparecido. Ella estaba todavía a más de ocho mil metros, pero la aparición de la ciudad imposible le hizo retroceder en el espacio y el tiempo al estudio de Bayswater, de oscuros muebles y pesadas cortinas de terciopelo, en el que Otto Cone, su padre, historiador de arte y biógrafo de Picabia, le habló, en el último año de su vida, cuando ella tenía catorce, de «la más peligrosa de todas las mentiras que se nos inculcan en nuestra vida», que, en su opinión, era la idea de la coherencia. «Si alguien trata de hacerte creer que éste, el más hermoso y más maligno de los planetas es, de algún modo, homogéneo, que está compuesto únicamente por elementos reconciliables, que todo suma, corre a un teléfono y pide una camisa de fuerza», le aconsejó, dando la impresión de que, antes de sacar sus conclusiones, había visitado más de un planeta. «El mundo es incoherente, que no se te olvide: está loco. Fantasmas, nazis, santos, todos viven al mismo tiempo; aquí, la dicha idílica y, un poco más allá, el infierno. No puede haber lugar más embarullado.» Las ciudades de hielo del techo del mundo no habrían desconcertado a Otto. Al igual que Alicja, su esposa, la madre de Allie, él era un emigrado polaco, superviviente de un campo de concentración cuyo nombre no fue pronunciado ni una sola vez durante toda la infancia de Allie. «Él quería hacer como si aquello no hubiera ocurrido -diría después Alicja a su hija-. Era poco realista en muchos aspectos. Pero un buen hombre; el mejor que he conocido.» Sonreía para sus adentros al decirlo, tolerándolo con el recuerdo como no siempre lo toleró en vida, porque con frecuencia era terrible. Por ejemplo, el odio que había desarrollado hacia el comunismo le impulsaba a cometer excentricidades bochornosas, especialmente en Navidad, en que aquel judío se empeñaba en celebrar, con su familia judía e invitados, lo que él describía como un «rito inglés», en señal de respeto a la «nación que le había dado asilo», y luego lo estropeaba todo (a los ojos de su esposa) al entrar en el salón en el que todos descansaban apaciblemente, al calor de la lumbre y el coñac, disfrazado de chino, con bigote caído y todo, gritando: «¡Papá Noel ha muerto! ¡Lo he matado yo! Yo soy Mao y no hay regalos para nadie. ¡Je, je, je!» Allie, en el Everest, al recordarlo, hizo una mueca, la mueca de su madre, advirtió, trasladada a su cara helada.

60
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