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«Aleluya, hermano -dijo el único otro ocupante del compartimiento-. Hosanna, señor, y amén.»

* * *

«Aunque debo agregar, caballero, que mis creencias se sustraen enteramente a cualquier denominación -prosiguió el desconocido-. Si usted hubiera dicho "La-ilaha" yo le habría contestado con un rotundo "illallah".»

Gibreel comprendió que su cambio de asiento y su inadvertido enunciamiento del poco corriente nombre de Allie habían sido erróneamente interpretados por su compañero como manifestaciones de carácter social y teológico. «John Maslama -exclamó el individuo poniendo en la mano de Gibreel una tarjeta que había sacado de una maletita de piel de cocodrilo-. Personalmente, yo sigo mi propia variante de la fe universal inventada por el emperador Akbar. Dios, diría yo, es algo similar a la Música de las Esferas.»

Era evidente que Mr. Maslama reventaba de ganas de hablar y, ahora que se había destapado, no cabía sino aguantar el chaparrón hasta que agotara su sentenciosa verborrea. Puesto que el sujeto tenía complexión de campeón de lucha libre, parecía desaconsejable hacerle enfadar. Farishta descubrió en sus ojos el brillo del Verdadero Creyente, una luz que hasta hacía poco había visto todos los días en el espejo al afeitarse. «He conseguido situarme bastante bien -se jactaba Maslama con su bien modulado acento de Oxford-. Para un hombre de color, excepcionalmente bien, habida cuenta de las peregrinas circunstancias en las que estamos inmersos como sin duda reconocerá.» Con una manaza que recordaba un jamón hizo un pequeño pero elocuente movimiento indicando la opulencia de su atuendo: temo de raya fina con muy buena hechura, reloj de oro con su colgante y su cadena, zapatos italianos, corbata de seda con escudo y gemelos de orfebrería en blancos puños almidonados. Encima de esta indumentaria propia de un milord inglés había una cabeza de asombroso tamaño, cubierta de espeso y planchado pelo, dotada de cejas de increíble frondosidad debajo de las que relampagueaban los ojos feroces de los que Gibreel ya había tomado buena nota. «Muy elegante», concedió, puesto que comprendía que algo había que decir. Maslama asintió. «Yo siempre me he inclinado hacia el ornato», reconoció.

Había hecho lo que él llamaba su primer montón con la producción de cancioncitas publicitarias, «la música del diablo» que arrastra a las mujeres a la lencería y el rojo de labios, y a los hombres, a la tentación. Ahora poseía tiendas de discos en toda la ciudad, un próspero club nocturno llamado «Cera Caliente» y un almacén lleno de relucientes instrumentos musicales que era su orgullo y alegría. Era indio de la Guayana, «pero allí ya no queda nada. La gente se marcha más aprisa de lo que vuelan los aviones. -Se hizo rico en poco tiempo-… por la gracia de Dios Todopoderoso. A mí me gusta santificar el domingo, confieso que tengo debilidad por los himnos ingleses y cuando yo canto tiemblan las tejas.»

La autobiografía terminó con una breve mención de la existencia de una esposa y una docena de niños. Gibreel le dio la enhorabuena, confiando en que se haría el silencio, pero entonces Maslama soltó la bomba: «No tiene usted que contarme nada de sí mismo -dijo jovialmente-. Naturalmente, yo sé quién es usted, a pesar de que no espera uno encontrar a semejante personaje en la línea Eastbourne-Victoria. -Guiñó un ojo con una amplia sonrisa y puso Un dedo al lado de la nariz-. Chitón. Yo respeto la intimidad de las personas, desde luego, ni que decir tiene.»

«¿Yo? ¿Quién soy yo?» La sorpresa hizo reaccionar a Gibreel de un modo absurdo. El otro movió pesadamente la cabeza, ondulando las cejas como suaves antenas. «La pregunta clave, en mi opinión. Éstos son tiempos difíciles para un hombre moral. Cuando un hombre abriga dudas respecto a su esencia, ¿cómo va a saber si es bueno o malo? Pero usted debe de encontrarme pesado. Yo respondo mis propias preguntas por mi fe en Ello. -Maslama señaló el techo del compartimiento- y, por supuesto, usted no siente la menor confusión acerca de su identidad, ya que es el famoso, podría decirse el legendario, Mr. Gibreel Farishta, estrella de la pantalla y, últimamente, cada vez más, siento mencionarlo, del vídeo pirata; mis doce hijos, mi esposa y yo somos viejos e incondicionales admiradores de sus divinas hazañas.» Agarró y comprimió la mano derecha de Gibreel.

«Dado que yo personalmente me inclino por la idea panteísta -siguió rugiendo Maslama-, mi propia simpatía hacia su trabajo se debe a su buena disposición para encarnar a deidades de toda índole imaginable. Usted, señor mío, es una coalición arco iris de lo celestial; una ONU de dioses ambulante. Usted es, en suma, el futuro. Permítame saludarle. -Aquel hombre empezaba a despedir el tufo del loco auténtico y, a pesar de que hasta el momento no había dicho ni hecho todavía algo que se apartara de lo puramente propio del tipo, Gibreel empezaba a alarmarse y a medir la distancia hasta la puerta con rápidas miraditas de ansiedad-. Yo sustento la opinión -decía Maslama- de que comoquiera que uno lo llame, el nombre no es más que un código, una clave, Mr. Farishta, detrás de la cual se esconde el verdadero nombre.» Gibreel guardaba silencio, y Maslama, sin disimular su decepción, se vio obligado a hablar por él. «Cuál es ese nombre verdadero, me parece oírle preguntar», dijo, y entonces Gibreel dejó de dudar: aquel hombre era un desequilibrado, y probablemente su autobiografía era tan falsa como su fe. Gibreel pensó que, dondequiera que fuera, le perseguían las ficciones, ficciones que se simulaban seres humanos. «Yo lo he atraído sobre mí -Se acusó-. Al temer por mi propia razón, he despertado, sabe Dios en qué oscuro recoveco, a este loco parlanchín y acaso peligroso.»

«¿No lo sabe? -gritó de pronto Maslama, levantándose de un salto-. ¡Charlatán! ¡Embustero! ¡Farsante! ¿Pretende ser el inmortal de la pantalla, avatar de ciento y un dioses y no tiene ni la más r emota? ¿Cómo es posible que yo, un pobre chico de Bartica en Essequibo, que ha triunfado por su propio trabajo, sepa estas cosas y Gibreel Farishta, no? ¡Me río yo!»

Gibreel se puso en pie, pero el otro ocupaba casi todo el espacio disponible para estar de pie y él, Gibreel, tuvo que ladear el cuerpo grotescamente para escapar de los brazos de Maslama, que se movían como aspas de molino, uno de los cuales le hizo caer el sombrero de fieltro gris. Inmediatamente, Maslama se quedó con la boca abierta. Pareció que se encogía varios centímetros y, después de unos momentos de petrificación, cayó de rodillas con un golpe sordo.

¿Qué hace ahora en el suelo?, se preguntó Gibreel. ¿Irá a recoger el sombrero? Pero el loco le pedía perdón. «Nunca dudé que vendrías -decía-. Perdona mi torpe indignación.» El tren entró en un túnel y Gibreel vio que estaban envueltos en una cálida luz dorada que procedía de un punto situado mismamente detrás de su cabeza. En el cristal de la puerta corredera vio el reflejo de la aureola que partía de su pelo. Maslama estaba manoseando los cordones de los zapatos. «Señor, toda mi vida supe que había sido elegido -decía con una voz que era ahora tan humilde como antes amenazadora-. Lo sabía ya cuando era niño, allá en Bartica. -Se quitó el zapato del pie derecho y empezó a enrollar el calcetín-. Me fue dada una señal -dijo. Se quitó el calcetín, dejando al descubierto un pie completamente normal, aunque de gran tamaño. Entonces Gibreel contó y contó, del uno al seis-. El otro pie, igual -dijo Maslama con orgullo-. Yo nunca dudé del significado.» Él se nombró a sí mismo ayudante del Señor, el sexto dedo del pie de la Cosa Universal. Algo se ha torcido en la vida espiritual del planeta, pensó Gibreel Farishta. Demasiados demonios dentro de la gente que declaraban creer en Dios.

El tren salió del túnel. Gibreel tomó una decisión. «Levanta, Seisdedos -declamó con su mejor entonación de película hindi-. Levanta, Maslama.»

El hombre se puso en pie y se tiraba de los dedos de las manos, con la cabeza inclinada. «Lo que yo quiero saber, señor -murmuró-, es qué va a ser, ¿aniquilación o salvación? ¿Por qué has vuelto?»

Gibreel pensó con rapidez. «Para juzgar -dijo al fin-. Hay que examinar los hechos y sopesar debidamente pros y contras. Aquí es la raza humana lo que se juzga, y el acta de acusación es tremenda, el acusado es un infame, un huevo podrido. Deben hacerse cuidadosas evaluaciones. Por el momento, se reserva el veredicto, el cual será revelado oportunamente. Mientras, mi presencia debe permanecer en secreto, por vitales razones de seguridad.» Volvió a ponerse el sombrero, satisfecho de sí mismo.

Maslama asentía briosamente. «Puedes fiarte de mí -prometió-. Yo soy un hombre que respeta profundamente la intimidad de las personas. Lo dicho: chitón.»

Gibreel huyó del compartimiento, perseguido por los himnos del loco. Cuando llegó al extremo del tren, los cánticos de Maslama seguían oyéndose claramente a su espalda. «¡Aleluya! ¡Aleluya!» Al parecer, su nuevo discípulo la había emprendido con fragmentos de El Mesías de Haendel.

Ahora bien: Gibreel no fue perseguido y, afortunadamente, en la cola del tren había un vagón de primera clase. Éste era de tipo salón, con cómodos sillones naranja dispuestos en grupos de cuatro alrededor de las mesas, y Gibreel se instaló junto a una ventana, de cara a Londres, con el corazón desbocado y el sombrero encasquetado. Trató de asumir la innegable presencia de la aureola pero no lo consiguió porque, con el desequilibrio de John Maslama a su espalda y la ilusión de Alleluia Cone en perspectiva, costaba trabajo ordenar los pensamientos. Y entonces, con desesperación, vio a Mrs. Rekha Merchant flotando al lado de su ventanilla, sentada en su Bokhara voladora, evidentemente impasible a la tormenta de nieve que estaba preparándose allá arriba y que daba a Inglaterra el aspecto de un estudio de televisión cuando ya ha terminado el programa del día. Ella le saludó con la mano y Gibreel sintió que la esperanza le abandonaba. El castigo, en alfombra voladora: cerró los ojos y se concentró en tratar de no temblar.

* * *

«Yo sé lo que es un fantasma -decía Allie Cone a una clase de jovencitas que la miraban con caras iluminadas por la suave luz interior de la adoración-. En el Himalaya, con frecuencia se da el caso de que los escaladores son acompañados por los espíritus de los que fracasaron en el intento o por los espíritus, más tristes pero también más ufanos, de los que consiguieron llegar a la cumbre y perecieron durante el descenso.»

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