Soñó con él, su cara llenaba todo el sueño. «Las cosas se acaban -le decía-. Esta civilización; los desastres se acercan. Ha sido toda una cultura, brillante e inmunda, caníbal y cristiana, la gloria del mundo. Deberíamos celebrarla mientras podamos; hasta que llegue la noche.»
Ella no estaba de acuerdo, ni siquiera en el sueño, pero soñando comprendió que no serviría de nada decírselo ahora.
* * *
Cuando Pamela lo echó, Jumpy Joshi se fue al Café Shaandaar de Mr. Sufyan, situado en Brickhall High Street, y se sentó a tratar de averiguar si era idiota. Era temprano y el local estaba casi vacío, exceptuando a una señora gruesa que compraba una caja de pista barfi y jalebis, un par de jóvenes trabajadores de la industria de la confección que bebían cha-loo chai y una mujer polaca de los viejos tiempos cuando los que regentaban las confiterías del barrio eran los judíos, que se pasaba el día sentada en un rincón con dos sarnosas vegetales, un puri y un vaso de leche, participando a todo el que entraba que si ella estaba allí era porque allí se servía «lo más parecido al kosher y hoy en día tienes que arreglártelas como buenamente puedas». Jumpy se sentó con su café debajo de una chillona pintura de una mujer mítica de pechos desnudos y varias cabezas, con nubecillas que le velaban los pezones, pintada de tamaño natural en rosa salmón, verde neón y oro, y dado que aún no había empezado la aglomeración, Mr. Sufyan observó que estaba mustio.
«Eh, San Jumpy -gritó-, ¿por qué traes tu mal tiempo a mi casa? ¿Es que no hay bastantes nubes en esta tierra?» Jumpy se puso colorado cuando Sufyan se acercó a él contoneándose, con su gorrita blanca de devoción bien puesta, y la barba, porque bigote no tenía, alheñada tras la reciente peregrinación de su dueño a La Meca. Muhammad Sufyan era un sujeto fornido y barrigudo, de gruesos antebrazos, creyente más devoto y exento de fanatismo no encontrarían, y Joshi veía en él a una especie de pariente mayor. «Escúchame, tío -dijo cuando el dueño del café estuvo delante de él-, ¿te parezco un auténtico idiota o qué?»
«¿Tú has hecho dinero en tu vida?», preguntó Sufyan.
«Yo no, tío.»
«¿Negocios? ¿Importación y exportación? ¿Mercancía liberalizada? ¿Tenderete?»
«Los números nunca fueron mi fuerte.»
«¿Y dónde está tu familia?»
«No tengo familia, tío. Estoy solo.»
«Entonces, debes de estar siempre rogando a Dios que te guíe en tu soledad, ¿no?»
«Tú me conoces, tío. Yo no rezo.»
«Entonces, no cabe duda -dictaminó Safyan-. Eres un idiota mayor de lo que piensas.»
«Gracias, tío -dijo Jumpy apurando el café-. Me has ayudado mucho.»
Sufyan, advirtiendo que su broma animaba al otro, a pesar de que mantenía la cara larga, llamó al asiático de tez clara y ojos azules que acababa de entrar con un elegante abrigo a cuadros, de grandes solapas. «Eh, Hanif Johnson -llamó-, ven a resolver un misterio.» Johnson, abogado sagaz y chico del vecindario que había prosperado y que tenía su bufete encima del Shaandaar Café, se apartó de las dos hermosas hijas de Sufyan y se acercó a la mesa de Jumpy. «A ver si me explicas lo que es este hombre -dijo Sufyan-. No lo entiendo. No bebe, el dinero le parece una enfermedad, posee a lo sumo dos camisas, no tiene vídeo, a los cuarenta años sigue soltero, trabaja por una miseria en el centro deportivo enseñando artes marciales y qué sé yo, vive del aire, se comporta como un rishi o un pir pero no tiene fe, no va a ningún sitio y parece conocer un secreto. Y, además, ha estudiado en la universidad. A ver si me lo explicas.»
Hanif Johnson golpeó a Joshi en el hombro. «Oye voces», dijo. Sufyan levantó las manos con fingido asombro. «¡Voces, oooh baba! ¿Voces de dónde? ¿Del teléfono? ¿Del cielo? ¿Tiene un Walkman Sony escondido en la chaqueta?»
«Voces interiores -dijo Hanif con solemnidad-. Arriba, en su escritorio, hay un papel que tiene escritos unos versos. Y un título: El río de sangre.»
Jumpy saltó, tirando la taza vacía. «Te mataré», gritó a Hanif, que cruzó rápidamente el local cantando: «Tenemos a un poeta entre nosotros, Sufyan Sahib. Trátalo con respeto Manéjalo con cuidado. Dice que una calle es un río y nosotros somos la corriente; la humanidad es un río de sangre ésta es la imagen del poeta. También el individuo. -Se interrumpió mientras corría hasta una mesa para ocho y Jumpy fue tras él, muy colorado, moviendo los brazos como aspas-. En nuestro propio cuerpo, ¿no corre también el río de sangre?» Al igual que el romano, dijo el inquieto Enoch Powell yo creo ver el río Tíber espumeante de sangre. Recupera la metáfora, se dijo Jumpy Joshi. Dale la vuelta; haz de ella algo que podamos aprovechar. «Esto es como una violación -suplicó a Hanif-. Por Dios, déjalo ya.»
«Las voces que oye uno están en el exterior -rumiaba el dueño del café -. Juana de Arco, na. O ése del gato, cómo se llama: Whittington, el que vuelve. Pero con las voces uno se hace grande o, por lo menos, rico. Y este chico no tiene nada de grande, y es pobre.»
«Basta -Jumpy levantó las manos sobre su cabeza sonriendo sin ganas de sonreír-. Me rindo.»
Después de aquello, durante tres días, a pesar de los esfuerzos de Mr. Sufyan, Mrs. Sufyan, sus hijas Mishal y Anahita, y el abogado Hanif Johnson, Jumpy Joshi no era el de siempre. Estaba «mustio», como decía Sufyan. Hacía su trabajo en los clubs juveniles, en las oficinas de la cooperativa cinematográfica a la que pertenecía y en las calles, distribuyendo folletos, vendiendo determinados periódicos, paseando; pero caminaba pesadamente. Hasta que, a la cuarta noche, detrás del mostrador del Shaandaar Café, sonó el teléfono.
«Mr. Jamshed Joshi -entonó Anahita Safyan imitando un elegante acento inglés-. Se ruega a Mr. Joshi que acuda al aparato. Tiene una llamada personal.»
El padre, al ver la alegría que estallaba en la cara de Jumpy, dijo en voz baja a su mujer: «Señora, la voz que este chico está deseando oír no es interior de ninguna de las maneras.»
* * *
Lo imposible se produjo entre Pamela y Jamshed después de q«e estuvieran siete días en la cama amándose con inagotable entusiasmo, infinita ternura y una frescura de espíritu que cualquiera hubiera podido pensar que acababan de inventar el procedimiento. Siete días estuvieron desnudos con la calefacción a tope, fingiendo ser amantes tropicales, en un país cálido y luminoso del Sur. Jamshed, que siempre había sido patoso con las mujeres, dijo a Pamela que no se había sentido tan maravillosamente desde el día en que, a los dieciocho años, por fin aprendió a ir en bicicleta. Apenas lo hubo dicho temió haberlo estropeado todo, que esta comparación del gran amor de su vida con la vieja bicicleta de sus días de estudiante sería tomada por el insulto que era indiscutiblemente; pero no tenía por qué preocuparse, porque Pamela le besó en los labios y le dio las gracias por haberle dicho lo más hermoso que un hombre podía decir a una mujer. En aquel momento, él comprendió que nunca podría hacer nada malo y, por primera vez en su vida, empezó a sentirse verdaderamente seguro, seguro como una casa, seguro como un ser humano que es amado: y lo mismo le ocurrió a Pamela Chamcha.
A la séptima noche, el ruido inconfundible de alguien que trataba de entrar por la fuerza en la casa los despertó de un plácido sueño. «Debajo de la cama tengo un palo de hockey», susurró Pamela, aterrorizada. «Dámelo», respondió Jumpy, no menos asustado. «Bajo contigo», dijo Pamela con voz quebrada, y Jumpy tartamudeó: «Oh, no, no.» Al fin, bajaron los dos, cada uno con una de las vaporosas négligés de Pamela, cada uno con una mano en el palo de hockey que ninguno de los dos se atrevería a usar. Y si es un hombre con una escopeta, pensaba Pamela, que me dice: Vuelva arriba… Llegaron al pie de la escalera. Alguien encendió las luces.
Pamela y Jumpy chillaron al unísono, dejaron caer el palo y corrieron escaleras arriba con toda la rapidez de que eran capaces; mientras abajo, en el vestíbulo, de pie, bien iluminada junto a la puerta de entrada con el panel de cristal que había roto para hacer girar el picaporte (Pamela, en la efervescencia de su pasión, olvidó echar los cerrojos de seguridad), había una figura que parecía salida de una pesadilla o de una película de terror de la televisión, una figura cubierta de barro, hielo y sangre, la criatura más peluda que hayan visto ustedes, con las patas y pezuñas de un macho cabrío gigante, brazos humanos y una cabeza armada de cuernos pero, por lo demás, humana, cubierta de tizne y mugre y un poco de barba. Aquella cosa imposible, sola y sin ser observada, cayó de bruces y se quedó inmóvil.
Arriba, en la habitación más alta de la casa, es decir, la «guarida» de Saladin, Mrs. Pamela Chamcha se retorcía en los brazos de su amante, llorando desconsoladamente y berreando: «No es verdad. Mi marido explotó. No hubo supervivientes. ¿Me has oído? Yo soy la viuda Chamcha y mi marido está jodidamente muerto.»
Mr. Gibreel Farishta, en el tren que lo llevaba a Londres fue acometido nuevamente y quién no por el temor de que Dios había decidido castigarlo por su pérdida de fe haciéndole perder el juicio. Se había sentado al lado de la ventanilla de un compartimiento de primera no fumadores, de espaldas a la máquina, porque por desgracia en el otro sitio iba sentado un individuo, y con el sombrero bien calado, hundía los puños en los bolsillos de su gabardina de forro escarlata y sentía pánico. El terror de perder la razón por una paradoja, de ser destruido por algo en lo que ya no creía que existiera, de convertirse, en su locura, en el avatar de un arcángel quimérico, era tan fuerte que le resultaba imposible contemplar siquiera durante mucho tiempo tal eventualidad; sin embargo, cómo si no podía explicar los milagros, metamorfosis y apariciones de los últimos días. «Es una elección sencilla -se decía temblando en silencio-. Es A, yo he perdido el juicio, o B, baba, alguien ha ido y cambiado las reglas.»
Pero ahora, sin embargo, estaba el refugio de aquel compartimiento del tren que, afortunadamente, no tenía nada de milagroso: los apoyabrazos estaban deshilachados, la lamparita de lectura de encima de su hombro no funcionaba, el espejo faltaba del marco, y, por si no fuera suficiente, estaba el reglamento: las pequeñas señales circulares rojas y blancas prohibiendo fumar, los rótulos que penalizaban el uso indebido de la alarma, las flechas que indicaban los puntos hasta los cuales -y no más allá- se permitía abrir las pequeñas ventanas correderas. Gibreel hizo una visita al aseo y también allí una pequeña serie de prohibiciones e instrucciones le alegraron el corazón. Cuando llegó el revisor, con la autoridad de su máquina de taladrar medias lunas en los billetes, Gibreel, tranquilizado por estas manifestaciones de la ley, empezó a animarse e inventar explicaciones racionales. Había tenido mucha suerte al escapar de la muerte, luego había sufrido una especie de delirio y ahora volvía a ser él mismo, podía esperar que, de un modo u otro, retomaría el hilo de su vieja vida, es decir, de su vieja vida nueva, la vida nueva que él planeara antes de la, hum, interrupción. Mientras el tren lo alejaba y alejaba de la zona crepuscular de su llegada y subsiguiente misterioso cautiverio, transportándolo por unas vías metálicas paralelas halagüeñamente previsibles, sintió que la atracción de la gran ciudad empezaba a ejercer su mágico efecto en él, y renació su antiguo don de esperanza, su talento para acoger el cambio, para volver la espalda a las penalidades pasadas y encarar el futuro. Bruscamente, se levantó y se dejó caer en una butaca del lado opuesto del compartimiento, volviendo la cara simbólicamente hacia Londres, aun a costa de renunciar a la ventanilla. ¿Qué le importaban a él las ventanillas? Todo lo que él deseaba ver de Londres lo tenía allí, ante los ojos de la imaginación. Pronunció su nombre en voz alta: «Alleluia.»