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Cerró bruscamente el libro, arrojándolo sobre la mesa con violencia. Angustiado, tomaba conciencia de su helada soledad. Aquellos ojos de color violeta se habían valido de él para algo que ignoraba, pero que no podía esforzarse en imaginar sin que lo estremeciese una irracional sensación de oscuro espanto. Y lo que era aún más grave: a su viejo y cansado espíritu le hablan arrebatado la paz.

Despertó con las primeras luces del alba. Últimamente dormía mal; el suyo era un sueño inquieto, desapacible. Se aseó en regla y extendió después sobre una mesita, junto al espejo y la jofaina con agua caliente, el estuche con sus navajas de afeitar. Enjabonó cuidadosamente las mejillas, rasurándolas con esmero, según era su costumbre. Con las viejas tijeritas de plata recortó algunos pelos del bigote, y pasó después un peine de concha por los húmedos cabellos blancos. Satisfecho de su apariencia se vistió con parsimonia, anudándose al cuello una corbata de seda negra. De sus tres trajes de verano escogió uno de diario, de ligera alpaca color castaño, cuya larga levita pasada de moda le prestaba el distinguido porte de un viejo dandy de principios de siglo. Cierto era que el fondi-llo de los pantalones estaba algo ajado por el uso, pero los faldones de la levita lo disimulaban de forma satisfactoria. De entre los pañuelos limpios escogió el que le pareció en mejor estado, y vertió en él una gota de agua de colonia antes de colocárselo en el bolsillo. Al salir, se puso una chistera y tomó bajo el brazo el estuche de sus floretes.

El día era gris y volvía a amenazar chubasco. Había estado lloviendo toda la noche, y grandes charcos en mitad de la calle reflejaban los aleros de los tejados bajo un pesado cielo color de plomo. Saludó atentamente a la portera, que regresaba con la cesta de la compra, y cruzó la calle para desayunar, según su costumbre, chocolate y buñuelos en el modesto cafetín de la esquina. Fue a instalarse en su mesa habitual, al fondo, bajo el globo de cristal que cubría un apagado mechero de gas. Eran las nueve de la mañana y había pocos parroquianos en el local. Valentín, el propietario, acudió con una jícara y un junquillo de buñuelos.

– Esta mañana no hay periódicos, don Jaime. Tal y como está la cosa, todavía no han salido. Y me malicio yo que no saldrán.

Se encogió de hombros el maestro de esgrima. La ausencia de la prensa diaria no le causaba trastorno alguno.

– ¿Hay novedades? -preguntó, más por cortesía que por auténtico interés.

El dueño del cafetín se limpió las manos en el grasiento delantal.

– Parece que el marqués de Novaliches está en Andalucía con el ejército, y va a enfrentarse a los sublevados de un momento a otro… Dicen también que Córdoba, que se pronunció cuando los otros, se despronunció al día siguiente, en cuanto le vio la oreja a las tropas del Gobierno. No está la cosa clara, don Jaime. A saber en qué termina todo esto.

Despachado el desayuno, salió a la calle el maestro de armas para dirigirse a casa del marqués de los Alumbres. Ignoraba si a Luis de Ayala le apetecería practicar esgrima, habida cuenta del ambiente que se respiraba en Madrid; pero Jaime Astarloa sí estaba dispuesto a cumplir, como de costumbre, su parte del compromiso. En el peor de los casos, todo quedaría en un paseo hecho en balde. Como ya era tarde, no deseando verse retrasado por cualquier imprevisto callejero, subió a un simón que aguardaba desocupado junto a un arco de la Plaza Mayor.

– Al palacio de Villaflores.

Chasqueó el cochero su látigo mientras los dos aburridos pencos se ponían en movimiento sin demasiado entusiasmo. Los soldaditos seguían en la esquina de Postas, pero al teniente no se le veía por ninguna parte. Frente a Correos, guardias municipales obligaban a circular a los grupos de curiosos, aunque sin desplegar excesivo celo en la tarea. Funcionarios de ayuntamiento al fin y al cabo, con la espada de Damocles de la cesantía pendiente sobre sus cabezas, ignoraban quién mandaría mañana en el país, y no las tenían todas consigo.

Los guardias civiles a caballo de la tarde anterior ya no estaban apostados en la calle Carretas. Jaime Astarloa se cruzó con ellos más abajo, tricornios y capotes patrullando entre el Congreso y la fuente de Neptuno. Tenían los negros bigotes enhiestos y los sables enfundados, observando a los viandantes con la ceñuda seguridad emanada de una certeza: fuera quien fuese el vencedor, seguiría recurriendo a ellos para mantener el orden público. Como ya se había comprobado bajo gobiernos progresistas o moderados, los miembros de la Benemérita nunca quedaban cesantes.

Don Jaime iba recostado en el asiento del simón, contemplando el panorama con aire abstraído; pero al llegar cerca del palacio de Villaflores dio un respingo y se asomó a la ventanilla, alarmado, Reinaba una insólita animación frente a la residencia del marqués de los Alumbres. Más de un centenar de personas se arremolinaba en la calle, contenido ante la entrada por varios guardias. En su mayor parte se trataba de vecinos de los alrededores, de toda condición social, a los que se sumaban numerosos desocupados que curioseaban. Algunos fisgones más atrevidos habían trepado a la verja, ~ desde allí atis-baban el jardín. Aprovechando el bullicio, un par di vendedores ambulantes iban y venían entre los carruajes estaciona dos, voceando sus mercancías.

Con un presentimiento que riada bueno auguraba, pagó don Jaime al cochero y se dirigió apresuradamente hacia la puerta, hendiendo la multitud. Los curiosos se empujaban unos a otros para ver mejor, con morbosa expectación.

– Es algo terrible. Terrible -murmuraban unas comadres haciéndose cruces.

Un individuo canoso, de bastón y levita, se aupó sobre las puntas de los zapatos intentando divisar el panorama. Colgada de su brazo, la esposa lo miraba interrogante, a la espera del informe.

– ¿Puedes ver algo, Paco?

Se abanicaba una de las comadres, con gesto de enterada:

– Fue durante la noche; me lo ha dicho uno de los guardia9, que es primo de mi cuñada. Acaba de llegar el señor juez.

– ¡Una tragedia! -comentaba alguien. -¿Se sabe cómo ha sido? -Lo encontraron los criados esta mañana. -Se decía que era un poco tarambana.

– ¡Calumnias! Era un caballero, y un liberal. ¿No se acuerdan de que dimitió siendo ministro?

Volvió a abanicarse con sofoco la comadre.

– ¡Una tragedia! ¡Con la buena facha que tenia ese hombre!

Con la muerte en el alma, don Jaime llegó hasta uno de los guindas que montaban guardia en la puerta. El municipal le cortó el paso con la firmeza que confería la autoridad del uniforme.

– ¡No se puede pasar!

Señaló torpemente el maestro de esgrima el estuche de floretes que llevaba bajo el brazo.

– Soy amigo del señor marqués. Estoy citado con él esta mañana…

Lo miró el guardia de arriba abajo, moderando su actitud ante el distinguido aspecto de su interlocutor. Se volvió hacia un compañero que estaba al otro lado de la verja.

– ¡Cabo Martínez! Aquí hay un caballero que dice ser amigo de la casa. Por lo visto, tenía una cita.

Acudió el cabo Martínez, tripón y reluciente tras sus botones dorados, mirando con suspicacia al maestro de esgrima. -¿Cuál es su gracia?

Jaime Astarloa. Estoy citado con don Luis de Ayala a las diez. Movió el cabo gravemente la cabeza y entreabrió la verja. -Sírvase acompañarme.

Siguió el maestro de esgrima al guardia por la avenida engravillada, bajo la familiar sombra de los sauces. Había más municipales en la puerta, y un grupo de caballeros conversaba en el recibidor, al pie de la amplia escalera adornada con jarrones y estatuas de mármol.

– Sírvase esperar un momento.

El cabo se acercó al grupo y cambió, en voz baja, unas respetuosas palabras con un caballero bajito y pulcro, de erizados bigotes teñidos de negro y peluquín sobre la calva. El personaje vestía con afectación algo vulgar y usaba quevedos con cristales azules, sujetos por un cordón a la solapa de la levita, en cuyo ojal lucía una cruz a algún tipo de mérito civil. Tras escuchar al guardia, volvióse a mirar al recién llegado, murmuró unas palabras a sus acompañantes y vino al encuentro de don Jaime. Sus ojos, astutos y acuosos, brillaban tras los espejuelos.

– Soy el jefe superior de policía, Jenaro Campillo. ¿A quién tengo el honor? Jaime Astarloa, maestro de armas. Don Luis y yo solemos… Lo interrumpió el otro con un gesto.

– Estoy al corriente -lo observó con fijeza, como si estuviese calibrando a su interlocutor. Después detuvo la mirada en el estuche que don Jaime sostenía bajo el brazo y lo señaló con gesto inquisitivo-. ¿Son sus instrumentos?

Asintió el maestro de esgrima.

– Son mis floretes. Ya le he dicho que don Luis y yo… Quiero decir que cada mañana suelo presentarme aquí -Jaime Astarloa se interrumpió, mirando al policía con estupor. Absurdamente, cayó en la cuenta de que era en ese momento, y no antes, cuando tomaba conciencia real de lo que allí había podido ocurrir, corno si su mente se hubiera bloqueado hasta entonces, negándose a asumir lo que resultaba evidente-. ¿Qué le ha pasado al señor marqués?

El otro lo miró pensativo; parecía evaluar la sinceridad de las emociones que se dibujaban en la aturdida actitud del maestro de armas. Al cabo de un momento emitió una tosecita, metió la mano en el bolsillo y sacó un cigarro habano.

– Mucho me temo, señor Astarloa… -dijo con parsimonia, al tiempo que agujereaba un extremo del cigarro con un palillo-. Mucho me temo que el marqués de los Alumbres no esté hoy en condiciones de practicar esgrima. Desde un punto de vista forense, yo diría que no anda bien de salud.

Hizo un gesto con la mano mientras hablaba, invitando a don Jaime a acompañarlo a una de las habitaciones. Contuvo éste el aliento al entrar en una pequeña salita, que conocía a la perfección por haberla visitado casi a diario en los últimos dos años: se trataba de la antesala de la galería en que solía practicar con el marqués. En el umbral que comunicaba ambas estancias había un cuerpo inmóvil, tendido sobre el parquet y cubierto por una manta. Un largo reguero de sangre salía de ésta para bifurcarse en el centro de la habitación. Allí, el rastro tomaba dos direcciones, desembocando en sendos charcos de sangre coagulada.

Jaime Astarloa dejó caer el estuche de los floretes sobre un sillón y se apoyó en el respaldo; su expresión era de absoluto desconcierto. Miró a su acompañante como exigiéndole explicaciones por lo que parecía una broma pesada, pero el policía se limitó a encoger los hombros mientras encendía un fósforo y daba largas chupadas al cigarro, sin dejar de observar sus reacciones.

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