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Juzgó don Jaime que ya era suficiente, y cerró los postigos de la ventana, haciendo caso omiso del murmullo desencantado de sus alumnos.

– Estamos aquí para practicar esgrima, caballeretes -dijo en tono que no admitía réplica-. Sus señores padres me pagan para que los adiestre en cosas de provecho, no para que sean espectadores de algo que no nos incumbe. Prosigamos con lo nuestro -echó una mirada de supremo desdén hacia el postigo cerrado y acarició con los dedos la empuñadura de su florete-. Nada tenemos que ver con lo que pueda ocurrir ahí afuera. Eso lo dejamos para la chusma, y para los políticos.

Volvieron a ocupar sus posiciones y retornó a la galería el metálico chasquido de los floretes. En las paredes, las viejas panoplias seguían cubriéndose de polvo, herrumbrosas e inmutables. Habla bastado con cerrar la ventana para que el tiempo detuviese su curso en la casa del maestro de esgrima.

Fue la portera quien lo puso al corriente cuando se cruzó con ella en la escalera. -Buenas tardes, don Jaime. ¿Qué le parecen las noticias? -¿Qué noticias?

Se santiguó la vieja. Era una viuda parlanchina y regordeta, que vivía con una hija solterona. Oía dos misas diarias en San Ginés y aseguraba que todos los revolucionarios eran unos herejes.

– ¡No me diga que no está al tanto de lo que pasa! ¿Es que no lo sabe? Jaime Astarloa enarcó una ceja, cortésmente interesado. -Cuénteme, doña Rosa.

Bajó la portera el tono, mirando desconfiada a su alrededor, como si las paredes tuviesen oídos.

– Don Juan Prim desembarcó ayer en Cádiz, y dicen que la Escuadra se ha sublevado… ¡Así le pagan a nuestra pobre reina su bondad!

Subió el maestro de armas por la calle Mayor hacia la Puerta del Sol, camino del café Progreso. Aun sin el informe de la portera, hubiera sido evidente que algo grave ocurría. Grupos alborotados comentaban en corrillos los acontecimientos, y una veintena de curiosos observaban de lejos a un piquete que montaba guardia en la esquina de la calle Postas. Los soldados, con el ros sobre el rapado cogote y la bayoneta en la boca del fusil, estaban bajo el mando de un barbudo oficial de fiero semblante, que se paseaba arriba y abajo con la mano apoyada en la empuñadura del sable. Los sorches eran muy jóvenes y se daban aires de importancia disfrutando de la expectación que su presencia suscitaba. Un caballero de buen aspecto pasó junto a don Jaime y se acercó al teniente.

– ¿Se sabe algo?

Contoneóse el mílite con digna fanfarronería. -Yo cumplo órdenes de la superioridad. Circule.

Azules y solemnes, unos guardias requisaban periódicos a mozalbetes que los habían estado voceando entre la gente; se proclamaba el estado de guerra, imponiéndose la censura sobre toda noticia relacionada con la sublevación. Algunos comerciantes, avivados por la experiencia de recientes algaradas, echaban el cierre de sus tiendas e iban a engrosar los grupos de curiosos. Por Carretas brillaban los tricornios de la Guardia Civil. Se comentaba que González Bravo había presentado telegráficamente su dimisión a la reina, y que las tropas levantadas por Prim avanzaban ya sobre Madrid.

En el Progreso, la tertulia estaba al completo, y Jaime Astarloa fue puesto de inmediato al corriente de la situación. Prim había llegado a Cádiz en la noche del 18, y el 19 por la mañana, al grito de «Viva la soberanía nacional», la escuadra del Mediterráneo se había pronunciado por la revolución. El almirante Topete, a quien todos consideraban leal a la reina, estaba entre los sublevados. Las guarniciones del Sur y de Levante se sumaban una tras otra al alzamiento.

– La incógnita -explicaba Antonio Carreño- reside ahora en la actitud de la reina. Si no cede, tendremos guerra civil; porque esta vez no se trata de una vulgar intentona, caballeros. Lo sé de buena tinta. El de Reus cuenta ya con un poderoso ejército que engrosa por momentos. Y Serrano está en el ajo. Hasta se especula con ofrecerle una regencia a don Baldomero Espartero.

– Isabel II no cederá jamás -terció don Lucas Rioseco.

– Eso lo veremos -dijo Agapito Cárceles, visiblemente encantado con el curso de los acontecimientos-. De todas formas, es mejor que intente resistir.

Lo miraron todos los contertulios con extrañeza.

– ¿Resistir? -censuró Carreño-. Eso llevaría al país a la guerra civil…

A un baño de sangre -apuntó Marcelino Romero, satisfecho de poder meter baza.

– Exacto -puntualizó radiante el periodista-. ¿Es que no lo comprenden ustedes? A mí, fíjense, me parece evidente. Si Isabelita nos sale con medias tintas, se pone a disposición o abdica en su niño, tendremos las mismas. Hay mucho monárquico entre los sublevados, y al final terminarían por colocarnos al Puigmoltejo, o a Montpensier, o a don Baldomero, o a la sota de copas. Y eso sí que no. ¿Para eso hemos luchado tanto tiempo?

– ¿En dónde dice que ha luchado usted? -preguntó don Lucas con mucha guasa.

Cárceles lo miró con republicano desprecio.

– En la sombra, señor mío. En la sombra.

Ya.

El periodista resolvió ignorar a don Lucas.

– Les estaba diciendo -continuó, dirigiéndose a los otros- que lo que España necesita es una buena y encarnizada guerra civil con mucho mártir, con barricadas en las calles y con el pueblo soberano asaltando el Palacio Real. Comités de salvación pública, y los figurones monárquicos y sus lacayos -torva ojeada de soslayo a don Lucas- arrastrados por las calles.

Aquello se le antojó excesivo a Carreño.

– Hombre, don Agapito. No se pase usted tampoco. En las logias… Pero Cárceles estaba lanzado. -Las logias son tibias, don Antonio. -¿Tibias? ¿Las logias tibias?

– Sí, señor. Tibias, se lo digo yo. Si la revolución la han desencadenado los generales descontentos, hay que procurar que termine en manos de su legítimo propietario: el pueblo -se le iluminó el rostro en un éxtasis-. ¡La república, caballeros! La cosa pública, ni más ni menos. Y la guillotina.

Don Lucas saltó con un rugido. La indignación le empañaba el monóculo incrustado en su ojo izquierdo.

– ¡Por fin se quita usted la máscara! -exclamó apuntando a Cárceles con dedo acusador, tembloroso de santa ira-. ¡Por fin descubre usted su maquiavélico rostro, don Agapito! ¡Guerra civil! ¡Sangre! ¡Guillotina!… ¡Ése es su verdadero lenguaje!

El periodista miró a su contertulio con genuina sorpresa.

– Nunca he utilizado otro, que yo sepa.

Don Lucas hizo ademán de levantarse, pero pareció pensarlo mejor. Aquella tarde pagaba Jaime Astarloa, y los cafés estaban en camino.

– ¡Es usted peor que Robespierre, señor Cárceles! -masculló sofocado-. ¡Peor que el impío Dantón!

– No mezcle usted las churras con las merinas, amigo mío.

– ¡Yo no soy su amigo! ¡La gente de su clase ha sumido a España en la ignominia! -Huy, qué mal perder tiene usted, don Lucas.

– ¡Aún no hemos perdido! La reina ha nombrado presidente al general Concha, que es todo un hombre. De momento, ya le ha confiado a Pavía el mando del ejército que se enfrentará a los rebeldes. Y supongo que no me pondrá en duda el probado valor del marqués de Novaliches… Verdes las ha segado usted, don Agapito.

– Lo veremos.

– ¡Pues claro que lo veremos! -Lo estamos viendo. -¡Lo vamos a ver!

Jaime Astarloa, aburrido por la eterna polémica, se retiró antes de lo acostumbrado. Cogió su bastón y su chistera, se despidió hasta el día siguiente y salió a la calle, resuelto a dar un corto paseo antes de regresar a casa. Por el camino fue observando el caldeado ambiente callejero con cierto fastidio; sentía que todo aquello lo afectaba sólo muy superficialmente. Ya empezaba a estar harto de las polémicas entre Cárceles y don Lucas, como lo estaba también del país en que le había tocado vivir.

Pensó, malhumorado, que podían ahorcarse todos ellos con sus malditas repúblicas y sus malditas monarquías, con sus patrióticas arengas y con sus estúpidas reyertas de café. Habría dado cualquier cosa por que unos y otros dejaran de amargarle la vida con tumultos, disputas y sobresaltos cuyos motivos le importaban un bledo. A lo único que aspiraba era a que lo dejasen vivir en paz. En lo que al maestro de esgrima se refería, podían irse todos al diablo.

Sonó un trueno en la distancia mientras una violenta turbonada de aire recorría las calles. Inclinó don Jaime la cabeza y se sujetó el sombrero, apretando el paso. A los pocos minutos rompió a llover con fuerza.

En la esquina de la calle Postas, el agua empapaba el paño azul de los uniformes y corría en gruesas gotas por el rostro de los soldados. Seguían montando guardia con su aire tímido y paleto, la punta de la bayoneta rozándoles la nariz, pegados a la pared para resguardarse de la lluvia. Desde un portal, el teniente contemplaba taciturno los charcos, sosteniendo una pipa humeante en el ángulo de la boca.

Diluvió durante todo el fin de semana. Desde la soledad de su estudio, inclinado a la luz del quinqué sobre las páginas de un libro, escuchó don Jaime la interminable sucesión de truenos y relámpagos que restallaban en la negrura exterior, rasgándola con resplandores que recortaban las siluetas de los edificios cercanos. Sobre el tejado golpeaba el agua con fuerza, y un par de veces tuvo que levantarse para colocar recipientes bajo las goteras que se desplomaban del techo con irritante y líquida monotonía.

Hojeó distraído el libro que tenía en las manos, y sus ojos se detuvieron en una cita, subrayada a lápiz años atrás por él mismo:

… Todas sus sensaciones alcanzaron una elevación hasta entonces ignorada para él. Vivió las experiencias de una vida infinita mente variada; murió y resucitó, amó hasta la pasión más ardiente y viose separado de nuevo y para siempre de su amada. Al fin, hacia el alba, cuando las primeras luces quebraban la penumbra, en su alma empezó a reinar una creciente paz, y las imágenes se tornaron más claras y permanentes…

Sonrió con infinita tristeza el maestro de esgrima, todavía con un dedo sobre aquellas líneas. Tales palabras no parecían haber sido escritas para Enrique de Ofterdingen, sino para él mismo… En los últimos años se había visto retratado en aquella página con singular maestría; todo estaba allí. Sin duda se trataba del más ajustado resumen de su vida que jamás nadie seria capaz de formular. Sin embargo, en las últimas semanas, algo estaba fallando en el concepto. La creciente paz, las imágenes claras y permanentes que había estimado definitivas, volvían a enturbiarse bajo un extraño influjo que le arrancaba, sin piedad, fragmentos de aquella serena lucidez en la que creyó poder pasar el resto de sus días. Se había introducido en su existencia un factor nuevo, una influencia misteriosa, perturbadora, que le obligaba a plantearse preguntas cuya respuesta se esforzaba en eludir. Era imprevisible a dónde podía conducirle todo aquello.

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