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Estimada señora:

Observo con sorpresa que en la segunda orden de pago por usted remitida, abona nueve sesiones de esgrima como correspondientes al mes en curso, cuando en realidad sólo tuve el placer de dedicarle tres durante esta mensualidad. Sobra, por tanto, la cantidad de 360 reales, que le devuelvo con orden de pago adjunta.

Reciba Vd. mi más atento saludo

JAIME ASTARLOA Maestro de Armas

Firmó y después tiró la pluma sobre la mesa con irritado impulso. Algunas gotas de tinta salpicaron la carta de Adela de Otero. La agitó en el aire para que se secasen los borrones, contemplando la escritura nerviosa y picuda de la joven: los rasgos eran largos y aguzados como puñales. Dudó entre romperla o conservarla, decidiéndose finalmente por la última solución. Cuando el dolor se hubiese atenuado, aquel trozo de papel constituirla un recuerdo más. Mentalmente, don Jaime lo incluyó en el rebosante baúl de sus nostalgias.

Aquella tarde, la tertulia del Progreso se disolvió antes de lo habitual. Agapito Cárceles estaba muy atareado con un artículo que debía entregar por la noche en el Gil Blas, y Carreño aseguraba que tenía sesión extraordinaria en la logia de San Miguel. Don Lucas se había retirado pronto, aquejado de un leve catarro estival, así que Jaime Astarloa se quedó solo con Marcelino Romero, el profesor de piano. Decidieron ambos dar un paseo, aprovechando que el calor del día daba paso a una tibia brisa vespertina. Bajaron por la Carrera de San Jerónimo; don Jaime se quitó la chistera al cruzarse con algún conocido ante el restaurante Lhardy y en la puerta del Ateneo. Romero, apacible y melancólico según su costumbre, caminaba mirándose la punta de los pies, ensimismado en sus pensamientos. Llevaba una arrugada chalina en el cuello y el sombrero descuidadamente echado hacia atrás, sobre el cogote. Las puntas de su camisa no se veían muy limpias.

El paseo del Prado hervía de paseantes bajo los árboles. En los bancos de hierro forjado, soldados y criadas tejían y destejían requiebros y chirigotas mientras gozaban de los últimos rayos de sol. Algunos elegantes caballeros, acompañando a damas o en grupos de amigos, paseaban entre las fuentes de Cibeles y Neptuno, movían los bastones con afectación y se llevaban la mano a la chistera al pasar cerca el frufrú de alguna falda respetable o interesante. Por la enarenada avenida central, sombreros y sombrillas multicolores circulaban en carruajes descubiertos bajo la luz rojiza del atardecer. Un rubicundo coronel de Ingenieros, cruzado el pecho de heroica ferretería, fajín y sable, fumaba plácidamente un veguero mientras conversaba en voz baja con su ayudante, un capitán de rostro conejil que asentía con grave circunspección; era evidente que hablaban de política. Unos pasos más atrás seguía la señora coronela, a duras penas encorsetadas sus jamonas carnes bajo el vestido cuajado de encajes y lacitos, mientras la doncella, delantal y cofia, pastoreaba un rebaño de media docena de niños de ambos sexos, vestidos con puntillas y medias negras. En la glorieta de las Cuatro Fuentes, un par de lechuguinos con brillantina y raya en medio se retorcían los engomados bigotes mientras lanzaban furtivas miradas a una joven que, bajo estrecha vigilancia de su aya, leía un tomito de dolo-ras de Campoamor, ajena a la expectación que su pequeño y fino pie, junto a dos tentadoras pulgadas de delicado tobillo enfundado en media blanca, suscitaba en los mirones.

Pasearon tranquilamente los amigos, gozando de la agradable temperatura; contrastaban de forma singular la elegancia pasada de moda del maestro de esgrima y el desaliñado aspecto del pianista. Romero observó durante unos instantes a un vendedor de barquillos que hacía girar la ruleta de su artilugio entre un corro de niños, y se volvió hacia su contertulio con aire apesadumbrado.

– ¿Cómo anda usted de fondos, don Jaime?

El aludido lo miró con cierta amable guasa.

– No me irá usted a decir que le apetece un barquillo…

Sonrojóse el profesor de música. La mayoría de sus alumnas se había marchado de vacaciones, y él se encontraba a la última pregunta. En verano solía vivir de discretos sablazos a los amigos.

Don Jaime echó mano al bolsillo del chaleco.

– ¿Qué necesita?

– Con veinte reales me apaño.

Sacó el maestro de armas un duro de plata, y lo deslizó discretamente en la mano que su amigo alargaba con timidez. Murmuró Romero una atropellada excusa: -Mi patrona…

Cortó Jaime Astarloa la explicación con gesto comprensivo; se hacía cargo de la situación. El otro suspiró, agradecido.

– Vivimos tiempos difíciles, don Jaime. Y que lo diga.

Tiempos de angustia, de zozobra… -se llevó el pianista una mano al corazón, tanteándose una inexistente cartera-. Tiempos de soledad.

Emitió Jaime Astarloa un gruñido que a nada comprometía. Romero lo interpretó como una señal de asentimiento, y pareció confortado.

– El amor, don Jaime. El amor -prosiguió al cabo de un momento de triste reflexión-. Eso es lo único que puede hacernos felices y, paradójicamente, es lo que nos condena a los peores tormentos. Amar equivale a esclavitud.

– Sólo es esclavo quien espera algo de los demás -el maestro de esgrima miró a su interlocutor hasta que aquél parpadeó, confuso-. Tal vez sea ése el error. Quien no necesita nada de nadie, permanece libre. Como Diógenes en su barril.

El pianista movió la cabeza; no estaba de acuerdo.

– Un mundo en el que no esperásemos algo de los otros sería un infierno, don Jaime… ¿Sabe usted qué es lo peor?

– Lo peor siempre es cosa muy personal. ¿Qué es lo peor para usted?

– Para mí, la ausencia de esperanza: sentir que se ha caído en la trampa y… Quiero decir que hay momentos terribles, en que parece no haber una salida.

– Hay trampas que no la tienen.

– No diga eso.

– Le recuerdo, de todas formas, que ninguna trampa tiene éxito sin la complicidad inconsciente de la víctima. Nadie obliga al ratón a buscar el queso en la ratonera.

– Pero la búsqueda del amor, de la felicidad… Yo mismo, sin ir más lejos…

Jaime Astarloa se volvió hacia su contertulio con cierta brusquedad. Sin saber muy bien por qué, lo irritaba aquella mirada melancólica, tan semejante a la de un cervatillo acosado. Sintió la tentación de ser cruel.

– Entonces ráptela, don Marcelino.

La nuez del otro subió y bajó rápidamente, tragando saliva.

– ¿A quién?

En la pregunta había alarma y desconcierto. También una súplica que el maestro de esgrima se negó a escuchar.

– Sabe perfectamente a quién me refiero. Si tanto ama a su honesta madre de familia, no se resigne a languidecer bajo el balcón el resto de su vida. Introdúzcase otra vez en la casa, échese a sus pies, sedúzcala, pisotee su virtud, arránquela de allí a la fuerza… ¡Péguele un tiro al marido, o pégueselo usted! Haga un acto heroico o haga el ridículo, pero haga algo, hombre de Dios. ¡Si apenas tiene usted cuarenta años!

Inesperada, la brutal elocuencia del maestro de armas había borrado del rostro de Romero hasta el menor indicio de vida. La sangre se le había retirado de las mejillas, y por un momento pareció que iba a darse la vuelta, echando a correr.

Yo no soy un hombre violento -balbució al cabo de un rato, como si aquello lo justificase todo.

Jaime Astarloa lo miró con dureza. Por primera vez desde que se conocían, la timidez del pianista no le inspiraba compasión, sino desdén. ¡Qué distinto habría sido todo si Adela de Otero hubiese llegado a él cuando, como Romero, contaba veinte años menos!

– No hablo de la violencia que Cárceles predica en la tertulia -dijo-. Me refiero a la que nace del coraje personal -señaló su propio pecho-. De aquí.

Romero había pasado de la turbación al recelo; se manoseó nerviosamente la chalina mientras eludía la mirada de su interlocutor.

– Estoy en contra de cualquier tipo de violencia, personal o colectiva.

– Pues yo no. Hay en ella matices muy sutiles, se lo aseguro. Una civilización que renuncia a la posibilidad de recurrir a la violencia en sus pensamientos y acciones, se destruye a sí misma. Se convierte en un rebaño de corderos, a degollar por el primero que pase. Lo mismo les ocurre a los hombres.

– ¿Y qué me dice de la Iglesia católica? Es contraria a la violencia, y se ha mantenido durante veinte siglos sin necesidad de ejercerla nunca.

– No me haga reír a estas horas, don Marcelino. Al Cristianismo lo sostuvieron las legiones de Constantino y las espadas de los cruzados. Y a la Iglesia católica, las hogueras de la Inquisición, las galeras de Lepanto y los tercios de los Habsburgo… ¿Quién espera que sostenga su causa por usted?

El pianista bajó los ojos.

– Me decepciona, don Jaime -dijo al cabo de un instante, hurgando en el suelo enarenado con la punta del bastón-. Nunca sospeché que compartiera los argumentos de Agapito Cárceles.

Yo no comparto argumentos con nadie. Entre otras cosas, el principio de igualdad que con tanto brío defiende nuestro contertulio, me trae al fresco. Y ya que menciona el tema, le diré que prefiero ser gobernado por César o Bonaparte, a quienes siempre puedo intentar asesinar si no me placen, antes que ver decidirse mis aficiones, costumbres y compañía por el voto del tendero de la esquina… El drama de nuestro siglo, don Marcelino, es la falta de genio; que sólo es comparable a la falta de coraje y a la falta de buen gusto. Sin duda, eso se debe a la ascensión irrefrenable de los tenderos de todas las esquinas de Europa.

– Según Cárceles, esos tenderos tienen los días contados -respondió Romero con un apunte de tímido rencor; el marido de su amada era un conocido comerciante de ultramarinos.

– Peor nos lo pone Cárceles, porque conocemos bien lo que ofrece como alternativa… ¿Sabe usted cuál es el problema? Nos encontramos en la última de tres generaciones que la Historia tiene el capricho de repetir de cuando en cuando. La primera necesita un Dios, y lo inventa. La segunda levanta templos a ese Dios e intenta imitarlo. Y la tercera utiliza el mármol de esos templos para construir prostíbulos donde adorar su propia codicia, su lujuria y su bajeza. Y es así como a los dioses y a los héroes los suceden siempre, inevitablemente, los mediocres, los cobardes y los imbéciles. Buenas tardes, don Marcelino.

Permaneció el maestro de esgrima apoyado en el bastón, viendo alejarse sin remordimientos la miserable figura del pianista, que caminaba con la cabeza hundida entre los hombros; sin duda camino de su desesperada ronda bajo el balcón de la calle Hortaleza. Jaime Astarloa se quedó un rato observando a los paseantes, aunque su pensamiento se hallaba absorto en la propia situación. Sabía muy bien que algunas de las cosas que le habla dicho a Romero podían serle aplicadas a él mismo, y esa certeza no lo hacía precisamente feliz. Al cabo de un rato decidió marcharse a casa. Subió por la calle Atocha, sin prisas, y entró en su botica habitual para comprar alcohol y linimento, cuya provisión empezaba a escasearle. El mancebo cojitranco lo atendió con su habitual amabilidad, preguntándole por su estado de salud.

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