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A estas alturas, maestro, usted sabe que no conozco a nadie en Madrid. A nadie más que a usted. Soy mujer, y no es cuestión de que vaya por ahí llamando a las puertas con un florete bajo el brazo…

– ¡Ni pensarlo! -la exclamación de Jaime Astarloa surgía esta vez de su propio sentido del decoro.

– ¿Lo ve? Me moriría de vergüenza.

– No es sólo eso. Don Luis de Ayala es demasiado estricto en materia de esgrima. No sé qué pensaría si una mujer… -Usted me aceptó, maestro.

– Lo ha dicho usted misma. Mi profesión es la de maestro de armas. La de don Luis de Ayala es ser marqués.

La joven soltó una breve carcajada, maliciosa y alegre.

– El primer día, cuando me visitó en casa, también dijo usted que me rechazaba por cuestión de principios…

– Se impuso mi curiosidad profesional.

Cruzaron la calle de la Princesa, pasando junto al palacio de Liria. Algunos transeúntes bien vestidos paseaban a la fresca, bajo la luz temblorosa de los faroles. Un aburrido sereno se tocó la gorra ante el calesín, creyendo que se dirigía a la residencia de los duques de Alba.

– ¡Prométame que le hablará de mí al marqués!

Jamás prometo algo que no estoy dispuesto a cumplir.

– Maestro… Voy a terminar pensando que está usted celoso.

Jaime Astarloa sintió una oleada de sofoco subirle a la cara. No podía verse el rostro, pero estaba seguro de que había enrojecido hasta las orejas. Se quedó con la boca abierta, incapaz de articular palabra, sintiendo como una extraña sensación se le anudaba en la garganta. «Tiene razón -se dijo atropelladamente-. Tiene toda la razón del mundo. Me estoy comportando como un chiquillo.» Respiró hondo, avergonzado de sí mismo, y golpeó el suelo del calesín con la contera de su bastón.

– Bueno… Lo intentaremos. Pero no le aseguro el éxito.

Batió palmas como una niña feliz, e inclinándose sobre él le apretó cálidamente una mano. Demasiado, tal vez, para tratarse de un simple capricho satisfecho. Y el maestro de esgrima pensó que Adela de Otero, sin la menor duda, era una mujer desconcertante.

Jaime Astarloa cumplió su palabra a regañadientes, abordando con mucho tacto el tema durante una sesión en casa del marqués de los Alumbres: «Joven esgrimista, ya sabe a quién me refiero, mostró usted curiosidad en cierta ocasión. A la juventud le gusta romper moldes y todo eso. Innegablemente una apasionada de nuestro arte, dotada para el asalto, buena mano, nunca me atrevería en otro caso. Si a usted le parece que…».

Luis de Ayala se acariciaba con suma complacencia el bigote engomado. No faltaría más. Gran interés por su parte.

– ¿Y dice usted que es hermosa?

Don Jaime estaba irritado consigo mismo, y se daba a todos los diablos con aquel alcahueteo que se le antojaba innoble. Por otra parte, lo que Adela de Otero había dicho en el calesín retornaba a su mente una y otra vez, con dolorosa persistencia. A sus años, era ridículo descubrir que todavía podía sentirse aguijoneado por los celos.

Las presentaciones tuvieron lugar en la galería de don Jaime cuando, dos días después, el marqués se dejó caer por allí con aire casual durante la sesión de esgrima de Adela de Otero. Se intercambiaron las cortesías de rigor y Luis de Ayala, corbata de raso malva con alfiler de brillantes, calcetines de seda bordados y bigote rizado con sumo esmero, pidió humildemente permiso para presenciar un asalto. Se apoyó en la pared con los brazos cruzados y grave expresión de conocedor en el semblante, mientras la joven, con absoluto aplomo, realizaba frente a don Jaime una de las mejores exhibiciones de esgrima que éste recordaba haber visto en un cliente. Desde su rincón, el marqués rompió a aplaudir, visiblemente encantado.

– Señora, es para mí un honor.

Los ojos violeta se clavaron en los de Ayala con tal intensidad que el aristócrata se pasó un dedo por el cuello de la camisa. Había en ellos un chispazo de desafío, de prometedora provocación. El marqués aprovechó la primera ocasión para acercarse al maestro de esgrima en un discreto aparte.

– ¡Qué mujer fascinante!

Don Jaime asistía a todo aquello con un mal humor que a duras penas lograba disimular bajo una actitud de fría profesionalidad. Cuando finalizó el asalto, Luis de Ayala se enfrascó en una prolija conversación técnica con la joven, mientras el maestro devolvía a su sitio floretes, petos y caretas. El de los Alumbres se estaba ofreciendo con exquisita galantería a acompañarla a su domicilio. Su faetón con cochero inglés aguardaba en la calle, y era un maravilloso placer ponerlo a disposición de la señora; tenían sin duda mucho que hablar de su común afición por la esgrima. Quizás le apeteciese asistir, a las nueve, al concierto en los jardines de los Campos Elíseos. La Sociedad de Profesores, dirigida por el maestro Gaztambide, interpretaba La Gazza Ladra, de Rossini, y una miscelánea de motivos de Roberto el Diablo. Adela de Otero hizo una graciosa inclinación, aceptando encantada. El ejercicio había enrojecido sus mejillas dándole un seductor aspecto.

Mientras ella se cambiaba, con la puerta cerrada esta vez, Luis de Ayala hizo extensiva la invitación a don Jaime por pura fórmula, aunque era patente que sin excesivo afán en que aceptase. Sintiéndose convidado de piedra en todo aquello, el maestro declinó y se limitó a sonreír torpemente, con muda angustia. El marqués era adversario de mucha talla, e intuyó Jaime Astarloa que había perdido su propia partida sin llegar siquiera a osar iniciarla. Se marcharon los dos del brazo, conversando animadamente, y el maestro de armas escuchó con dolorida impotencia los pasos que se alejaban por la escalera.

Anduvo por casa el resto de la jornada como un león enjaulado, dándose a todos los diablos. En una ocasión se detuvo y contempló su rostro en los espejos de la galería.

– ¿Y qué otra cosa podías esperar? -se interrogó con desprecio.

Desde el reflejo, la imagen encanecida de un anciano le hizo una mueca amarga.

Pasaron varios días. Los periódicos, amordazados por la censura, informaban entre líneas de los avatares políticos. Se decía que don Juan Prim habla obtenido permiso de Napoleón III para tomar las aguas en Vichy. Inquieto por la proximidad del conspirador, el gobierno de González Bravo hacia llegar por diversos conductos su malestar al emperador de Francia. En Londres, mientras preparaba las maletas, el conde de Reus mantenía intensas reuniones con sus correligionarios y se las ingeniaba para que diversas personalidades aflojasen la bolsa por la causa. Una revolución que no gozara del debido respaldo económico corría el riesgo de convertirse en una chapuza, y el héroe de los Castillejos, retorcido el colmillo por los anteriores fracasos, ya no estaba dispuesto más que a jugarse el tipo sobre seguro.

En Madrid, González Bravo repetía con cierto chulesco donaire las palabras pronunciadas el día de su toma de posesión en el Congreso:

– Somos un Gobierno de resistencia a la revolución; tenemos confianza en el país, y los conspiradores nos encontrarán en la brecha. Yo no presido el Consejo de Ministros, sino que está aquí la sombra del general Narváez.

Pero la difunta sombra del Espadón de Loja tenía a los revoltosos sin el menor cuidado. Viéndolas venir, los generales que antaño habían acuchillado al pueblo sin el menor reparo se pasaban ahora en masa al bando de la revolución, si bien no estaban dispuestos a dar el grito hasta que la cosa estuviese hecha. A remojo en Lequeitio, lejos del hervidero madrileño, Isabel II no las tenía todas consigo, y se apoyaba como último recurso en el general Pezuela, conde de Cheste, que acariciaba el pomo del sable mientras hacía fervientes promesas de lealtad isabelina:

– Si hay que morir defendiendo la regia cámara, se muere. Para eso estamos.

Confiando de momento en tan bizarro recurso, la prensa gubernamental procuraba tranquilizar al país con profusas gacetillas sobre la normalidad reinante. Una copla se había puesto de moda en los papeles oficialistas:

Muchos con la esperanza viven alegres, muchos son los borricos que comen verde…

Jaime Astarloa había perdido un cliente: Adela de Otero ya no acudía a las sesiones de esgrima. Se la veía por Madrid indefectiblemente escoltada por el marqués de los Alumbres, paseando por el Retiro, en calesa por el Prado, en el teatro Rossini o en un palco de la Zarzuela. Entre golpes de abanico y discretos codazos cloqueaba la buena sociedad madrileña, preguntándose quién era aquella desconocida que de tal modo le habla puesto los puntos al calavera de Ayala. Nadie supo decir de dónde había caldo, se ignoraba todo sobre su familia y no se le conocía relación social ninguna, exceptuando al de los Alumbres. Las más afiladas lenguas capitalinas pasaron un par de semanas en arduas cábalas e investigaciones, pero terminaron por declararse vencidas. Sólo pudo establecerse que la joven había llegado recientemente del extranjero y que, sin duda debido a ello, algunas de sus costumbres eran impropias de una dama.

Llegaban hasta don Jaime algunos de estos rumores, debidamente amortiguados por la distancia, y él los encajaba con el debido estoicismo. Por otra parte, su exquisita prudencia se imponía en las sesiones diarias que seguía manteniendo con Luis de Ayala. Jamás mostró curiosidad alguna por averiguar cómo transcurría la vida de la joven, y tampoco el marqués parecía inclinado a ponerlo al corriente. Tan sólo una vez, mientras ambos saboreaban la habitual copa de jerez tras un par de asaltos, el aristócrata le puso una mano en el hombro y sonrió, amistoso y confidencial:

– Maestro, le debo a usted mi felicidad.

Acogió don Jaime el comentario con la debida frialdad, y eso fue todo. Pocos días después, el maestro de esgrima recibió la segunda orden de pago firmada por Adela de Otero, en la que se le abonaban sus honorarios por las últimas semanas. Venla acompañada de una escueta esquela:

Lamento no seguir disponiendo de tiempo para continuar con nuestras interesantes sesiones de esgrima. Quiero agradecerle sus deferencias, asegurándole que guardo de usted un recuerdo inolvidable.

De mi más distinguida consideración

ADELA DE OTERO

Leyó el maestro varias veces la carta, pensativo y ceñudo. Después la dejó sobre la mesa y, cogiendo un lápiz, hizo cuentas. Tomó a continuación recado de escribir y mojó la pluma en el tintero:

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