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– Iba a contarme cómo se inició en la esgrima, maestro.

Sonrió don Jaime, agradecido, mientras imitaba con resignación el gesto de bajar la guardia.

– Cuando estaba en el Ejército. Ella lo miró con renovado interés. -¿Fue usted militar?

– Sí. Durante un breve período de mi vida.

– Debió de lucir una apuesta figura con uniforme. Todavía la tiene.

– Señora, le ruego que no tienda lazos a mi vanidad. Los viejos somos muy sensibles a ese tipo de cosas, especialmente cuando provienen de una linda joven, cuyo esposo, sin duda…

Dejó las palabras en el aire y permaneció al acecho, sin resultado. Adela de Otero se limitó a mirarlo como si aguardase a que concluyera la frase. Al cabo de un momento sacó un abanico del bolso y lo sostuvo entre los dedos, sin abrirlo. Cuando habló, la expresión de sus ojos se había endurecido.

– ¿Le parezco una linda joven?

El maestro de armas titubeó, confuso.

– Claro que sí -dijo después de un instante, con la mayor sencillez de que fue capaz. -¿Es así como me definiría ante sus amigos, en el casino? ¿Una linda joven? Se enderezó Jaime Astarloa como si hubiera recibido un insulto.

– Señora de Otero: creo mi deber comunicarle que ni frecuento el casino, ni tengo amigos. Y considero oportuno añadir que, en el improbable caso de que se diesen ambas circunstancias, jamás cometería la bajeza de pronunciar allí el nombre de una dama.

Ella lo miró largamente, como si calculase la sinceridad de sus palabras.

– De todas formas -añadió don Jaime- hace un momento usted ha calificado de apuesta mi figura, y no me ofendí. Tampoco le pregunté si me definiría así entre sus amigas, a la hora del té.

La joven rió de buena gana, y Jaime Astarloa terminó por hacer lo mismo. El abanico se deslizó hasta la alfombra, y se apresuró a recogerlo el maestro de esgrima. Lo devolvió, todavía con una rodilla en el suelo, y en aquel momento sus rostros quedaron a sólo unas pulgadas de distancia uno del otro.

– Ni tengo amigas ni tomo el té -dijo ella, y don Jaime contempló a placer los ojos violeta, que nunca antes había visto tan de cerca-. ¿Tuvo usted amigos alguna vez? Quiero decir amigos de verdad, gente en cuyas manos hubiera confiado su vida…

Se incorporó despacio. Responder a aquella pregunta no exigía ningún esfuerzo de la memoria.

– Una vez; pero no se trataba exactamente de amistad. Tuve el honor de pasar varios años junto al maestro Lucien de Montespan. Él me enseñó cuanto sé.

Adela de Otero repitió el nombre en voz baja; era evidente que le resultaba desconocido. Sonrió Jaime Astarloa.

– Por supuesto, usted es demasiado joven… -miró un momento al vacío y luego a ella-. Era el mejor. Nadie, en su tiempo, logró superarlo -meditó un momento su propia afirmación-. Absolutamente nadie.

– ¿Ejerció usted en Francia?

– Sí. Once años como maestro de armas. Regresé a España mediado el siglo, en mil ochocientos cincuenta.

Los ojos de color violeta lo miraron con fijeza, como si su propietaria experimentase cierta mórbida satisfacción sacando a la luz las nostalgias del viejo maestro de esgrima.

– Tal vez añoraba su país. Sé lo que es eso.

Jaime Astarloa tardó en responder. Se daba perfecta cuenta de que aquella joven lo estaba forzando a hablar de sí mismo, hábito al que no se inclinaba demasiado su naturaleza. Sin embargo, de Adela de Otero emanaba una extraña atracción que lo invitaba, dulce y peligrosamente, a confiarse cada vez más.

– Algo de ello hubo, sí-dijo al fin, rindiéndose a la magia de su interlocutora-. Pero en realidad se trataba de algo más… complejo. En cierto modo podría definirse como una fuga.

– ¿Fuga? No parece usted de los que huyen.

Sonrió inquieto don Jaime. Sentía aflorar tibiamente los recuerdos, y eso era más de lo que deseaba concederle a Adela de Otero.

– Hablaba en sentido figurado -pareció recapacitar-. Bueno, quizás no tanto. Después de todo, es posible que se tratase de una fuga en regla.

Ella se mordió el labio inferior, interesada.

– Tiene que contarme eso, maestro.

– Quizás más adelante, señora mía. Es posible que más adelante… En realidad, no es una historia que me haga feliz rememorar -se detuvo, como si acabase de recordar algo-. Y se equivoca usted cuando dice que no parezco de los que huyen; todos huimos alguna vez. Incluso yo.

Adela de Otero se quedó pensativa, con los labios entreabiertos, observando a don Jaime de forma que parecía tomarle medida. Después cruzó las manos sobre el regazo y lo miró con simpatía.

– Tal vez me la cuente algún día. Me refiero a su historia -hizo una pausa para observar el visible embarazo del maestro de esgrima-. No comprendo cómo alguien de su fama… No es mi intención ofenderlo… Tengo entendido que conoció tiempos mejores.

Jaime Astarloa se irguió con altivez. Quizás, como la joven acababa de decir, no había tenido intención de ofenderlo. Pero se sentía ofendido.

– Nuestro arte cae en desuso, señora -respondió, picado su amor propio-. Los lances de honor con arma blanca se hacen raros, pues la pistola es de más fácil manejo y no requiere una disciplina tan rigurosa. Por otra parte, la esgrima se ha convertido en un pasatiempo frívolo -saboreó con desprecio sus propias palabras-. Ahora la llaman sport… ¡Cómo si se tratase de hacer gimnasia en camiseta!

Ella abrió el abanico cuyo país, decorado a mano, punteaban las manchas blancas de estilizados almendros en flor.

– Usted, por supuesto, se niega a considerar de ese modo la cuestión…

– Por supuesto. Enseño un arte, y lo hago tal y como lo aprendí: con seriedad y respeto. Yo soy un clásico.

La joven hizo chasquear las varillas de nácar y movió la cabeza con aire ausente. Tal vez por su mente desfilaban imágenes que sólo ella podía ver, e interpretar.

– Usted nació tarde, don Jaime -dijo al fin, con voz neutra-… O no murió en el momento oportuno.

La miró, sin ocultar su sorpresa.

– Es curioso que diga eso.

– ¿EI qué?

– Lo de morir en el momento oportuno -el maestro de esgrima hizo un gesto evasivo, como si se disculpara por seguir vivo. El giro de la conversación parecía divertirle, pero era evidente que no bromeaba-. En este siglo y a partir de cierta edad, morir como es debido se hace cada vez más difícil.

– Me encantaría saber a qué llama usted, maestro, morir como es debido.

– No creo que lo entendiese.

– ¿Está seguro?

– No, no lo estoy. Puede que lo entendiese, pero me da lo mismo. No se trata de cosas que puedan contarse a… -¿A una mujer? -A una mujer.

Adela de Otero cerró el abanico y lo levantó despacio, hasta rozarse con él la cicatriz de la boca.

– Usted debe de ser un hombre muy solo, don Jaime.

El maestro de armas miró con fijeza a la joven. Ya no había diversión en sus ojos grises; el brillo se había vuelto opaco.

– Lo soy -su voz sonó cansada-. Pero no hago a nadie responsable. En realidad se trata de una especie de fascinación; un estado de gracia egoísta, íntimo, que sólo se obtiene montando guardia en los viejos caminos olvidados por los que nadie transita… ¿Le parezco un viejo absurdo?

Ella negó con la cabeza. Sus ojos eran ahora dulces.

– No. Simplemente estoy aterrada ante su falta de sentido práctico.

Jaime Astarloa hizo una mueca.

– Una de las muchas virtudes que me precio de no poseer, señora, es el sentido práctico de la vida. Sin duda ya se habrá dado cuenta… Mas no tengo la pretensión de hacerle creer que haya en ello un móvil moral. Limitémonos, se lo ruego, a considerar el asunto como una cuestión de pura estética.

– De la estética no se come, maestro -murmuró ella con gesto burlón, como si la inspirasen pensamientos que se guardaba de expresar en voz alta-. Le aseguro que de eso entiendo bastante.

Don Jaime se miró la punta de los escarpines sonriendo con timidez; su expresión era la de un muchacho que confesara un desliz.

– Si usted, por desgracia, entiende bastante de ello, crea que lo lamento -dijo en voz baja-. En lo que a mí respecta, déjeme decirle que, al menos, eso me permite mirarme francamente a la cara cuando me afeito ante el espejo cada mañana. Y eso, señora mía, es más de lo que pueden afirmar muchos de los hombres que conozco.

Empezaban a encenderse las primeras farolas, iluminando a trechos las calles con su luz de gas. Provistos de largas pértigas, los empleados municipales realizaban la tarea sin apresurarse demasiado, haciendo de vez en cuando alto en una taberna para saciar la sed. Todavía quedaba hacia el palacio de Oriente un rastro de claridad, sobre la que se recortaba la silueta de los tejados próximos al Teatro Real. Las ventanas, abiertas a la tibia brisa del crepúsculo, se iluminaban con la luz oscilante de los quinqués de petróleo.

Jaime Astarloa murmuró un «buenas noches» al pasar junto a un grupo de vecinos que charlaban en la esquina de la calle Bordadores, sentados a la fresca sobre sillas de enea. Por la mañana había tenido lugar en las cercanías de la Plaza Mayor una algarada de estudiantes; poca cosa, a decir de sus contertulios del café Progreso, que le habían informado del incidente. Según don Lucas, un grupo de alborotadores que gritaba «Prim, Libertad, abajo los Borbones» había sido disuelto de forma contundente por las fuerzas del orden. Por supuesto, la versión de Agapito Cárceles difería mucho de la proporcionada -inflexión desdeñosa y suspiro libertario- por el señor Rioseco, acostumbrado a buscar alborotadores donde sólo habla patriotas sedientos de justicia. Las fuerzas represivas, único sostén en que se apoyaba la vacilante monarquía de la Señora -retintín y mueca maliciosa- y su nefasta camarilla, habían, una vez más, aplastado a golpes y sablazos la sagrada causa, etcétera. El caso es que, según pudo comprobar don Jaime, alguna pareja de guardias civiles a caballo rondaba todavía por las proximidades, sombras de mal agüero bajo los acharolados tricornios.

Al llegar frente a Palacio, el maestro de esgrima observó a los alabarderos que montaban guardia, y fue a acodarse en la balaustrada que daba sobre los jardines. La Casa de Campo era una gran mancha oscura, en cuyo horizonte la noche comprimía la última débil línea de claridad azulada. Aquí y allá, como don Jaime, algunos paseantes permanecían inmóviles, contemplando el últicho estertor del día que se apagaba en aquel instante con plácida mansedumbre.

Sin saber exactamente por qué, el maestro de esgrima se sentía derivar hacia la melancolía. Por su carácter, más inclinado a recrearse en el pasado que a considerar el presente, al viejo profesor le gustaba acariciar a solas sus particulares nostalgias; pero esto solía ocurrir sin estridencias, de un modo que no le causaba amargura alguna sino que, por el contrario, lo instalaba en un estado de placentera ensoñación que podría definirse como agridulce. Se recreaba en ello de forma consciente, y cuando por azar resolvía dar forma concreta a sus divagaciones, solía resumirlas como su escaso equipaje personal, la única riqueza que había sido capaz de atesorar en su vida, que bajaría con él a la tumba, extinguiéndose a la par que su espíritu. Se encerraba en ella todo un universo, una vida de sensaciones y recuerdos cuidadosamente conservados. Sobre aquello fiaba Jaime Astarloa para conservar lo que él definía como serenidad: la paz del alma, el único atisbo de sabiduría a que la imperfección humana podía aspirar. La vida entera ante sus ojos, mansa, ancha y ya definitiva; tan poco sujeta a incertidumbres como un río en el curso final hacia su desembocadura. Y, sin embargo, había bastado la aparición casual de unos ojos violeta para que la fragilidad de aquella paz interior se manifestara en toda su inquietante naturaleza.

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