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Ella echó hacia atrás la cabeza y soltó una carcajada de inmensa alegría, como chiquilla que hubiese llevado a cabo una magnífica travesura. Sus mejillas estaban rojas por el esfuerzo realizado y había minúsculas gotitas de transpiración sobre su labio superior. También sus pestañas parecían húmedas, y por la mente de don Jaime cruzó la idea -de inmediato alejada- de que esa debía de ser su expresión después de hacer el amor.

– No se enfade conmigo, maestro -la voz y el semblante habían, en efecto, cambiado por completo; estaban ahora llenos de dulzura, confiriéndole un meloso encanto, una cálida belleza. La respiración todavía entrecortada agitaba su pecho bajo el peto de esgrima-. Sólo pretendía demostrarle que no hay razón para que se muestre paternal. Cuando tengo un florete en la mano, detesto los miramientos que suelen dedicarse a una mujer. Como ha podido comprobar, soy muy capaz de dar buenas estocadas -añadió con tono en que el maestro creyó percibir un remoto eco de amenaza-. Y una estocada es una estocada… venga de quien venga.

Jaime Astarloa no tuvo más remedio que inclinarse ante el argumento:

– En tal caso, señora, soy yo quien ruega acepte mis disculpas.

Ella saludó a su vez con extremada gracia.

– Las acepto, maestro -el cabello recogido en la nuca se le había descompuesto un poco, y un negro mechón le caía sobre los hombros; levantó los brazos y volvió a sujetarlo con el pasador de nácar-. ¿Podemos continuar?

Asintió don Jaime, recogiendo el florete del suelo y entregándoselo. Estaba admirado del temple de aquella joven; durante el asalto, el botón metálico que protegía la punta de su arma le había rozado peligrosamente el rostro, varias veces, sin que ella se mostrase temerosa o preocupada en ningún momento.

Ahora deberíamos usar las caretas -dijo él. Y Adela de Otero se mostró de acuerdo. Ambos se calaron las máscaras protectoras, y se pusieron en guardia. Lamentó don Jaime que la rejilla metálica velase casi por completo las facciones de la joven. Podía percibir, sin embargo, el brillo de sus ojos y la blanca línea de los dientes cuando ella dejaba de apretar los labios y respiraba hondo durante un instante para después tirarse a fondo. Esta vez, el ejercicio transcurrió sin incidentes; la joven se batía con absoluta serenidad, marcando los tiempos de forma impecable, con gran precisión de movimientos. Aunque en ninguna ocasión logró tocar a su oponente, éste hubo de recurrir a toda su ciencia para esquivar un par de estocadas que, sin duda, habrían alcanzado su objetivo contra alguien menos diestro que él. Mientras el metálico crepitar de los floretes llenaba la galería, pensó el viejo profesor que Adela de Otero estaba a la altura de cualquiera de los más dignos esgrimistas que conocía. Por su parte, aún sin ceñirse a los deseos de la joven, Jaime Astarloa se habría visto obligado finalmente a encarar en serio los asaltos. En dos ocasiones estuvo forzado a tocar a su oponente para no ser tocado. En total, Adela de Otero encajó aquella tarde cinco botonazos sobre el peto; lo que no era demasiado, habida cuenta de la calidad de su veterano adversario.

Cuando el reloj dio las seis campanadas se detuvieron ambos, sofocados por el calor y el esfuerzo. Ella se quitó la careta, enjugándose el sudor con una toalla que don Jaime puso a su disposición. Después lo miró con ojos interrogantes, aguardando el veredicto.

El maestro sonreía.

Jamás lo hubiera imaginado -confesó con franqueza, y la joven entornó satisfecha los párpados, como una gata al recibir una caricia-. ¿Hace mucho tiempo que practica la esgrima?

– Desde los dieciocho años -don Jaime intentó calcular mentalmente su edad a partir de aquel dato, y ella adivinó su intención-. Ahora tengo veintisiete.

El maestro hizo un gesto de galante sorpresa, dando a entender que la había creído más joven.

– Me tiene sin cuidado -dijo ella-. Siempre he considerado una estupidez ir ocultando la edad, o pretender aparentar menos años de los que se tienen. Renegar de la edad es renegar de la propia vida.

– Sabia filosofía.

– Sólo sensatez, maestro. Sólo sensatez.

– No es ésa una cualidad muy femenina -sonrió él.

– Le sorprendería saber la cantidad de cualidades femeninas de las que carezco.

Llamaron a la puerta, y Adela de Otero hizo un mohín de disgusto.

– Debe de ser Lucía. Le dije que viniese a recogerme pasada una hora.

Don Jaime se disculpó y acudió a abrir. Era, en efecto, la doncella. Cuando volvió a la galería, la joven ya estaba cambiándose en el vestidor. Había vuelto a dejar la puerta entornada.

Devolvió el maestro los floretes a sus panoplias y recogió las caretas del suelo. Cuando Adela de Otero apareció de nuevo, vestía otra vez de muselina y se cepillaba el cabello mientras sostenía el pasador de nácar entre los dientes. Tenía el pelo largo, bastante más abajo de los hombros, muy negro y cuidado.

– ¿Cuándo me enseñará su estocada?

Jaime Astarloa hubo de reconocer que aquella mujer tenía derecho a aprender el golpe de los doscientos escudos.

– Pasado mañana a la misma hora -dijo-. Mis servicios incluyen aprender a tirar la estocada y también cómo pararla. Con su experiencia, bastarán dos o tres lecciones para que la domine por completo.

Ella pareció satisfecha.

– Creo que me gustará practicar con usted, don Jaime -dijo en tono desenvuelto, como de espontánea confidencia-. Supone un placer batirse con alguien tan… encantadora-mente clásico. Es evidente que pertenece a la antigua escuela de esgrima francesa: cuerpo derecho, pierna tendida y tirarse a fondo sólo cuando es preciso. Ya no se encuentran muchos tiradores de su estilo.

– Por desgracia, señora mía. Por desgracia.

– He observado también -añadió ella- que posee usted una cualidad especial en un esgrimista… Eso que los expertos llaman… ¿Cómo se dice? Sentiment du fer. ¿No es cierto? Según parece, sólo lo poseen los tiradores de talento.

Hizo don Jaime un vago gesto afirmativo, quitándole importancia al asunto; aunque en el fondo estaba halagado por la perspicacia de la joven.

– No es sino fruto de un largo trabajo -respondió-. Esa cualidad consiste en una especie de sexto sentido, que permite prolongar hasta la punta del arma la sensibilidad táctil de los dedos que sostienen el florete… Es un instinto especial que advierte de las intenciones del adversario y permite, a veces, prever sus movimientos una pequeña fracción de tiempo antes de que se produzcan.

– También me gustaría aprender eso -dijo la joven.

– Imposible. Eso ya es sólo cuestión de práctica. No hay en ello ningún secreto; nada que pueda adquirirse con dinero. Para tenerlo, es necesaria toda una vida. Una vida como la mía.

Ella pareció recordar algo.

– Respecto a sus honorarios -dijo- quisiera saber si prefiere usted metálico o una orden de pago contra cualquier sociedad bancaria. El Banco de Italia, por ejemplo. Una vez aprendida la estocada, tengo interés en seguir tirando con usted durante algún tiempo.

El maestro protestó cortésmente. Habida cuenta de las circunstancias, suponía un placer ofrecerle sus servicios a la señora sin compensación alguna, etcétera. Así que resultaba improcedente hablar de dinero.

Ella lo miró con frialdad y puso en su conocimiento que utilizaba los servicios profesionales de un maestro de esgrima, y como tal habían de ser abonados. Después, dando por zanjado el asunto, se recogió el cabello sobre la nuca con un movimiento tan rápido como preciso, sujetándolo con el pasador.

Jaime Astarloa se puso la casaca y acompañó a su nueva cliente hasta el estudio. La doncella aguardaba en la escalera, pero Adela de Otero no parecía tener prisa en marcharse. Pidió un vaso de agua y se demoró un rato observando con descarada curiosidad los títulos de los libros alineados en los estantes.

– Daría mi mejor florete por saber quién fue su maestro de esgrima, señora de Otero.

– ¿Y cuál es su mejor florete? -preguntó ella sin volver la cabeza, mientras pasaba delicadamente un dedo por el lomo de unas Memorias de Talleyrand.

– Una hoja milanesa, forjada por D'Arcadi.

La joven frunció los labios como valorando, divertida, la cuestión.

– La oferta es tentadora, pero la rechazo. Si una mujer quiere conservar algo de su atractivo, es preciso que se rodee de un poquito de misterio. Limitémonos a considerar que el mío era un buen maestro.

– Lo he podido observar. Y usted resultó aventajada alumna.

– Gracias.

– Es la pura verdad. De todas formas, si me permite aventurar un juicio, me atreverla a jurar que era italiano. Algunos de sus movimientos son característicos de tan honorable escuela.

Adela de Otero se llevó dulcemente un dedo a los labios.

– Hablaremos de eso otro día, maestro -dijo en voz baja, con el tono de quien comparte un secreto. Miró a su alrededor e indicó el sofá con un gesto-. ¿Puedo sentarme? -Se lo ruego.

Se dejó caer sobre la gastada piel color tabaco con suave crujido de faldas. Jaime Astarloa permaneció en pie, sintiéndose vagamente incómodo. -¿Dónde se inició usted en la esgrima, maestro? El viejo profesor la miró, socarrón.

– Me encanta su desparpajo, señora mía. Se niega a ilustrarme sobre su joven vida, y acto seguido me interroga a mí… Eso no es justo. Ella le dedicó una seductora sonrisa.

– Nunca se es lo bastante injusta con los hombres, don Jaime. -Ésa es una respuesta cruel. -Y sincera.

El maestro de esgrima miró pensativo a la joven.

– Doña Adela -dijo al cabo de un instante, repentinamente serio, con una sencillez tan abrumadora que situaba sus palabras muy lejos de cualquier cortés fanfarronada-. Daría cualquier cosa por enviarle una tarjeta y mis padrinos al hombre que puso en sus labios tan amarga reflexión.

Ella lo miró, divertida al principio y gratamente sorprendida después, cuando pareció comprender que su interlocutor no bromeaba. Estuvo a punto de decir algo y se detuvo con los labios entreabiertos, complacida, como saboreando lo que acababa de escuchar.

– Ése es -dijo al cabo de un momento- el más galante requiebro que he oído en mi vida.

Jaime Astarloa se apoyó en el respaldo de un sillón. Tenla fruncido el ceño y reflexionaba, algo azorado. Lo cierto es que no había sido su intención parecer galante, limitándose a comentar en voz alta un sentimiento. Ahora temía haberse expresado de forma ridícula. A sus años.

Ella se dio cuenta del embarazo y, acudiendo en su ayuda, volvió con naturalidad al tema inicial de la conversación.

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