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Y así. Cuando se sueltan la mano, el Matemático, aprovechando el semáforo favorable, cruza la esquina en diagonal, en dirección a la plaza, bajo la mirada inexpresiva, casi indolente de Leto que, indeciso, no se resuelve a continuar. El cuerpo alto, bronceado y atlético del Matemático, cubierto por la camisa blanca, los pantalones blancos deslumbrantes que han motivado en su dueño una servidumbre pasajera, los mocasines blancos de los que Leto no sabe que han sido comprados el mes antes en Florencia y que, colmo del rebuscamiento en su exceso de simplicidad, usa sin medias, la cabeza rubia, el conjunto tan estereotipado según el ideal estético de la década que un publicitario razonable lo hubiese desterrado de un afiche de propaganda por temor de que su perfección exagerada, produciendo un efecto de rechazo, haga bajar las ventas de la mercancía que hubiese debido promover, el Matemático en una palabra, ¿no?, o en dos para ser más exactos, deja atrás la calle, y subiendo a la plaza, y siempre en diagonal, se aleja de la esquina por el sendero rojo, de ladrillo molido, entre los canteros verdes de los que se yerguen, resaltando contra el cielo azul, sin una sola nube, y en un paisaje de edificios públicos de una cuadra de largo y tres o cuatro pisos de altura, naranjos amargos, gomeros, palos borrachos y palmeras. Leto lo sigue con la mirada, más indolente que atenta, y sin ciarse cuenta, con ese estrato del pensamiento que bajo capas de rumiación arcaica y de delirio, está siempre abocado a lo esencial, indisolublemente unido, como se dice, al espejeo insondable y vistoso de lo exterior, lo ve perderse en la irrealidad de la mañana, en la sustancia traslúcida de espacio y de tiempo que, a cada paso, se lo traga y lo devuelve, una y otra vez. con un ritmo imperceptible, en una aglomeración insensata aunque estable de radiaciones, más improbable y extraño a medida que se aleja, achicándose gradual, fluctuación densa que revela, y en seguida vuelve a borrar, la luz del día. Pero cuando está llegando al centro de la plaza, un conocido, que viene en sentido opuesto, lo intercepta y se ponen a conversar. Desde la distancia a Leto le parece adivinar la charla de la que no le llegan, sin embargo, más que algunos ademanes vagos, y dos o tres movimientos de cabeza. Tiene la impresión de oír otra vez la ristra de ciudades y las imágenes que acompañan a cada una -París, una lluvia inesperada; Londres, un problema de alojamiento y unos manuscritos en el Museo Británico; Varsovia, no dejaron nada; Bruselas, por el censo de Belén; la Rochelle, blanca y centelleante, etc., etc.- y, satisfecho de representarse otra vez la imagen blanca, que había estado perdiendo realidad, recuperando, gracias a un diálogo imaginario y convencional, una familiaridad un poco más humana, empieza a cruzar la transversal.

La misma ausencia de necesidad que, unos cincuenta y cinco minutos antes, en números redondos, lo ha incitado a bajar del colectivo y, en vez de irse para el trabajo, ponerse a caminar por San Martín, lo induce ahora a continuar, aunque a su decisión contribuye el temor de que, habiéndole afirmado al Matemático su intención de seguir derecho, la figura blanca que discurre en el centro de la plaza con un conocido, no se dé vuelta y, viéndolo todavía parado en la esquina, perdiendo el tiempo o indeciso sobre qué dirección tomar, no sospeche que su afirmación era un simple pretexto para desembarazarse de ella. Pero cuando llega a la vereda de enfrente, esa aprensión desaparece. El cumpleaños de Washington, los mosquitos, el caballo de Noca, la mesa tendida bajo el quincho imaginario, persistentes y cambiantes a la vez, que desfilan en un orden complejo que les es propio, constituyen ahora un fajo de recuerdos más intensos, significativos, y no obstante más enigmáticos, podría decirse, que muchos otros que, por provenir de su propia experiencia, deberían ser más fuertes y más inmediatamente presentes en su memoria. Y sus distracciones pasajeras, la opacidad de ciertas alusiones, al parecer evidentes para Tomatis y para el Matemático, en lugar de diluir esas imágenes, las vuelven más nítidas, del mismo modo que una hendija, obligando a un rayo de luz a pasar por su abertura estrecha, contribuye, gracias a la concentración y a la oscuridad, a desplegar mejor su riqueza. Sin advertir su aspecto fabuloso, Leto los examina, los hace durar -o acepta, pasivo, su persistencia- en el círculo blanco de la atención, del mismo modo que un viajero, proyectando las imágenes artificiales de su desplazamiento reciente, tratando de poseer todo lo que ha escapado a su experiencia en el momento en que las sacó, se demora un poco estudiando, más que en las otras, los detalles de algunas de sus diapositivas. La mañana entera, con su cuerpo incluso que la atraviesa desplazándose sobre las baldosas grises, y el yo impalpable y ubicuo que lleva adentro, desaparecen detrás de las imágenes que, ya casi definitivas, son, aunque vengan de la memoria, intemporales, y más indestructibles, podría decirse, que el aliento y la carne que las contienen. En todo caso, ya están entretejidas con ellos, a pesar de que provienen de ese hálito impalpable, articulado y sonoro que, durante varias cuadras, ha venido a diseminarse en la transparencia exterior a través de los dientes blancos y regulares y de los labios bien delineados, como los de un superhéroe de historietas, del Matemático. Hasta la muerte, ciertas asociaciones, con mayor o menor fuerza, las harán volver, tan dependientes las unas de las otras que a partir de cierto momento ya no sabrá que es lo que ha recibido primero, sí la imagen o la asociación, y en algunos casos, prueba de lo indisolublemente unidas, como se dice, que están, actuarán una sobre la otra sin siquiera llegar a la conciencia, en forma de brillos fugaces, de latidos, de amagos sin nombre y sin figura que arrugarán un poco los pliegues, por usar alguna palabra, de su ser -su ser, ¿no?, o sea lo inconcebible hecho presencia continua, grumo sensible atrapado en algo sin nombre, como en un remolino lento del que formase también parte, espiral de energía y sustancia que es al mismo tiempo el vientre que lo engendró y el cuchillo, ni amigo ni enemigo, que lo desgarra.

Leto mira otra vez hacia la plaza. La figura blanca conversa, dominando a su interlocutor por una cabeza por lo menos, con ademanes lejanos y pausados, y como forma parte de un conjunto amable y florecido, los canteros de la plaza, el sol de primavera, los árboles y el cielo azul, Leto piensa que con seguridad será agradable volver a ver al Matemático y conversar con él, menos por el Matemático en sí que por la mañana entera en la que está incluido y que ya forma parte de su vida, pero a decir verdad, en los años que vendrán, apenas si estarán juntos dos o tres veces, en algunas reuniones en las que intercambiarán unas pocas palabras y, cuando se encuentren en la calle, se limitarán a cruzar un saludo, cortés sin duda, pero sin pararse a conversar -y todos esos encuentros, muy esporádicos y cada vez más espaciados. Poco a poco Leto irá dejando su trabajo, cada vez más implicado en la militancia política, en grupos cada vez más radicalizados, hasta que pasará a la clandestinidad, y del Leto habitual, salvo dos o tres reapariciones fugaces, no quedará ningún rastro, excepto para algunos amigos íntimos como Tomatis, Barco, el Gato Garay, a los que irá a visitar de tanto en tanto, siempre de un modo inesperado y fugaz, no para discutir de política, sino para estar un rato con personas a las que lo unen, no meramente principios, sino, para decirlo de nuevo, experiencias comunes y recuerdos, ya que se puede muy bien querer luchar contra la misma opresión, incluso con los mismos principios, pero por razones diferentes. Al principio dejará el trabajo -Isabel terminará casándose con Lopecito-, después su casa, después la ciudad, el país más tarde, yendo y viniendo de Europa a Cuba, a Medio Oriente, al África, a Vietnam, y por último la existencia entera, para entrar en esa clandestinidad tan rigurosa y secreta, la de los muertos. Durante dieciséis o diecisiete años irá hundiéndose en un orden regido por normas tan estrictas, tan especiales, tan organizadas en circuito cerrado que, aunque elaboradas para constituir una asociación de personas cuyo fin es modificar la realidad, lo harán pasar a una irrealidad tan grande que, detrás de la máscara impenetrable, como se dice, en que se irá transformando su cara, o bajo los disfraces diversos que irá adoptando para entrar y salir, como un actor que interpreta varios papeles de segundo orden en una misma comedia, en la vida ordinaria, detrás de la máscara impenetrable, decíamos, ¿no?, o decía mejor, como decía nomás hace un momento, un servidor, no irá quedando, después de la cólera, la fe, la duda, el arrojo, más que la obstinación sardónica, ni siquiera autocompasiva, de quien, enceguecido por una lluvia torrencial, como se dice, o por una serie ininterrumpida de explosiones, corre en línea recta, sin importarle, y tal vez sin siquiera plantearse el problema, si en la dirección en que corre lo espera un reparo o un precipicio. De todos modos, y a partir de cierto momento, llevará siempre, dondequiera que vaya, una pastilla de veneno, bien guardada contra su cuerpo en alguno de sus bolsillos, y de vez en cuando la observará para recordar no que es mortal, sino soberano. Estimando el peso de las cosas, se dirá con una satisfacción gélida que, puesto en el platillo de una balanza contra el redondelito encerrado en una cápsula de plástico en el otro, el universo entero no pesaría nada, y que ese redondelito sería capaz de soliviantar la carga sin medida de lo visible y hacerla desaparecer de un modo súbito y silencioso, a pesar de su apariencia irisada, como a una pompa de jabón. Pero todo eso irá viniendo poco a poco, bajo capas sucesivas de incertidumbre, de violencia y de decepción. A partir de cierto momento, en los últimos dos o tres años, no le quedará más que el silencio, la obstinación sardónica por dentro, y la pastilla. Después de comprobar que el universo entero es inconsistente y fútil, la pastilla, ocupando su lugar, se volverá el objeto único. Habiéndose dado cuenta al cabo de quince años que luchar a ciegas contra la opresión puede engendrar más opresión en lugar de acabar con ella, del mismo modo que ciertos métodos para combatir un incendio contribuyen más bien a acrecentar la fuerza de las llamas, y habiendo llegado demasiado lejos como para dar marcha atrás, empezará a confiar, no en estrategias, ni en organizaciones, ni en sacudimientos históricos, como los llaman, ni siquiera en su propia ametralladora, sino únicamente en la pastilla, en su pastilla, como quien podría decir, como se dice, en su sexto sentido o en su buena estrella. Como otros piensan en su cuenta bancada bien provista ante las dificultades, él pensará en su pastilla. Después de varios años, su aspecto físico cambiará bastante: el pelo revuelto en su cabeza irá haciéndose más raro y gris, de modo que la frente se volverá mucho más amplia y llena de arrugas; para desembarazarse de los anteojos, se pondrá lentes de contacto y se dejará crecer un bigote espeso y sedoso, grisáceo, que caerá curvo y afinándose sobre las comisuras, y a pesar de sus hombros estrechos, casi frágiles, y de sus piernas también estrechas y un poco torcidas, una especie de grosor apelotonado ensanchará su cuerpo a la altura del vientre, tal vez en razón de que, habiendo decidido no tomar más alcohol para no perder la lucidez ni los reflejos, padecerá, buscando su sustitución, de un gusto inmoderado, como se dice, por las gaseosas, las masas, los helados, el chocolate y los caramelos. El cambio será tan grande que, después de varios años de no haberlo visto, Barco, a quien una mañana vendrá a pedirle la llave del departamento de Tomatis, que en esos momentos andará paseando por Europa, Barco, decíamos, o decía, mejor, ¿no?, como decía, un servidor, viéndolo surgir de entre capas sucesivas y gris verdosas de lluvia matinal, no logrará reconocerlo hasta varios minutos más tarde, después de haber oído su voz, un poco ronca por los cigarrillos que encenderá para ese entonces uno con la brasa del otro, y de evocar algunas experiencias comunes. En realidad, la sacrosanta pastilla se la darán como una obligación más, envolviéndosela en discursos edificantes en los que las palabras sacrificio, causa, victoria y pueblo sobresaldrían de lejos en cualquier análisis de frecuencia lexical, pero él, de un modo secreto incluso para él mismo en los primeros tiempos, la recibirá como una promesa, un privilegio, un abracadabra. Un poco más tarde, ya empezará a blandiría interiormente, no como una prueba de omnipotencia ante sus enemigos, sino como una razón de burla y de desprecio, detrás de su cara impasible, ante sus propios aliados. Si por casualidad se encuentra en una reunión en la que, una vez más, no estará de acuerdo con ninguna de las decisiones que se tomarán, se descubrirá pensando, un poco crispado y sardónico: "Hablen nomás todo lo que quieran, que yo tengo la pastilla". Será como su bomba nuclear portátil, su arma absoluta. En varios momentos de peligro, después de verificar que se ha tratado de una falsa alarma, caerá en la cuenta de que, en tanto sus compañeros habrán llevado instintivamente las manos a las armas, él habrá palpado la pastilla primero y recién se habrá ocupado del arma un par de segundos más tarde. Espacio, tiempo, historia y materia sumida en sí misma, él aprenderá a mantenerlos a raya y como en suspenso con su dichosa pastilla. "A nadie le gusta pasar de sujeto a objeto", se dirá más de una vez, riéndose un poco en su fuero interno, puesto que para el exterior no perderá nunca más su impasibilidad hasta tal punto que sus pares -después de tantos años de peligros y violencias habrá adquirido el grado de comandante-, sus jefes inmediatos, hubiesen desconfiado de él de no haber verificado como lo harán todos los días su disciplina y su indiferencia ante el peligro. "A nadie le gusta pasar de sujeto a objeto", se dirá, decíamos, o decía, ¿no?, un servidor, como decía, "a nadie le gusta pasar de sujeto a objeto, pero con la pastilla, ¿eh?, con la pastilla qué es lo que se anula de entre los dos está todavía por discutirse". No estará lejos de pensar que, así como el big bang inaugura la creación, el clac casi inaudible de sus mandíbulas al cerrarse y de sus dientes superiores al chocar contra los inferiores para morder la pastilla la clausurará de manera definitiva. Unos meses antes de ese clac, irá a visitar a Tomatis a la casa de su madre, en la que Tomatis se habrá refugiado después de su tercer divorcio. En esos tiempos Tomatis estará sufriendo de eso a lo que los individuos que llaman psiquiatras llaman una depresión, de la que unos meses más tarde ya habrá salido a flote, pero que en los días en que Leto lo visitará estará en lo que esos mismos individuos hubiesen llamado su fase crítica. Tomatis se pasará el día entero, haciéndose servir por su hermana, encantada después de todo de tenerlo otra vez en casa, sentado en un sillón de la sala mirando la televisión desde mediodía hasta las dos o tres de la mañana, con una damajuana de vino de Caroya a un costado del sillón, en el suelo, y un vaso y un recipiente para hielo de plástico verde, a lunares blancos, en forma de manzana, con un cabito en forma de tallo para retirar la tapa sobre una mesita. Desde el dormitorio, su madre, ciega y un poco senil, como ya no se levantará de la cama, lo llamará de tanto en tanto para darle un beso, llamarlo nene, como cuando era chico, y lloriquear un poco. Será pleno verano. Desde un poco antes de Navidad, Tomatis se habrá instalado en la casa, durmiendo, gracias a la absorción meticulosa de somníferos y tranquilizantes, en el cuarto de la terraza, que su hermana había debido limpiar porque se habrá transformado en desván. Cada madrugada, cuando las sombras electrónicas, los simulacros de colores chillones, los petimetres y las muñecas Barbie miniaturizados de las series industriales americanas, interrumpidos cada cinco minutos por los cartones publicitarios concebidos por y para retardados, las propagandas del ejército invitando a los jóvenes sin trabajo a integrar sus bandas de homicidas y de torturadores para salvar la patria del cáncer de la subversión, cada madrugada, ¿no?, en la oscuridad ardiente y sucia de una pestilencia, podría decirse, de tumba anónima y de fracaso, Tomatis subirá, jadeante y un poco embrutecido por el vino de Caroya, los somníferos y los tranquilizantes, para ir a desplomarse sobre el mismo colchón en el que, veinte años antes, habrá pensado cada noche, con entusiasmo y delicia, en las fiestas carnales y en la gloria. Sin desembrutecerse del todo, se despertará cada mañana cerca de mediodía, y después de tomar unos mates en la terraza, a la sombra, volverá a sentarse, con un platito de fiambre y unos tomates, la damajuana y el recipiente para el hielo, ante el aparato de televisión, levantándose de tanto en tanto para ir a orinar, o para recibir un beso indeciso de su madre, que lo llamará nene otra vez como cuando era chico, y le palpará las mejillas ya rugosas y cubiertas por una barba dura y veteada de gris de por lo menos tres o cuatro días. Las sombras de colores desfilarán ante sus ojos inexpresivos, que a veces se entrecerrarán un poco tratando de entender los chistes insípidos de los cómicos de tercer orden, inaudibles a causa de las risas y de los aplausos pregrabados. Poniendo el sillón entre dos puertas abiertas para aprovechar alguna inexistente corriente de aire, con un calzoncillo y unas alpargatas viejas usadas como chancletas por toda vestimenta, desde mediodía hasta las dos o tres de la mañana, verá pasar sucesivamente, perdiendo a veces el hilo de las ficciones y a veces sin siquiera fijar los ojos en la pantalla, las informaciones, las series educativas, policiales o del oeste, los programas infantiles, los teleteatros, los cuentistas criollos, los programas destinados a las amas de casa, hurgándose la nariz de tanto en tanto, haciendo una bolita blanda y oscura con su pedazo de moco y dejándola caer debajo del sillón. De tanto en tanto, tendrá algún sobresalto de rebeldía: "Si te la pongo bien dura en la boca", le dirá mentalmente a la animadora del programa infantil, que se obstinará en hablar con voz aflautada y pueril, como se supone que debe hablársele a las criaturas, "si te la pongo bien dura en la boca, ya vas a ver cómo dejas de hacerte la nena". Y de tanto en tanto, a la propaganda gubernamental, en voz alta, pero con un odio un poco desleído, incorporándose algo y agarrándose con las manos el bulto fláccido de los genitales: Sí, esto. Esto, pero, desplomándose otra vez, espiará en dirección a la cocina por temor de que su hermana, convencida de que él estará pasando las vacaciones más descansadas de los últimos años, no se haya sentido ultrajada por la grosería.

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