– Veo que el crédito del Botón ése es de lo más fluctuante -dice Leto, un poco irritado por las continuas correcciones que debe aplicar a su concepción global de Botón y por el sentimiento, que no lo abandona, de haber dejado escapar lo esencial del relato del Matemático.
– Tiene el corazón grande como una casa. Desgraciadamente, ese tamaño puede parecer a veces inversamente proporcional a sus facultades intelectuales -dice el Matemático, en forma al mismo tiempo severa y cariñosa.
– ¿Y no será también un poco…? -dice Leto.
El Matemático lanza una carcajada corta y resignada para mostrar que, aun a la defensiva, está dispuesto a ir hasta el fondo de las cosas.
– ¿Mentiroso? -dice.
Haciendo un gesto vago con los labios y también con los hombros, entrecerrando un poco los ojos y adoptando una expresión enigmática y ambigua, Leto se abstiene de responder, de modo que el Matemático expone su punto de vista: si el adjetivo incluye la más vaga sombra de juicio moral, él lo rechaza de antemano y con energía. En cambio -y aquí el timbre del Matemático se vuelve un poco aflautado, como se dice, su tono benévolo y su ritmo cantarino, como saben también decir- si se quiere significar que, propenso a la fantasía, demasiado sensible como para soportar la realidad que es siempre amarga, bienintencionado hasta el punto de presentar los hechos desde el ángulo que más gustará, tranquilizará y envanecerá a su interlocutor, de formación, ay, deficiente, y de cultura, segundo ay, a decir verdad un poco restringida, y una capacidad para el razonamiento más bien exigua, sin contar su ingestión inmoderada de ginebra que no contribuye precisamente a un esclarecimiento de sus ideas, y sobre todo que no permite ninguna certidumbre respecto de los hechos de los que es testigo ocular o incluso protagonista, si se tienen en cuenta todos esos parámetros, resume el Matemático, podría decirse que una afirmación de Botón, cualquiera sea su contenido, se presenta a priori como ligeramente problemática. Dicho esto él, el Matemático, ¿no?, no es el único dispuesto a pensar que esa ingenuidad y esa sencillez, son, entre todas sus características, las que lo hacen a Botón de lo más querible. No es para nada el caso de Noca -o tal vez en la misma fase- a quien se lo puede considerar como un virtuoso en todas las variantes o géneros; e irguiendo los dedos de la mano izquierda, plegados contra la palma, uno por uno, para cifrar su enumeración, el Matemático salmodia: exageración, omisiones, perjurio, fabulación, afirmaciones contradictorias -y habiendo empleado todos los dedos, los pliega a todos otra vez contra la palma, menos el pulgar, sobre el que recae la sexta variante -calumnia- de actitudes que atentan contra la verdad, y después continúa irguiendo los dedos uno a uno: alucinación, deformación sistemática por oscuras razones comerciales, intriga, errores groseros de apreciación, mitomanía morbosa, etc., etc., dice el Matemático, dejando de enumerar y empezando a sacudir, con movimientos circulares, las dos manos en el aire, para indicar la infinitud probable de las variantes de no verdad imputables a Noca.
Y después hace, como se dice, silencio, y deja caer los brazos a lo largo de su cuerpo. Sentados en el umbral de una puerta dos chicos, de siete u ocho años, recorren con los ojos un espacio impreciso que se encuentra en la vereda de enfrente, al que parecen otorgarle tanta importancia que Leto dirige hacia él la mirada, sin descubrir nada, lo mismo que el Matemático que no ha visto todavía a los chicos pero que, intrigado por la mirada curiosa de Leto, pasea la suya por el mismo espacio sin ver otra cosa que las casas de la vereda de enfrente, de una o dos plantas, y la vereda gris sobre las que da de lleno el sol matinal. Tan abstraídos están los dos chicos que, observa Leto, ni siquiera los ven aproximarse y ni notan cuando pasan a su lado, ni a ellos ni a la otra gente que anda por las veredas, ya que la proximidad del barrio administrativo genera un poco más de movimiento en las calles. Justamente, el Matemático reconoce, y es reconocido por, dos tipos jóvenes que avanzan en sentido contrario por la vereda de enfrente, de modo que intercambian, a través de la calle en la que en el mismo momento se cruzan dos autos, un saludo rápido, consistente en alzar el brazo, sacudir un poco la cabeza, y sonreír de un modo vago, reconocimiento pasajero que se desvanece en el espacio soleado con la misma rapidez con que se produce, a tal punto que Leto, como ninguna fórmula verbal lo acompaña, ni siquiera lo percibe, intrigado como está por la mirada vaga y sin embargo atenta de los chicos. Pero cuando pasan junto a ellos y los dejan atrás, y oye el diálogo que intercambian – Veo veo. Qué ve. Una cosa. Qué cosa. Maravillosa. Qué color - comprende de golpe la atención extrema de los chicos. Hubiese querido oír también el color de la cosa, para tratar de adivinar, en algún punto del espacio, de qué cosa se trata, pero ya se han alejado demasiado de los chicos, sobretodo que el que debe dar el indicio del color demora un poco, tal vez de modo deliberado, para disimular la dirección de su propia mirada y, desorientando al que debe encontrar el objeto elegido, espesar un poco más el enigma. "Veo veo. Qué ve. Una cosa. Qué cosa. Maravillosa Qué color", piensa Leto y, con un desencanto no exento de puerilidad, no puede abstenerse de mirar otra vez la vereda de enfrente, motivando una nueva mirada infructuosa del Matemático que, como distraído por su saludo no ha prestado atención al diálogo, acaba impacientándose ligeramente. Adrede, Leto no le da ninguna explicación. La famosa frase de Washington, que el Matemático ha debido referirle en el momento en que se llevaba por delante el cordón, en el caso de que los sobreentendidos entre el Matemático y Tomatis pudiesen haber sido una maniobra para dejarlo fuera de cierta aura en cuyo interior se transita con comodidad del trivium al cuadrivium, como diría el Matemático, esa famosa frase que, no deja de sospechar Leto, tal vez Washington nunca pronunció, lo autoriza a dejar sin explicación el interés insistente de su mirada por un fragmento impreciso del espacio en la vereda de enfrente, movido, como se dice, por un capricho infantil al que lo incita, no se sabe bien por qué, alguno de los pliegues de su así llamada alma -ente problemático si los hay, como se dice, y del que un servidor, hace un momento, ¿no?, decía parecerle que es, no cristalina, sino pantanosa. Y en ese clima de contrariedad tenue, podría decirse, llegan a la esquina.
El paisaje, por llamarlo de algún modo, ha cambiado por completo. Las casas diminutas de los particulares, con sus chapas de bronce y sus balconcitos sobre la vereda dejan lugar, como se dice, a la plaza de Mayo, flanqueada, en sus cuatro costados, por la catedral, los tribunales, el colegio de los jesuitas, la casa de gobierno. En los largos edificios de tres o cuatro pisos que rodean la plaza, almacenes de orden, poder, justicia y religión, entran y salen con legajos, portafolios, papeles, solos o en grupos reducidos, hombres y mujeres, litigantes, fieles, ciudadanos. Algunos pasan, para completar algún trámite seguro, de la Curia a los tribunales, de los tribunales a la sede del gobierno. Muchos atraviesan, en diversas direcciones, los senderos rojos de la plaza, de ladrillo picado, entre los canteros verdes bordeados de naranjos amargos, de gomeros o de palmeras. El cielo, bien azul, sin una sola nube, se despliega, podría decirse, sobre la plaza. El Matemático se para.
– Hasta aquí llego -dice.
Sorprendido, Leto lo mira, tratando de encontrar en su expresión algún encono a causa de su conducta reciente. Pero la sonrisa amplia del Matemático, y la mirada franca que se encuentra con la suya lo tranquilizan.
– Tengo que ir a entregar una copia del comunicado para aquel lado -dice, señalando con vaguedad algún punto de la ciudad ubicado más allá de la plaza, de la casa de gobierno, y de los tribunales. Y después, ironizando a su propia costa y a la de la Asociación-. No basta con viajar a Europa. También hay que publicarlo.
– Yo sigo derecho -dice Leto.
– Lástima que nos perdimos el cumpleaños, ¿no? -dice el Matemático.
– No me invitaron -dice Leto.
– Se les debe haber pasado. O a lo mejor les pareció que no hacía falta -dice el Matemático.
– Qué idea, regalarle un jamón -dice Leto.
– Es lo que más le gusta a Washington -dice el Matemático-. Pero no te preocupes. En un par de visitas, Tomatis le deja únicamente el hueso.
"Bueno. Hay que despedirse y terminar", piensa Leto, pero como si hubiese adivinado su pensamiento, el Matemático ya le está tendiendo la mano. Leto se la estrecha. La mirada que cruzan cuando se despiden, afable y rápida, expresa muchas cosas que, discretos y buenos entendedores, los dos perciben y registran con escrupulosidad. La de Leto dice más o menos lo siguiente: Para ser francos, cuando me chistaste hace un rato, que me cuelguen si tenía cinco de ganas de que alguien venga a darme la lata durante quince cuadras, máxime que te conocía sobre todo por las referencias de Tomatis que son de lo más reticentes y que tu aspecto físico y tus hábitos vestimentarios no nos favorecen mucho a los pobres mortales que nos paseamos en tu compañía. Pero después de nuestra caminata debo reconocer que tu persona, aunque no exenta de pedantería, es más bien agradable, y no lo hemos pasado del todo mal. Más todavía: en un determinado momento, pensé que la cosa se echaba a perder, pero no te preocupes: para mí. el incidente del pantalón es como si no hubiese sucedido. Y la del Matemático, también más o menos, ¿no?, y, como ya ha sido dicho, sin la más imperceptible sombra de palabras: Me doy cuenta de tus reticencias. Trato de comprenderlas. Y estoy al tanto también de las de Tomatis. Pero no me importa. Ustedes, como he nacido entre gente que no es interesante, perciben en mí elementos no interesantes, que son la causa, justificada sin duda, de esas reticencias. Tomemos el caso de mi pantalón. Ya sé que no debo acordarle tanta importancia. Pero es más fuerte que yo. En determinado momento, si mí pantalón blanco está en peligro, todo mi ser parece estar en peligro, porque todo mi ser -vaya saber por qué causa, sin duda debido a esos elementos no interesantes que persisten en mí a pesar de mis esfuerzos por anularlos - aunque parezca extraño, se concentra en mi pantalón. Pero yo también podría hacer objeciones si quisiese. Tomatis por ejemplo, no estuvo muy brillante que digamos. Y en tu caso, no estoy seguro de que hayas entendido todo lo que, con tanta paciencia, detalles y respeto escrupuloso de la verdad, he estado tratando de contarte. Más de una vez te sorprendí pensando en otra cosa, y en un momento dado temí que te aprovecharas demasiado del incidente de los pantalones. Pero para qué detenerme en todo esto -son significancias que pertenecen al orden de lo no interesante. ¿No te parece que hay cosas más importantes en las que ocupar el tiempo que nos ha sido acordado? De Rerum Natura o la Etica de Spinoza, por ejemplo, o el debate que opone los partidarios de la paradoja EPR a los de la Interpretación.