Las primeras siete cuadras
Es, si se quiere, octubre, octubre o noviembre, del sesenta o del sesenta y uno, octubre tal vez, el catorce o el dieciséis, o el veintidós o el veintitrés tal vez, el veintitrés de octubre de mil novecientos sesenta y uno pongamos -qué más da.
Leto -Ángel Leto, ¿no?-, Leto, decía, ha bajado, hace unos segundos, del colectivo, en la esquina del bulevar, muchas cuadras antes de donde lo hace por lo general, movido por las ganas repentinas de caminar, de atravesar a pie San Martín, la calle principal, y de dejarse envolver por la mañana soleada en lugar de encerrarse en el entrepiso sombrío de uno de esos negocios a los que, desde hace algunos meses, les viene llevando, con paciencia pero sin entusiasmo, los libros de contabilidad.
Ha, entonces, bajado, no sin entrechocarse en su apuro con algunos pasajeros que trataban de subir, generando en ellos una ola efímera de protestas indecisas, ha esperado que el colectivo azul arranque y, metálico, atraviese el bulevar en dirección al centro, ha cruzado, atento, las dos manos del bulevar separadas por el cantero central, mitad jardín y mitad embaldosado, sorteando los coches que corrían, plácidos y calientes, en ambas direcciones, ha llegado a la vereda opuesta, ha comprado en el quiosco de cigarrillos un paquete de Particulares y una caja de fósforos que se ha guardado en los bolsillos de su camisa de mangas cortas, ha recorrido los pocos metros que lo separaban de la esquina, a la que ahora acaba de llegar, doblando y comenzando, de cara al Sur, en la vereda Este, es decir, a esa hora, la de la sombra, a caminar por San Martín o sea la calle principal, las dos veredas paralelas que, a medida que van llegando al centro, se van abarrotando de negocios, casas de discos, zapaterías, tiendas, sederías, confiterías, librerías, bancos, perfumerías, joyerías, iglesias, galerías, cigarrerías, y que, en los dos extremos, cuando el grumo de negocios se adelgaza y por fin se diluye, exhibe las fachadas pretenciosas y elegantes, incluso, algunas, por qué no, de las casas residenciales, no pocas de las cuales se ornan, a un costado de la puerta de entrada, con las chapas de bronce que anuncian la profesión de sus ocupantes, médicos, abogados, escribanos, ingenieros, arquitectos, otorrinolaringólogos, radiólogos, odontólogos, contadores públicos, bioquímicos, rematadores -en una palabra, en fin, o en dos mejor, para ser más exactos, todo eso.
El hombre que se levanta a la mañana, que se da una ducha, que desayuna y sale, después, al sol del centro, viene, sin duda, de más lejos que su cama, y de una oscuridad más grande y más espesa que la de su dormitorio: nada ni nadie en el mundo podría decir por qué Leto, esta mañana, en lugar de ir, como todos los días, a su trabajo, está ahora caminando, indolente y tranquilo, bajo los árboles que refuerzan la sombra de la hilera de casas, por San Martín hacia el Sur. El, que ha sufrido tanto, ha dicho, durante el desayuno, antes de irse a su vez para el trabajo, Isabel, su madre, y después, al quedarse solo, Leto ha agarrado su segunda taza de café y ha ido a tomársela al patio trasero. Ese, El que sufrió tanto, se ha borrado ya de sus representaciones, mientras se pasea por el patio florecido y exiguo, en cuyos rincones de sombra, pasto y plantas, macetas y canteros han seguido manteniendo la humedad del sereno, pero la totalidad de su cuerpo y sus prolongaciones impalpables conservan todavía la repercusión frágil y distraída. Es tal vez la sombra húmeda y reconcentrada que persiste al pie de las casas, en la calle principal, o esa mezcla de humedad y brillantez que muestra la fronda en primavera y que es visible en algunos jardines delanteros, lo que le hace presente otra vez a Leto la expresión de su madre, en su doble acepción de cara y de frase hecha. La humedad matinal que dura en el ardor creciente pero mitigado lo absorbe, por asociación, en la imagen persistente y bien recortada, aunque extraña lo mismo que familiar, de su madre que, al darse vuelta desde las hornallas de la cocina a gas, trayendo la cafetera humeante en la mano, ha proferido en voz baja y pensativa, como para sí misma, sin la menor relación con lo que venía diciendo un poco antes, esa frase: él, que sufrió tanto. En la penumbra matinal de la cocina, las llamitas azules del gas, reunidas en coronas parejas y circulares, siguen ardiendo a sus espaldas después que ella ha retirado el café, la leche, el agua, las tostadas, y se vuelve hacia la mesa con la cafetera humeante. Para Leto, la frase que acaba de resonar y de disiparse en la cocina tiene la ambigüedad característica de muchas de las afirmaciones de su madre, de modo que le resulta difícil darse cuenta de su sentido exacto; y cuando alza la cabeza, venciendo el pudor y tal vez la vergüenza, y se pone a escrutar la expresión de Isabel, sus sospechas de que esa ambigüedad es deliberada no hacen más que aumentar, ya que, contra el fondo de llamitas azules, el cuerpo ya un poco espeso de Isabel avanza mudo, y los ojos bajos, que evitan su mirada, desarman toda indagación. Ha dejado caer, inesperada, su frase en la cocina, en medio del intercambio mecánico del desayuno, en el que las frases, dichas para ostentar, por cortesía, una presencia dudosa, no tienen más significado ni más extensión que el sonido de platos y cubiertos al entrechocarse. Y Leto se ha puesto a pensar, mientras toma el primer trago de café negro y la ve sentarse, vagamente, del otro lado de la mesa: "Es, sin duda, la esperanza de borrar la humillación lo que la hace pretender que él ha sufrido tanto"; pero, y la cabeza de Leto se levanta otra vez y los ojos se clavan en el rostro ya un poco espeso, aunque infantil todavía, que, bajando los párpados, no deja pasar nada al exterior: "¿Lo sabe? ¿se da cuenta? ¿me está sondeando? ¿me pone a prueba?". Lo más difícil, sin embargo, es, por lejos, saber qué contestar; Leto estaría dispuesto, gentil, y, sobre todo, aliviado, a dar la respuesta que ella espera, si, desde luego, le fuese posible conocerla, pero, con una exigencia desesperada, ella pareciera querer que, por sí solo, él la adivine, y no le presta, por lo tanto, ninguna ayuda. Leto busca, vacila; y después, inseguro, aunque no sin cierto rencor, como reacciona ante todas las frases de esa clase, no dice nada. Sigue un silencio algo hosco, molesto para ambos, en el que hay tal vez decepción y no poco alivio, y que Isabel quiebra vaciando de un trago su taza de café con leche y masticando, ruidosa, su última tostada, y después vuelven las frases opacas y habituales a las que únicamente la entonación podría dotar de ambigüedad pero que salen de entre los dientes neutras y distraídas. También esas frases vienen, sin duda, de más lejos, más atrás, que la lengua, las cuerdas vocales, los pulmones, el cerebro, el aliento, del otro lado del depósito de experiencia nombrada y acumulada, del que, con manotazos de ciego, aunque creyendo sopesar, cada uno las retira y las expele. En el silencio que, todavía, viene después, incluso cuando, después de rozarle la mejilla con los labios, cerrando tras de sí, con suavidad, dos o tres puertas, ella ha dejado al irse, antes que él, para su trabajo, su imagen extraña tanto como familiar, ha ido borrándose de sus representaciones para diseminarse más bien por todo su cuerpo, como si, en su ir y venir, la sangre fuese capaz de reducir lo impalpable a su obstinación material, metabolizándolo y distribuyéndolo en células, tejidos, carne, huesos, músculos. Con su segunda taza de café en la mano, mientras observa la humedad del sereno que no se borra en los rincones de sombra, Leto, aunque no su cuerpo, ya se ha olvidado de su madre y es esa misma sombra húmeda que persiste ahora, alrededor de las diez, en la calle principal, y que envuelve su cuerpo como una primera capa transparente de mundo que está a su vez envuelta en la mañana soleada, lo que lo hace volver a recordarla, a proyectarla en la chapita móvil y cambiante de sus representaciones contra la que destella, por momentos, el reflector minúsculo de la atención. A, como se dice, ciencia cierta, la misma razón que impulsa a Isabel a pronunciar sus frases., sorprendentes, y misteriosas, lo ha movido a él, de golpe, a bajarse del colectivo, cruzar el bulevar, comprar los cigarrillos y ponerse a caminar, porque sí, en dirección al Sur.
Cada quince metros, una tipa se levanta en el borde de la vereda, y sus ramas se tocan casi con las de la que, a la misma altura, se alza sobre el borde de la vereda de enfrente. Por entre los espacios que deja el ramaje no demasiado espeso, se divisan porciones de cielo azul, y en la calle y la vereda de enfrente son más los trechos soleados que los espacios de sombra. Pueriles, de todos colores, a velocidad constante, los autos ruedan en ambas direcciones: los que vienen hacia Leto bordeando la vereda por la que él camina en dirección contraria, y los que, justamente, llevan esa dirección, bordeando la vereda de enfrente. Destellos y sombra de hojas y ramas alternan fugaces sobre el cromo de las carrocerías, sobre la chapa pintada y los vidrios, a medida que se desplazan por la calle arbolada. Otros peatones -no muchos, a causa de la lejanía del centro y de la hora también, relativamente temprana- andan, solitarios o en grupos, perdidos en sus pensamientos y en sus conversaciones, por las veredas. Unos treinta metros más de marcha regular, y Leto llegará a la esquina.
Es, como ya sabemos, la mañana: aunque no tenga sentido decirlo, ya que es siempre la misma vez, una vez más el sol, como la tierra, al parecer, gira, ha dado la ilusión de ir subiendo, desde esa dirección a la que se le dice el Este, en la extensión azul que llamamos cielo, y, poco a poco, después del alba, de la aurora, ha llegado a estar lo bastante alto, en la mitad de su ascenso pongamos, como para que, por la intensidad de eso que llamamos luz, llamemos, al estado que resulta, la mañana -una mañana de primavera en la que, otra vez, aunque, como decíamos, es siempre la misma vez, la temperatura ha ido subiendo, las nubes se han ido disipando, y los árboles que, por alguna razón, habían perdido poco a poco sus hojas, se han puesto a reverdecer, a dar flores otra vez, aunque, como decíamos, es siempre la misma, la única Vez y, como dicen, de equinoccio en solsticio, en la misma, ¿no?, como decía, la llamamos "una", porque nos parece que ha habido muchas, a causa de los cambios que nos parece, a los que damos nombres, percibir-, una mañana de primavera, luminosa, que ha venido formándose desde tres o cuatro días atrás, a partir de las últimas lluvias de septiembre y octubre que han limpiado, en un cielo cada vez más tibio y transparente, los últimos rastros del invierno. Leto no se siente ni mal ni bien: camina olvidado, en la mañana, en el centro de un horizonte material que le manda, en ondas constantes, ruidos, texturas, brillos, olores. Está sumergido en ese horizonte y es, al mismo tiempo, su centro; si, de golpe, desapareciese, el centro cambiaría de lugar.