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Es por esa razón, para verificar que él ha sufrido tanto, que unos tres meses antes ella se había descubierto la dureza en el seno derecho: como una bolillita de paraíso, se había puesto a temar. Charo, la prima maestra que, a falta de novio o marido ha adquirido, a los cuarenta y cinco años, un saber aproximativo sobre casi todas las enfermedades destinado a paliar las lagunas de alguna otra curiosidad o sed non satiata, la había obligado a pedir cita con un especialista -una eminencia, había sustantivado, ditirámbica, la tía Charo, que no era, en realidad, más que su prima segunda. Leto piensa: "No estuvo mal tampoco cuando se lo dijo a Charo; es como si uno le sugiriera a un proxeneta que le sobran unos pesos y que le gustaría gastárselos en coperas". A causa de sus congresos internacionales, de la cola de postulantes a cancerosos que hojeaban revistas viejas en la sala de espera de su consultorio, y de sus conferencias-cena en el Rotary, el especialista recién la había recibido un mes después: y después de observarla, de palparla, con cuidado y pericia, le había dicho, con jovialidad distraída que, según su modesta opinión, no había por qué inquietarse, y que un examen más minucioso o una biopsia no se justificaban. La dureza, del tamaño de una bolillita de paraíso según Isabel o del de una bellota, según Charo, que, quién sabe por qué razones confusas, y desconocidas para ella, también la había palpado, no delató su presencia para los dedos diestros del especialista que, por más que buscaron y rebuscaron no encontraron ninguna dureza excepcional en los senos por el contrario ya un poco blandos de Isabel -ni en el derecho ni en el izquierdo. El especialista se había ido a sentar ante su escritorio y se había puesto a llenar una ficha, y, mientras se vestía, parada cerca de la camilla, Isabel había comenzado un sondeo lleno de sobreentendidos, al cual el especialista respondía con monosílabos inciertos, cuyo sentido, como el de las manchas de un test psicológico, dependía de lo preexistente en el observador: según Isabel, ya al verla entrar, el especialista le había lanzado miradas significativas, puesto que ella se había anunciado con su apellido de casada, y el caso de su marido, tan reciente, y tan fulminante también, como sucede a menudo con las personas jóvenes, no debía habérsele olvidado. Como al entrar la habían hecho llenar una ficha donde figuraba que había nacido en Rosario y que sin duda él debía haber venido a consultarlo desde Rosario, el especialista no podía no haber establecido la relación. Desde luego, a causa del secreto profesional -sí, tienen esa deontología, había corroborado Charo- el especialista no podía reconocer de plano que él había venido a verlo durante sus frecuentes viajes a la ciudad y que, después de examinarlo, le había encontrado ese mal incurable, pero sus respuestas, imprecisas adrede, eran sin embargo lo bastante significativas como para que las últimas dudas que hubiesen podido quedarle se disiparan. "Pero no está muy segura de que le crean porque insiste demasiado", piensa Leto. Esa misma noche había llamado a Rosario para confirmárselo a Lopecito quien, protector y escrupuloso, había interrumpido sus revelaciones con un firme No gastes. Yo te llamo, de modo que habían cortado, y un minuto más tarde, cuando el teléfono empezó a sonar desde Rosario, ella descolgó, impaciente y satisfecha, transmitiéndole, con lujo de detalles, la confirmación de sus sospechas que, de un modo discreto pero inequívoco, le había dado el especialista. Lopecito, que desde hacía veinticinco años venía haciéndole, de un modo tácito, la corte, que la había visto casarse con su mejor amigo, y que incluso había sido testigo en la ceremonia civil, que la había visto tener dos pérdidas al segundo o tercer mes antes de quedar por fin embarazada de Leto y traerlo al sol de este mundo, que había sido el confidente impasible de los vaivenes conyugales de marido y mujer y que, el año anterior, la había visto por fin enviudar, quedando en la posición incómoda del eterno pretendiente y del amigo de infancia del marido a quien se le hace por fin el campo orégano, Lopecito, ¿no?, que, entre su corretaje de dos o tres marcas de televisores y su cargo de vocal en la subcomisión de fiestas de Rosario Central, había encontrado tiempo suficiente como para facilitarles la venida desde Rosario sin estar de acuerdo con la decisión, la mudanza, los gastos, los había recomendado a ella como vendedora en una casa de artículos para el hogar y a Leto como tenedor de libros en dos negocios del centro, le había gestionado a ella, gracias a sus relaciones en plaza, como él decía, la pensión de su difunto marido, y venía a visitarlos cada quince días desde Rosario, durmiendo en un hotel para que quedara bien claro que no eran ellos quienes ensuciarían la memoria de un ser querido, sentía también la suficiente devoción por Isabel como para aceptar, a pesar de representar ante los ojos del mundo la voz misma de la ponderación, todos sus puntos de vista, su extravagancia discreta, su lucha incesante por contrarrestar la evidencia de las cosas, sus interpretaciones repetitivas de las cuales la tesis del mal incurable "no es", piensa Leto llegando a la esquina, "la menos descabellada".

La esquina, en la que las dos hileras de autos que recorren San Martín en ambas direcciones aminoran, tiene esta particularidad: como la calle transversal corre de Este a Oeste, la sombra de la hilera de casas desaparece, y como no hay nada que intercepte los rayos del sol que brilla en lo alto de la calle, calle y vereda están ahora llenas de luz, en tanto que la sombra de Leto, que ha aparecido de un modo súbito proyectándose sobre las baldosas grises, tal vez un poco más corta que el cuerpo, se estira ahora hacia el Oeste. Cuando Leto está por bajar de la vereda gris a la calle empedrada, su sombra se quiebra en el filo del cordón y sigue proyectándose sobre los adoquines parejos de la calle. La sombra se desliza hacia adelante, un poco oblicua al cuerpo, vuelve a quebrarse contra el filo del cordón en la vereda de enfrente y cuando los zapatos de Leto tocan las baldosas, sigue deslizándose por la vereda hasta que Leto entra en la sombra de la hilera de casas y su propia sombra desaparece. La cuadra está desierta; no abandonada, sino desierta -vacía, sin presencias humanas que, aparte de Leto, y como él sean también el centro de un horizonte que, a medida que se desplazan, van desplazándose con ellas. Después de caminar unos metros bajo los árboles, ve aparecer, de pronto, en la esquina siguiente, un chico en bicicleta que ha doblado desde la transversal, avanzando hacia él por la vereda. Progresa con esa especie de ondulación que tienen las bicicletas cuando no van demasiado rápido, de la que el equilibrio, que el ciclista reconquista a cada pedaleada, no es la consecuencia principal sino la fase pasajera y frágil de un movimiento más amplio y más complejo. El ciclista, de no más de nueve o diez años, las piernas estiradas al máximo para alcanzar los pedales cuando se hallan en la posición más baja de su movimiento circular, se desplaza, a pesar de su lentitud, mucho más rápido que Leto, cuyo paso, ni lento ni rápido, no ha variado desde que atravesó el bulevar y empezó a caminar por San Martín. A medida que va acercándose -su velocidad, aunque constante, como acrecentada por el desplazamiento inverso de Leto-, Leto puede oír, cada vez más nítido, el complejo de ruidos que manda la bicicleta, chirridos metálicos, rumor de gomas contra las baldosas, crujidos y golpeteos de cuero, pedales, rayos, caños, que suenan en un orden invariable y que se repiten periódicos a causa de la uniformidad del movimiento. La bicicleta, pasa, entre Leto y la hilera de casas, y la serie de sonidos, que había alcanzado, al llegar junto a Leto, su intensidad máxima, empieza a decrecer a sus espaldas hasta que por fin deja de oírse. Leto ni se da vuelta y, en rigor de verdad, como se dice, ¿no?, apenas si se han mirado, desplazándose en sentido inverso y llevándose con ellos, en dirección opuesta, cada uno su propio horizonte.

Al oír el segundo chistido, Leto advierte que, distraído, ha oído también el primero y se da vuelta. Los brazotes, un poco separados del cuerpo, vienen boyando en el aire, y la cabeza, que se quiere elegante, y sin duda lo es, se bambolea un poco, ya que el Matemático, en la espalda meditabunda que se desplaza varios metros delante de él, ha reconocido a Leto y se ha puesto a chistarle para que pare y lo espere. Al mismo tiempo que lo reconoce, Leto piensa: "Si acaba de doblar, lo que es muy probable, ya que vive en esa calle, debe haberse cruzado recién con la bicicleta puesto que, como no se lo ve, también el ciclista debe haber doblado la esquina". El Matemático, una cabeza más grande que él, lo alcanza y le estrecha la mano. ¿Qué se cuenta?, dice. Sin mirarlo a los ojos, Leto responde con vaguedad. Y, dice, aquí andamos.

El Matemático deja persistir una sonrisa indecisa. A Leto sus mocasines blancos, lo mismo que su bronceado, le parecen prematuros, pero sabe que acaba de volver de Europa, donde ha pasado tres meses recorriendo fábricas, playas, museos y monumentos con el grupo anual de egresados de Ingeniería Química. Están incontrolables desde que vieron La Dolce Vita , le ha oído decir a Tomatis, con desdén distraído, la semana anterior. Y ha sido Tomatis, por otra parte, según le ha oído decir Leto ya no sabe a quién, el que ha empezado a llamarlo el Matemático. No es un mal tipo, no, dice a menudo, un poco snob a lo sumo, pero, francamente, no sé qué satisfacción malsana le dan las ciencias exactas. ¿No notaste el tonito con que te habla de la teoría de la relatividad? Ya por su estatura tiene tendencia a mirar el mundo desde arriba pero, digo yo, ¿acaso uno tiene la culpa de que multiplicando la masa de un cuerpo por el cuadrado de la velocidad de la luz se obtenga la energía que daría la desintegración completa de ese cuerpo? Durante unos segundos, los dos hombres jóvenes, uno bronceado, rubio, alto, vestido todo de blanco, incluso los mocasines que lleva puestos sin medias, corpulento y macizo, el otro más bien flaco, de anteojos, el pelo marrón abundante y bien peinado, la calidad de cuya vestimenta es a simple vista inferior a la del primero, a cincuenta centímetros uno del otro, permanecen silenciosos, sin hosquedad pero sin mucho que decirse tampoco, y sumido cada uno en sus propios pensamientos como en una ciénaga interna que contrasta con el exterior luminoso, de la que les estuviese costando un esfuerzo indescriptible emerger y en la que, por esa tendencia a considerar lo que nos es ajeno a salvo de nuestras imposibilidades, piensan a la vez que el otro nunca se empasta o se empastaría. Sin darse cuenta, Leto, que, no sabiendo qué hacer, lleva la mano al bolsillo de su camisa para sacar los cigarrillos, siente que, por alguna razón, él está excluido de muchos mundos que el Matemático frecuenta, que el Matemático es una especie de ente solar perteneciente a un sistema en el que todo es preciso y luminoso y que él, en cambio, chapotea en una zona viscosa y nocturna, de la que rara vez puede salir, en tanto que el Matemático, a pesar de su cabeza elegante llena de recuerdos recientes y coloridos de Viena, Amsterdam, Cannes, Málaga y Spoleto, siente haber estado desterrado en las tinieblas exteriores durante tres meses y que Leto, Tomatis, Barco, los mellizos Garay y todos los otros, han aprovechado su ausencia para darse la gran vida en la ciudad. Por fin, y concentrándose en el acto de abrir su paquete de cigarrillos, de modo de no verse obligado a alzar la cabeza, Leto murmura: Y Europa, ¿qué tal?

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