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– Lamento apelar a un lugar común -dice, orondo, el Matemático-, pero es una vieja madama decadente.

Leto no sospecha que, bajo el desinterés aparente y la estimación generosa respecto de los que no han viajado, el Matemático teme que una apreciación demasiado admirativa lo descalifique. Y lo oye agregar: Justamente, salgo a distribuir a los diarios el comunicado de prensa de la asociación. Va de cajón que los puteríos no figuran en el balance. Sin advertir que el Matemático lleva la pipa apagada aferrándola por el hornillo, en la mano derecha que pende contra la costura del pantalón, y que por eso, con un movimiento de la mano libre, lo rechaza, Leto, después de golpear la base del paquete de cigarrillos para hacer salir tres o cuatro por la abertura que ha practicado en el borde superior, tiende el paquete hacia el Matemático ofreciéndole uno. Para que la razón de su rechazo se haga evidente, el Matemático se lleva la pipa a la boca y la sostiene apretándola entre sus dientes blanquísimos y regulares. "Para seguir tan bronceado y tan saludable", piensa Leto, "al día siguiente de su llegada debe haberse ido a remar". Mientras Leto enciende el cigarrillo, el Matemático, aprovechando su distracción, lo induce, poniéndose en marcha él mismo, a seguir caminando. Avanzan -o sea van pasando-, gracias a la facultad que poseen no se sabe bien por qué, de un punto a otro en el espacio, ganando, por decirlo de algún modo, terreno, aunque esos puntos entre los que se desplazan estén todos, con ellos dos adentro, en cada uno de los puntos, y en todos a la vez, en el mismo lugar. No, hablando en serio ahora, dice ahora el Matemático, es una experiencia que se debe hacer -y lo que él llama experiencia son esos recuerdos que, aunque frescos y coloridos, no son más accesibles a su propio ser que un paquete de tarjetas postales de Amsterdam, de Viena, de Capri, de Cadaqués, de San Gimignano. Siena es una imagen rojiza, elevada en la bruma caliente del atardecer; París, una lluvia inesperada; Londres, un problema de alojamiento y unos manuscritos en el Museo Británico. Mientras lo escucha, Leto va poniendo imágenes en los nombres que resuenan en la mañana tibia, y esas imágenes, que forma con recuerdos heterogéneos salvados de experiencias dispares y sin relación real con los nombres que escucha, no son ni más ni menos pertinentes y satisfactorias que los recuerdos del Matemático, incapaces de volver más accesible la cosa aun cuando provengan de lo que el Matemático podría llamar su experiencia. Los nombres de ciudades van pasando como adosados a una sierra sin fin o a una calesita, de modo tal que, periódicos, a pesar de las variantes y de las nuevas inclusiones, tarde o temprano los mismos nombres reaparecen en la memoria del Matemático, que los hace resonar para los oídos de Leto como a un instrumento: La Baule, a pesar de que era pleno verano el mar estaba helado; Praga, gran parte de la obra de Kafka se explica cuando uno llega; Brujas, pintaban lo que veían; París, una lluvia inesperada. De pronto, el Matemático, que viene caminando del lado de la pared, da un salto al costado empujando consigo a Leto que, manteniéndose firme, trastabilla un poco pero sigue caminando: como están llegando a la esquina, el Matemático, concentrado en su relato, se ha sobresaltado al ver aparecer, brusco, aunque manteniendo siempre su pedaleo plácido y ondulante, al chico de la bicicleta que, en el tiempo que ellos han puesto para recorrer la cuadra, ha dado la vuelta manzana. Un silencio colérico, un poco ostentoso, interrumpe, después del salto, la ristra de recuerdos del Matemático, que se para y se da vuelta y ve alejarse, por la vereda gris, bajo los árboles, la bicicleta lenta con sus ruidos metálicos, discretos y complicados. Leto, que ha continuado su marcha, le saca algunos pasos de ventaja y se queda a esperarlo, más allá del borde oblicuo de la sombra de las casas. El Matemático lo alcanza, sonriendo y sacudiendo la cabeza. Si te atropella, dice Leto, te engrasa los pantalones. Lo rompo a patadas, dice, mostrando con su tono jovial que de ningún modo lo haría, el Matemático. Parece menos un ser de carne y hueso que uno de esos arquetipos que aparecen en los afiches publicitarios, de los que toda contingencia inherente a lo humano ha desaparecido. Su aspecto físico, perfeccionado por el bronceado europeo y por la blancura de su vestimenta, no es otra cosa que la consecuencia de sus perfecciones biográficas: a pesar de haber sido una de las estrellas del equipo de rugby del club Universitario tiene, según la expresión de Tomatis, algo un poco más denso en la cabeza que lo que suelen tener adentro, una vez infladas, las pelotas de rugby. Aun cuando no pocas hectáreas en el Norte de la provincia, cerca de Tostado, le pertenezcan, el padre del Matemático, yrigoyenista escrupuloso, abomina de oligarcas y militares y es uno de los viejos abogados liberales cuyo nombre figura al pie de los recursos de habeas corpus de casi todos los presos políticos de la ciudad; y el Matemático, a diferencia de su hermano mayor que es también abogado pero que ha aceptado cargos oficiales de casi todos los gobiernos, el Matemático, decía, ¿no?, no solamente ha seguido la tradición liberal de su padre y de su abuelo materno sino que, en determinado momento, cuatro o cinco años atrás, ha estado entre los miembros fundadores de esos grupos trotsquistas o de renovación socialista que, después de 1955, empezaron a proliferar. Pero el Matemático es un pensador y no un activista; un contemplativo, no un organizador; y no un práctico sino un teórico. Le gustan más los tratados que las reuniones de célula, y prefiere los manifiestos futuristas a los constructores de futuro. Sus estudios de ingeniería son, sin duda, el resultado de alguna estrategia familiar destinada a afrontar, con el diploma correspondiente, el desarrollo nacional que obligará un día a los herederos a pasar de la propiedad pasiva de la tierra a la inversión industrial. Serán todo lo liberales que quieras, sabe comentar, malévolo, Tomatis, pero no dan puntada sin hilo. El Matemático, que tal vez presiente, en la reserva dicharachera de Tomatis, el escepticismo o la desconfianza, sigue impasible en el papel que se ha asignado: el de aportar, sin que, en verdad, nadie se lo haya pedido por no haber notado su ausencia, el rigor lógico en las discusiones y una exactitud en la información que, por su insistencia, termina resultando molesta. En realidad, lo que Tomatis le reprocha es que el Matemático lo tome demasiado al pie de la letra. Si, por ejemplo, en medio de una discusión Tomatis cita a un filósofo alemán, a la semana siguiente el Matemático ha leído ya todas sus obras y vuelve dispuesto a retomar el punto en que la discusión ha quedado la semana anterior. Tomatis ha citado a ese filósofo debido al azar de sus asociaciones, no porque considere que es imprescindible perder la juventud y quemarse las pestañas leyendo sus tratados, pero es demasiado vanidoso como para esquivar la discusión. A causa de su credulidad, el Matemático tiene más información que todos los otros, porque le basta oír mencionar a un autor para ponerse a leer sus obras completas y aparecerse quince días más tarde, fresco y tranquilo, a conversar sobre ellas. "Bien mirado, hay pocos reproches que hacerle", piensa Leto. Porque ni siquiera es de los que quieren ganar a toda costa las discusiones; es amable, discreto y servicial. "Salvo", piensa Leto, "salvo cuando se vale, sin darse cuenta él mismo, estoy seguro, de sus dichosos axiomas, postulados y definiciones. Entonces le aparece en la mirada algo semejante a lo que le venía con la luna llena al hombre lobo o en presencia de las putas ajadas a Jack el Destripador".

Mientras cruzan, el Matemático condesciende a retomar, sin mucha convicción, la lista de nombres que traen pegados, en el reverso, expresiones y recuerdos inamovibles y simplificados: Roma, se la imaginaba de otra manera; Viena, todos sus habitantes parecen creer en el análisis terminable; Florencia, también ellos pintaban lo que veían; Aviñón, un calor matador; Ginebra, la chacra asfaltada; Londres, un problema de alojamiento y unos manuscritos en el Museo Británico. Dejan atrás la calle, el cordón de la vereda, el sol lateral, y entran en la sombra tibia de la cuadra siguiente. Un viejo está abriendo los postigos de una ventana en la planta baja. El Matemático que, de un modo brusco, unos segundos antes, ha interrumpido su relato, lo saluda con una inclinación de cabeza y sigue caminando, pensativo. A pesar de la diferencia de estatura, Leto y el Matemático llevan el mismo paso, ni lento ni rápido, tan bien coordinado que no puede saberse si es el Matemático el que reduce la extensión de sus trancos para igualarlos a los pasos de Leto o si, por el contrario, las piernas más flacas y más cortas de Leto se acomodan, sin esfuerzo visible, a la marcha del rugbyman adepto a la scientia recte judicandi. Durante unos metros, parecen no saber de qué hablar. Está lo que se había dicho más arriba ¿no?, que el Matemático, por temor de que un entusiasmo excesivo por su gira europea lo descalifique un poco entre los que se han quedado, se muestra reticente en cuanto a la transmisión de sus recuerdos. Y, por otra parte, con la ansiedad propia de los ausentes que temen que la realidad haya sido más intensa mientras ellos no estaban, viene reteniendo, desde que se encontró con Leto, la pregunta que no se atreve a formular para no demostrar tampoco un interés excesivo, semejante al celoso que, para no traicionar la obsesión que lo ha poseído durante su ausencia, busca el momento oportuno para comenzar su interrogatorio disimulándolo con una serie de preguntas desinteresadas y banales. Mientras tanto, Leto está pensando: "Habría que ver si Lopecito se lo creyó. Sin embargo, es demasiado escrupuloso como para rechazar la idea de plano. Ha sido, durante veinticinco años, el jamón del sandwich. Y, desde que él murió, las cosas se le empeoraron. El podría inclinarse en favor de la tesis de mamá aunque ni aun así es seguro de que obtenga lo que viene prometiéndole sin comprometerse demasiado desde que jugaban a la casita, pero si lo acepta en su fuero interno como lo hace públicamente corre el riesgo de que el supuesto enfermo incurable se le esté riendo en el otro mundo".

Observándolo, discreto y un poco cortado, el Matemático percibe la expresión retraída de Leto, de modo que aprovecha para decir: ¿Y por aquí, cómo anduvo la cosa todo este tiempo?, mordiendo la pipa apagada hasta tal punto que, en vez de proferir, farfulla su pregunta entre los dientes apretados y la lengua que, sin libertad de movimiento, se enreda con la boquilla de la pipa y la hace vibrar contra el filo de los dientes. El Matemático ignora que a Leto le sobran razones para sentirse, aun estando presente, mucho más excluido que él de los ramalazos de intensidad que, arbitraria, la realidad podría dispensar a los círculos que frecuenta: que, por empezar, hace apenas un poco menos de un año que vive en la ciudad, y es, por lo tanto, un mero agregado tardío, un recién llegado; que, por otra parte, como tiene apenas veintiún años, es bastante más joven que varios de los más jóvenes, que no interviene casi nunca en las discusiones y que si lo invitan a algún lado es únicamente en tanto que apéndice de Tomatis; que, único sostén de madre viuda, tiene que llevar varias contabilidades para poder mantenerla y que, en definitiva, algo en su interior, como la carcoma al mueble, roe por anticipado su expectativa ante toda posible intensidad, lo cual explica un poco sus ausencias y sus silencios; y él quisiera, ¿no es cierto?, de tanto en tanto, que algo fuese posible. Leto, dejando escapar mucho humo por los labios entreabiertos, de los que acaba de retirar, con dedos cuidadosos, el cigarrillo, responde: él ha visto poco a la gente; él sale poco; de esos tres meses, tiene poco y nada que contar.

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