Imaginémonos un jugador que, desde hace un buen rato, tiene en su poder la carta que va a permitirle ganar la partida pero que durante muchas vueltas no puede jugarla porque, de los otros jugadores, ninguna le da la ocasión de hacerlo; durante vueltas y vueltas, el jugador va tirando cartas inútiles, indiferentes, que no cambian para nada el curso de la partida, hasta que, de pronto, la combinación que necesita se forma sobre la mesa, permitiéndole lanzar, con euforia y decisión, la carta ganadora. La confesión retraída de Leto ha puesto.al Matemático en esa situación superior.
– ¿Cómo? -dice-. ¿No estuviste en el cumpleaños de Washington?
Leto niega con un sacudimiento de cabeza, mientras piensa: "Y hoy todavía, esta mañana, cuando ella dice que él ha sufrido tanto es menos para recordarme ese sufrimiento que para controlar si creo en él o no". Y el Matemático, observándolo sin mirarlo, mirando la vereda recta frente a sí más bien, pero observándolo sin embargo con el costado derecho de su cuerpo, es decir, el que casi roza, durante la marcha, el costado izquierdo del cuerpo de Leto, el Matemático, decía, ¿no?, a su vez, aunque es siempre, como decía hace un momento, la misma vez, piensa: "No lo invitaron".
Leto sale como de bajo el agua. Ha estado pensando, acordándose de su madre, de la muerte de su padre, de Lopecito, hundiéndose durante unos segundos en esos pensamientos y recuerdos como en un canal subterráneo paralelo al aire de primavera, y, al emerger, al volver a la superficie, se encuentra con que ese tipo rubio, buen mozo, de unos veintisiete años, vestido todo de blanco, al que Tomatis le dice el Matemático, que acaba de volver de Europa y que ha salido a distribuir a los diarios comunicados de la Asociación de Estudiantes de Ingeniería Química, acaba, también, hace unos segundos, de preguntarle si ha estado en el cumpleaños de Washington, y como él, con un movimiento de cabeza, ha respondido que no, teme ahora que el otro, que está como acechándolo, esté acechándolo no con desprecio, sino con extrañeza y con cierta compasión. "En primer lugar, no hubiese necesitado que me invitaran. Hubiese podido ir si hubiese querido, sin necesidad de que me invitaran. Pero sobre todo, no hubiese querido que me invitaran porque eso significaría que no me consideran tan íntimo como para que resulte de cajón que tengo que ir. Ahora bien, sentado esto, hay que rendirse ante la evidencia: no me invitaron."
– Yo también me lo perdí. Ese día estábamos visitando fábricas en Francfort. No podía tomar un jet desde Francfort para venir porque no tienen vuelos directos a Rincón -dice el Matemático-. Pero tengo la versión completa, en tecnicolor, copia nueva y subtitulada.
Manteniendo su fachada de jovialidad, aprieta un poco más la pipa con los dientes, obligado por un recuerdo que le vuelve, súbito, y que todavía le hace daño; uno de esos recuerdos o emociones de los que a veces sabe decir, con un fruncimiento irónico de la nariz que, si bien no son mensurables, en esta etapa de nuestros conocimientos al menos, no parecería haber razón para que un día de éstos se resistan a entrar en una teoría general o en una estructura pasibles de formulación matemática.
– No digas -le oye decir a Leto.
– Sí, sí, me lo contaron -se oye decir a su vez.
El recuerdo es como una fotografía o una imagen sombría estampada en el interior de su cabeza y las emociones y los sentimientos de humillación o de cólera forman unos agujeros de bordes negros y resquebrajados como si la imagen estuviese siendo atravesada en muchos puntos de su superficie por la brasa de un cigarrillo. Tres o cuatro años atrás, un poeta de Buenos Aires vino a la ciudad a dar una conferencia. El Matemático, que se había carteado con él durante seis o siete meses a raíz de un problema de versificación, esperaba con impaciencia su llegada, y había anotado una serie de temas numerados de discusión que, después de la conferencia, pensaba abordar por orden con el poeta durante la cena. Un poco antes de que terminara el debate que había seguido la conferencia, el Matemático había ido a buscar el auto de su padre que no había podido cedérselo más temprano porque recién llegaba de Tostado a las nueve de la noche. Su padre se había demorado un poco, y cuando el Matemático volvió con el auto a la sala donde tenía lugar la conferencia, la encontró cerrada. Un ordenanza le dijo que el conferenciante se había ido con cuatro o cinco de los organizadores a una fiesta, o a comer algo -en fin, no sabía bien adonde. El Matemático sintió en ese momento el primer ramalazo de cólera porque, antes de irse a buscar el auto, había tomado la precaución de advertir a varios de los organizadores acerca de su ausencia momentánea pidiéndoles que lo esperaran, pero no se había sentido muy seguro porque sabía que los organizadores pertenecían a ese tipo de gente que secuestra a las celebridades que vienen de la capital y que como él no los frecuentaba demasiado porque no le gustaba codearse con los círculos semioficiales, tampoco ellos se desvivían por tener en cuenta sus recomendaciones. El Matemático, al enterarse de la venida del poeta, se había puesto a trabajar fuerte, durante por lo menos un mes y medio, sobre problemas de versificación. Su tesis era que cada metro correspondía a un sentimiento específico y que podría elaborarse un sistema de notación tan perfeccionado, si se diversificaban suficientemente los metros cuyas combinaciones no eran todavía bastante sutiles, que bastaría el empleo métrico de meras sonoridades, para que el poema transmitiese los sentimientos deseados. El Matemático debía tener unos veintitrés años para esa época; se consideraba un simple teórico y le hubiese gustado que el poeta, que le llevaba veinte años y que había alcanzado una gran reputación, aplicara sus teorías, como esos geólogos que han forjado una hipótesis sobre la composición del suelo lunar y mandan un astronauta a la Luna para verificarla. El Matemático salió de la sala de conferencias, ya un poco enceguecido por la rabia, y empezó a buscar al poeta. Se puso a recorrer, en el auto del padre, de una punta a la otra, la ciudad: dejaba el motor en marcha frente a un restaurante, frente a una parrilla, bajaba a buscarlos, al poeta y al grupo de organizadores, y si no los encontraba seguía hasta la parrilla siguiente y realizaba la misma acción que trataba de encubrir detrás de una fachada tranquila y mundana, paseando su vista displicente por las mesas animadas, como si buscase una vacía o mirase por simple curiosidad. Era meritorio que pudiese mantener su elegancia y su fachada indiferente porque a medida que pasaban los minutos iban aumentando su furia y su indignación. Por momentos, sentía como si le estuviese hirviendo el interior de la cabeza. Después de haber recorrido, infructuoso, todos los restaurantes abiertos, entró en un bar, pidió una cerveza, la guía telefónica y un montón de fichas y se puso a llamar a las casas de los organizadores con la esperanza de que estuviesen en alguna de ellas o de que algún miembro de la familia supiese dónde diablos podían haber ido a parar. Pero nadie sabía nada o, si sabía, no parecía dispuesto a decírselo. En el tono casual y desprevenido con que le respondían, al Matemático le parecía percibir los ecos inequívocos de alguna consigna o confabulación. Todos sabían, la ciudad entera sabía y, a propósito, se lo ocultaban. Después de todos esos rodeos inútiles, se puso a recorrer al azar las calles en el auto, con la esperanza de cruzarse con el poeta y su comitiva y más de una vez, a causa de falsas alarmas, se encontró persiguiendo a toda velocidad algún coche que parecía ser el de alguno de los organizadores o abordando un grupo sorprendido de gente en alguna calle oscura. Los Catorce puntos relativos a toda métrica futura, que se había tomado el trabajo de elaborar y de copiar a máquina en las últimas semanas, no eran en ese momento más que una hoja doblada en cuatro y perdida en uno de los compartimentos de su billetera, en el fondo del bolsillo interior del saco. Incluso él mismo había perdido todo atributo subjetivo y se había vuelto un ser puramente exterior, que ya no razonaba ni le aplicaba ninguna estrategia a la realidad, sino que era el ente pasivo de un modo incontrolable de organización de los acontecimientos, que lo desviaban de su propio ser como el viento desvía de su trayectoria la pelotita de ping-pong a pesar de la fuerza y la determinación con que la ha golpeado la paleta del jugador. Por fin, en una de sus idas y venidas por las calles oscuras, por las avenidas iluminadas, después de recorrer por centésima vez los mismos lugares se acordó que, antes de la conferencia, uno de los organizadores, hablando con otro, había mencionado un club de tenis del que su hermano el abogado era socio pero que él, por desprecio por la burguesía sanguinaria, como le gustaba, no sin razón, adjetivar, no frecuentaba. Un portero lo había interceptado en la entrada y lo había hecho esperar. El Matemático se quedó en el portón que daba a las canchas de tenis oscuras y desiertas más allá de las cuales se divisaban, detrás de unos pinos, las ventanas iluminadas de las instalaciones. Un rectángulo amarillo, más alto y más estrecho que los de las ventanas, se formó en la negrura, detrás de los pinos, cuando el poeta, seguido por el portero, abrió la puerta de las instalaciones y se aproximó al portón de entrada, atravesando la oscuridad de los pinos y la penumbra rojiza segregada por el ladrillo molido que recubría el suelo en las canchas de tenis. Venía comiendo una pata de pollo, y debía tener la mano libre llena de grasa, a juzgar por el ademán con que la mantenía rígida y lejos del cuerpo, los dedos estirados y separados, para no mancharse los pantalones. El Matemático creyó que venía para reconocerlo y para hacerlo entrar a la comida en la que, durante algún aparte, podrían discutir los Catorce puntos, de modo que lo esperó con una sonrisa comprensiva y aliviada, pero el poeta venía en realidad a explicarle que le había sido imposible esperarlo, que se estaba aburriendo mucho en esa comida pero que no tenía más remedio que quedarse hasta el final y que tal vez más tarde, en algún bar, cuando se hubiese desembarazado de esos pesados, podrían tal vez tomar una copa y, según sus propias palabras, dar al mundo, a dúo, el tan esperado texto definitivo sobre la teoría de la versificación. Antes de que el Matemático hubiese podido hacer la menor objeción, el poeta ya había desaparecido, masticando sus bocados de pollo, después de proferir el nombre de un bar con la boca llena, bordeando con paso decidido las canchas de tenis, borrándose un momento bajo la masa negra de los pinos, y volviendo a mostrar su silueta en el rectángulo amarillo que se formó un momento entre las ventanas iluminadas y que a su vez, después de unos segundos, desapareció. El Matemático quedó inmóvil, con la vista clavada en algún punto del aire oscuro entre el portón de entrada y la negrura multiplicada de los pinos, sintiendo en la nuca la mirada satisfecha del portero, cuyo acto instintivo de no haberlo dejado entrar acababa de ver corroborada su pertinencia gracias a la visita relámpago del homenajeado. Después dio media vuelta, se alejó sin saludar y, sacando la llave del auto del bolsillo, volvió a pararse unos metros más adelante, manteniendo la llave en el aire, en posición de entrar en una cerradura, sacudiendo de vez en cuando la cabeza, como si discutiera consigo mismo. En realidad, la actitud inesperada del poeta lo había dejado sin capacidad de reacción, como si su vida interior funcionara a electricidad y, desde hacía dos o tres minutos, alguien hubiese venido desde la oscuridad y lo hubiese desenchufado. Pero no se trataba más que de un simple atascamiento, o un enfriamiento, como le ocurre a ciertos motores, que, con la misma arbitrariedad con que se han detenido, se ponen otra vez a funcionar: cuando volvió a caminar, sus pasos ya no eran distraídos sino furiosos; entró en el auto dando un portazo y, después de arrancar, se alejó no sin antes maniobrar frente a la entrada del club con mucho ruido de motor, frenos y cubiertas. Manejaba ensordecido por sus pensamientos indignados y tumultuosos, que entraban y salían, entrechocándose en su cabeza como si, a diferencia de unos momentos antes, el motor estuviese ahora demasiado recalentado y a punto de explotar. Fue directamente a su casa y, como en esa época vivía todavía con su familia, cruzó el vestíbulo casi sin detenerse y se encerró en su cuarto. Ahora, es decir en el ahora subsiguiente al ahora en el que había hecho arrancar el auto y al ahora en que había venido manejando hasta su casa, ¿no?, en ese ahora, no es cierto, digo, trataba de mantenerse sereno, de encontrar en la situación los detalles que le permitirían transformar la furia en desprecio y el desprecio en autosatisfacción. Pero no lo conseguía: muy por el contrario, poco a poco, y eso que ya se había desvestido y tirado en la cama, empezó a preguntarse si no estaba juzgando mal al poeta, que en definitiva le había dado una prueba de confianza y amistad al venir hasta el portón para explicarle que se encontraba en situación incómoda y citarlo para más tarde, y si no estaba cometiendo un error dejándolo plantado en vez de ir a esperarlo al bar tal como habían convenido. La hora de la cita se acercaba y, como un enamorado, el Matemático no lograba decidir lo que haría, cambiando de idea cada quince o veinte segundos, llevado y traído, como una hoja seca por el viento del atardecer, por esos sentimientos y emociones que, si bien no son mensurables, en esta etapa de nuestros conocimientos al menos, no parecería haber razón para que un día de éstos se resistan a entrar en una teoría general o en una estructura pasibles de formulación matemática. Por fin, después de haber decidido con argumentos sólidos que no iría, se levantó con un salto de su cama, se vistió y se fue a la cita en el bar. Llegó quince minutos adelantado, echando, desde el auto, antes de ir a estacionar, una mirada rápida y discreta para ver si el poeta ya había llegado. Pero el bar estaba casi vacío y, sobre todo, vacío del poeta que sin duda debía estar tratando, desde hacía un buen rato, de sacarse de encima a los organizadores. El Matemático entró al bar y se sentó a esperar. Para matar el tiempo, sacó el texto de los Catorce puntos y se puso a ajustarlo aquí y allá, de modo que, cuando llegara el momento de discutirlo, todas las posibles objeciones ya estuviesen previstas y refutadas de antemano. Durante unos veinte minutos, el Matemático, gracias a su concentración total en el texto de los Catorce puntos, mantuvo esos sentimientos y emociones que si bien etc., etc., ¿no?, en las tinieblas exteriores al cubo cristalino y bien iluminado que ocupaba el espacio entero de su mente. Pero a medida que pasaba el tiempo, las superficies pulidas y transparentes se empezaron a agrietar, filtrando, poco a poco, el exterior indiferenciado y viscoso sobre el que, durante unos veinte minutos, había parecido reinar. Como ya era más de medianoche, el bar se llenó un poco con la gente que salía de los cines y que entraba a tomarse el último café antes de irse para la cama, comentando la película, hablando de bueyes perdidos, o haciendo planes para el día siguiente, pero cerca de la una empezó a vaciarse otra vez, a tal punto que a la una y media no quedaban más que el Matemático, una pareja que se peleaba cuchicheando en un rincón y un borracho insistente en el mostrador. Por fin el borracho se hizo expulsar con suavidad por el barman, la mujer de la pareja, en un arranque de cólera, se levantó y salió a la calle de modo que el hombre que la acompañaba no tuvo más remedio que pagar rápido en la caja y correr detrás de ella, y el Matemático, que ya iba por su segundo café, quedó solo en el bar, en el que, con discreción pero con firmeza, empezaban a poner las sillas, invertidas, sobre las mesas, y a pasar el trapo. Al cabo de un rato, como ya eran las dos de la mañana y el poeta había dicho doce menos cuarto doce, y como la mesa que ocupaba era el único islote estrecho rodeado por un mar de sillas dadas vueltas sobre las mesas y el suelo en el que apoyaba sus pies el único fragmento, de dos metros cuadrados, en que el piso no relucía listo para la apertura del día siguiente, el Matemático plegó en cuatro los Catorce puntos, recogió su pipa apagada, pagó los dos cafés, y salió a la calle. Un sentimiento nuevo se mezclaba a su humillación y a su rabia: la desesperación que sentimos cuando comprobamos que, por intenso que sea nuestro deseo, los planes de lo exterior no lo tienen en cuenta. Apenas salió, las luces del bar se apagaron a sus espaldas. A no ser por los focos de las esquinas, y, de tanto en tanto, por los faros fugaces de algún auto con el que se cruzaba, hubiese podido jurar que, en el universo entero, la única luz encendida que quedaba pendía en el interior de su cabeza y que algo, al pasar, le había dado un sacudón, y ahora luces y sombras se sacudían con violencia en ese recinto demasiado estrecho en el que pensamientos, recuerdos, emociones, incontrolados y rápidos estallaban y desaparecían como fuegos artificiales o como granadas. Llegó enfrente de su casa, estacionó. Cerró la puerta del auto y se quedó parado un momento en la vereda oscura. Desde hacía un buen rato, el tiempo estaba corriendo por atrás y, del mismo modo que, por el paisaje inesperado que empieza a ver, sin reconocerlo, por la ventanilla, el viajero comprende, no sin pánico, que se ha equivocado de tren, el Matemático empezó a sentir que la persona que creía ser se desmantelaba pieza por pieza, y en su lugar flotaban a la deriva astillas y fragmentos de un ente desconocido que tenían, con un propio ser, un aire de familia, pero parecían, respecto de las ideas, emociones y sentimientos habituales, arcaicos y desmesurados. Atravesó, en puntas de pie, la casa oscura, entró en su pieza y, sin encender la luz, se desvistió y se acostó. Por momento, chispazos de serenidad le hacían decirse "Vamos, vamos, no vale la pena hacerse mala sangre por una grosería o, incluso, por una serie de acontecimientos que han venido mal barajados y de los que nadie es culpable", pero, como eran fugaces, entraban en el torbellino y se convertían a la especie arcaica que lo asolaba, de modo que, incapaz de dormir, a medida que el alba empalidecía el dormitorio por la claraboya y las rendijas de la ventana, él iba perdiendo realidad y los pocos lazos que lo unían al mundo conocido lo iban abandonando. Echado en la cama oscura comprendía, por primera vez en su vida, a su propia costa, que, cuando es lo bastante intenso, como el sufrimiento físico, el moral también se vuelve a partir de un punto determinado innombrable y sin contenido, casi abstracto, y que lo que en cierto momento podríamos llamar pena, culpa, humillación, se convierte, múltiple y casi sin fondo, en hormigueo, estampida, turbulencia, punzadas, explosiones. Durante horas estuvo revolviéndose en la cama, con los ojos bien abiertos, atravesado por esas astillas centelleantes y continuas que lo quemaban por dentro produciéndole un sufrimiento que, mucho más tarde, cuando, a pesar de todos sus esfuerzos por reprimirlo, se acordaba de él, se le aparecía con la imagen única y repetitiva de una cara humana que alguien tajeaba, despacio y decidido, con un vidrio de botella. Por fin, a eso de las once de la mañana, se durmió. Como tenía la costumbre de pasarse noches enteras estudiando en su cuarto, durante el día nadie lo molestó, así que a eso de las seis se despertó solo, poco a poco, pensando que emergía a otro mundo o que él, en todo caso, ya no era el mismo, y durante mucho tiempo, cada vez que encontraba en la calle a alguno de los organizadores de la conferencia trataba de esconderse, o, si no podía, adoptaba una actitud de jovialidad exagerada, sin dejar traslucir el más mínimo reproche a tal punto que, durante unos meses, su preocupación mayor no era interrogarse a fondo sobre lo que le había ocurrido, sino evitar a toda costa que nadie se diese cuenta. Y lo había conseguido. Esa quemadura, que durante semanas había transformado su interior en una llaga viva, y que, hasta que fue cicatrizando, había sido el reverso de su exterior limpio, tranquilo, bien proporcionado, que profería frases sonrientes y exactas, esa especie de quemadura, decía, ¿no?, que, teniendo en cuenta la insignificancia de la chispa que le había dado origen, parecía haberse producido más bien por generación espontánea, había pasado desapercibida, del mimo modo que su reminiscencia dolorosa, para el resto de la humanidad. Y él, en secreto, para sí mismo, cuando lo sopesaba a la distancia, llamaba a esos días, irónico, y con mayúscula, el Episodio.