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Las últimas siete cuadras

Que quede bien claro: el alma, como le dicen, es, pareciera, no cristalina sino pantanosa. Los motivos que la inducen, en esta cuadra, a dejarse llevar, como los llaman, al juego y a la exaltación, en la siguiente, con la misma arbitrariedad, y en forma no menos imprevisible, la sumen, para usar una vez más la expresión, en una intensa melancolía. En todo caso pareciera, ¿no?

Lo cierto es que el Matemático y Leto, después de cruzar la bocacalle caminando para atrás, han aminorado de golpe, y en vez de seguir por el medio de la calle, han subido de nuevo a la vereda y se han puesto a caminar normalmente, ni despacio ni rápido, ni serios ni contentos, unos pocos grados por debajo del término medio ni doloroso ni placentero quizás, por la vereda del mismo lado en la que la línea de sombra, a causa de que el sol está ya más cerca de las once que de las diez, se ha venido arrimando a la pared. El Matemático, por ejemplo, después de su ecuación exultante -al parecer se dice así-, se enfrasca, durante unos segundos, en el ronroneo arcaico, tan adentrado en la especie que aun ignorándolo por completo, nadie, por inconsciente que sea, cuando su mente se vacía, o incluso en el reverso oscuro de sus otros pensamientos, deja de rumiar: "¿Quién puso el huevo del mundo? ¿Hay un solo objeto o muchos? ¿Qué es el…?, ¿no?, etc., etc.", y después de unos momentos de errabundeo y de gravedad, comprobando que Leto, mientras camina, pasea la mirada distraída por los letreros luminosos que se extienden en la altura, sobre la calle, decide refutar, punto por punto, para poner las cosas en su lugar, las afirmaciones de Tomatis. Además, tiene la sospecha de que Leto, sin atreverse a reconocerlo, coincide con gran parte, por no decir con todas esas afirmaciones. Su aire taciturno, como se dice, podría ser muy bien una forma de recelo, una reticencia que, por discreción, y tal vez por hipocresía, no llega a manifestarse. Y está por abrir la boca, cuando Leto se le adelanta:

– Tomatis tiene un delirio galopante -dice-. Esas calumnias al hilo no lo honran mucho que digamos. Al hilo y al pedo. ¿Qué tiene que venir a meterse con Rosemberg? ¿Y los mellizos qué le hicieron? Ni Washington se salvó.

– De veras. Ni Washington.

Y en forma, hay que reconocerlo, bastante solapada, agrega el Matemático. Pero Carlitos es así. No hay nada que hacerle. Capaz de lo abyecto y de lo sublime. Que un muchacho como él pueda tener esos bajones es algo que se me escapa. Hay días en que no se controla. Yo creo que lo afectan demasiado las dificultades y cuando se le presenta un obstáculo en vez de tratar de resolverlo como cualquier hijo de vecino no se le ocurre nada mejor que empezara desparramar mierda sobre el prójimo, desarrolla a porfía, como se decía antes, el Matemático, estimulado por la alianza imprevista de Leto, a quien había creído del lado de Tomatis y en quien el descubrimiento de la coincidencia relativa aciertos juicios morales le permite, pareciera, objetivar, como se dice, sus propias críticas. Él, el Matemático, ¿no?, él, por ejemplo, prosigue, conoce bien la historia de Washington en el cuarenta y nueve, cuando los del gobierno lo habían hecho encerrar en el manicomio porque Washington quería, como él decía, disolver la Dama y el partido y organizar al pueblo en soviets. El conoce los hechos, porque en los medios de extrema izquierda, que frecuenta desde hace tanto tiempo, están bien establecidos. Washington venía de esos medios anarquistas, socialistas y comunistas, y en el año cuarenta y seis, después de una ruptura con su grupo, había encabezado una fracción que adhirió en bloque al peronismo. La extrema izquierda había llenado la ciudad de obleas con su foto, de frente y de perfil, su nombre y apellido, y las palabras traidor fascista en grandes letras rojas. El Matemático había tenido la oportunidad de ver una de esas obleas; se la había mostrado un viejo militante trotsquista que coleccionaba documentos con el fin de escribir una historia de la clase obrera en la provincia. Según el viejo, Washington pensaba en esa época que la clase obrera estaba en el peronismo y que los hombres de izquierda debían ir hacia ella y no al revés, y que el peronismo, por ser un movimiento nuevo, podía estar abierto a todos los cambios. Los peronistas le habían dado una diputación provincial. A los pocos meses de gobierno nomás, Washington representaba la oposición de izquierda en el partido. Y, conociéndolo, uno podía imaginarse lo más bien lo que debió haber sido aquello; dos por tres, las sesiones parlamentarias terminaban a los golpes. En los últimos tiempos, Washington, que recibía amenazas todos los días, iba armado a la Legislatura. La extrema izquierda lo trataba de fascista y los peronistas decían que estaba a sueldo de Moscú -él, que desde mil novecientos quince por lo menos se había tiroteado más de una vez con las bandas nacionalistas y que desde la partida de Trotsky de la Unión Soviética le había declarado la guerra al revisionismo. Lo cierto es que entre el cuarenta y siete y el cuarenta y nueve -sobre ese punto él, el Matemático, tiene información de primera mano- las cosas se degradaron tanto que Washington no dormía dos noches seguidas en la misma casa, por temor de un atentado, y cada vez que iba a la Legislatura, un grupo de hombres armados, todos miembros de su fracción, en los que todavía tenía entera confianza, lo rodeaba todo el tiempo. Una noche, le pusieron una bomba en su casa; otra, cuando iban saliendo de una pizzería, lo ametrallaron desde un auto; él salió ileso, pero uno de sus guardaespaldas murió en el atentado y otro recibió una bala en la columna vertebral que lo dejó paralítico. Cuanto más los otros trataban de hacerlo callar, más Washington se exacerbaba. Y según dos o tres que estuvieron muy cerca de él en esa época, dice el Matemático, Washington, en su empecinamiento, terminó perdiendo un poco la chaveta. No podía no saber que lo que exigía era imposible; y si no se daba cuenta de que era imposible, peor todavía. Lo cierto es que vivía excitado; casi no dormía, y solía vérselo en las esquinas gesticulando con dos o tres de sus camaradas, interrumpiendo las concentraciones oficiales con intervenciones salvajes, repartiendo volantes por las calles y en los sindicatos, organizando manifestaciones con sectores disidentes, pero muy reducidos, de la clase obrera. Si lo querían meter preso, hacía valer su inmunidad parlamentaria. A decir verdad, la mayor parte de los obreros del partido lo miraban como a un bicho raro cuando él les decía que debían tomar el poder, y una vez hasta lo sacaron a golpes de un sindicato, tratándolo de comunista. Tal vez, por desesperación, había perdido un poco de vista la realidad y la prueba de que esa vez tocó fondo es que él, que durante treinta y cinco años había luchado todos los días, un poco más tarde, cuando salió del manicomio, después de un período depresivo, abandonó para siempre la política. Por fin, en el cuarenta y nueve, hasta los de su propia fracción se distanciaron de él; algunos abandonaron el partido, otros, los principios; únicamente él, por orgullo o ceguera quizás, quería seguir tratando de hacer coincidir los dos. Ya ni siquiera iba armado a la Legislatura; y dormía siempre en el mismo lugar. En cuanto a los otros, los que le habían puesto la bomba en la casa y lo habían ametrallado a la salida de la pizzería, ya ni siquiera tenían apuro por suprimirlo; era un trabajo tan fácil que, dejándose llevar por un sentimiento de artistas buscaban, para lucirse y probarse a sí mismos en tanto que profesionales, una ocasión que presentara reales dificultades. Y es en ese momento que interviene el Centauro Cuello.

No, según el Matemático, Tomatis no tiene derecho a sugerir que Cuello conspiró contra Washington en el cuarenta y nueve; se había tratado más bien de lo contrario. Cuello viene del mismo pueblo que Washington, y aunque Washington le lleva veinte años, desde aquella época se frecuentan todo el tiempo. Como, por otra parte, la opinión general le atribuye a Cuello una inteligencia moderada, el Matemático piensa que hay que buscar las causas de esa amistad en un plano diferente al del comercio intelectual; y, según el Matemático, ese plano sería el de la gratitud de Washington hacia Cuello, en razón, justamente, de la conducta de Cuello en el cuarenta y nueve. Que fue, dice el Matemático, más o menos la siguiente: Cuello, que pertenecía a la juventud del partido, no desaprobaba por completo las posiciones de Washington, y coincidía con él de un modo oscuro y confuso, porque su formación política era más bien precaria -a decir verdad inexistente, aparte de una coincidencia general con lo popular debido a su inclinación por la literatura criolla. Si después de los años cincuenta su formación había mejorado un poco, se debía sin duda a la influencia de Washington, al que, por razones difíciles de desentrañar, admiraba hasta la idolatría. Washington había sido el gurú de muchos, fieles y renegados, pero en ninguno de sus discípulos (que él, naturalmente, no consideraba discípulos y que no se hubiesen atrevido a autoproclamarse como tales) había encontrado mayor devoción. Desde que Washington entró en el partido, Cuello se había acercado a él y nunca más lo había abandonado. Bastaba toparse con Cuello, dondequiera que estuviese, para saber que Washington no andaba lejos. E, inversamente, seguro que en todo lugar del que Washington ocupara el centro, podía deducirse que Cuello merodeaba, atento y callado, en la periferia. Nadie reparaba en él, pero todo el mundo daba por sobreentendida su presencia. Era incomprensible, si se tenía en cuenta todo lo que los separaba -lo que para Cuello eran dioses, Washington, sin, desde luego, hacérselo notar, lo despreciaba. Era difícil saber si Cuello ignoraba la perplejidad de la gente por su amistad estrecha con Washington o si, estoico, e intensificando de ese modo su devoción, perfectamente al tanto, la soportaba. Desde luego, el sobrenombre que le habían puesto, el Centauro, si alguno, por indelicadeza, podía llegar a dirigírselo directamente, nadie se hubiese atrevido a emplearlo en presencia de Washington. No era raro llegar a la tardecita a lo de Washington y encontrarlos a los dos bajo un árbol, sentados en sillas bajas, tomando mate e intercambiando frases espaciadas, lacónicas y llenas de sobreentendidos de las que resultaba difícil saber sobre qué versaban. Tal vez, como venían del mismo pueblo, experiencias comunes, puramente materiales -cosas, lugares, gente- les facilitaban la conversación, pero, según el Matemático, debía haber algo más, ya que es sabido que a menudo con la gente que tiene un origen común sucede lo contrario, a saber que más bien se esquivan cuando se topan fuera de su lugar de origen, como si el hecho de conocerse desde antes les hiciera perder un poco de consistencia. No, según el Matemático, esa fidelidad viene de finales de los años cuarenta, cuando a Washington lo encerraron en el manicomio. Y su causa, revela el Matemático, alzando un poco la voz con un tono de ligera soberbia y de rebeldía, excedido por las alusiones injustificadas de Tomatis, la causa de esa fidelidad, él lo sabe de buena fuente, no viene sino de que Cuello, en ese entonces dirigente de la juventud, se las ingenió para hacer encerrar a Washington en el manicomio y obtenerle una pensión por invalidez, evitando de ese modo que lo mataran. Según las informaciones que ha podido obtener el Matemático, su supresión era inminente, y la gente de Cuello, basándose en comportamientos bastante desmedidos de Washington en esa época, y en algunas de sus rarezas, había convencido a los partidarios de la ejecución de que Washington estaba loco y que ellos se encargarían de sacarlo de circulación. Desde luego, varios de los viejos amigos de Washington acusaron a Cuello de haber urdido, como se dice, una maquinación, y le habían enchastrado dos o tres veces el frente de la casa con pintura roja y con alquitrán, amenazándolo de muerte, pero cuando Washington empezó a recibir visitas en el manicomio -al principio lo tenían con camisa de fuerza y todo- el único miembro del partido que aceptaba ver era Cuello. En todo caso, Cuello lo visitaba todas las semanas, llevándole comida, ropa, libros -e incluso, afirma el Matemático, había tenido la delicadeza de frenar la campaña del partido, que acusaba públicamente a la extrema izquierda de haber empujado a Washington a la locura. Según el Matemático, las insinuaciones de Tomatis constituían una falta de respeto no únicamente hacia Cuello sino sobre todo, y bien mirado, hacia Washington, para quien, en esos tiempos difíciles, Cuello debe haber sido, más que un apoyo político o afectivo, un criterio de realidad. Cuando no únicamente los otros, sino incluso su propia razón parecía abandonarlo. Cuello se volvió la última referencia, el último puente con el mundo, y como al año, cuando salió del manicomio y pasó por ese período depresivo que le duró hasta fines del cincuenta y uno, Cuello era el único que lo veía y que aceptaba pasar días enteros en Rincón Norte sentado frente a Washington, que no decía una palabra y que sacudía la cabeza de tanto en tanto, emitiendo un suspiro prolongado. Pasaron muchos meses antes de que, de ese silencio aturdido y terrible, empezaran a salir, poco a poco, las frases espaciadas, lacónicas y llenas de sobreentendidos que constituían su conversación, frases, por otra parte, de las que era difícil adivinar el contenido, porque, desde que aparecía un tercero, sin disimulo ni precipitación, sino del modo más llano y natural, indefectibles, cesaban. En presencia de los demás, Cuello parecía dejar de existir y Washington mismo le dirigía la palabra muy de tanto en tanto, como para hacer notar su presencia o darle vida durante unos instantes gracias a sus frases interrogativas, respetuosas, y no exentas de una complicidad irónica y remota: ¿No le parece, Cuello? -Washington no tuteaba a nadie y nadie lo tuteaba, salvo su hija-, ¿Vio, Cuello, lo que le decía?, a las que Cuello ni siquiera contestaba, limitándose a existir, a cobrar, como se dice, consistencia y volumen en lo exterior, del mismo modo que, con alguna fórmula mágica, un hechicero materializa, en el espacio vacío, para los sentidos de la asistencia, un ser hasta entonces invisible cuya presencia dura lo que dura la invocación. Como trabajaba de secretario en la Mutual de Carniceros -la mujer era profesora de música en la Escuela Normal- nunca llegaba a Rincón Norte sin una tira de asado, que Washington ponía al fuego después de un rato de conversación, y que comían de parados cerca de la parrilla, sin platos ni nada, cortándose bocados de la misma costilla sobre una tablita. Según el Matemático, Washington tuvo escondido a Cuello en su casa durante un tiempo, porque lo buscaban los Comandos Civiles, hasta que pasaron los meses más duros y pudo reaparecer. Era extraño verlos tan cercanos y tan distintos a la vez. Cuello publicaba de tanto en tanto sus colecciones de cuentos criollos, y en diarios y revistas que para Washington representaban el colmo del ridículo e incluso de la infamia, pero no era raro llegar a su casa y ver sobre su escritorio alguno de los volúmenes de Cuello, con su correspondiente dedicatoria y un señalador sobresaliendo de entre las páginas que demostraba que Washington los leía. A veces al Matemático le parecía que, cuando había mucha gente, la expresión de Washington se alertaba un poco si creía percibir en los presentes la sombra de alguna ironía sobre Cuello -tanto que esa ironía remota era reprimida de inmediato a causa de la tensión que empezaba a pesar sobre los presentes; y únicamente cuando esa sombra se disipaba por completo, la expresión de Washington volvía a distenderse. Se hubiese dicho que, conscientes de las debilidades del otro más que de las propias, constantes y lúcidos para ellas únicamente, velaban, tácitos, uno sobre el otro. Si algo refutaba las insinuaciones de Tomatis, según el Matemático, era justamente la consideración de Washington hacia Cuello -según el Matemático, ¿no?, quien, además de desmantelar las afirmaciones de Tomatis respecto de Cuello, aprovecha de paso para invalidar las que según él, Tomatis ha tenido el coraje de lanzar sobre la Chichito: Más se quisiera él que sea virgen. Eso lo consolaría de sus intentonas. La que él no se pasa al. cuarto o es una histérica o es una burguesita.

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