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Pero el Matemático se calla, y por dos razones: la primera, porque se considera, y sin duda lo es, como dicen, un caballero, o sea que, teniendo en cuenta que la virginidad de la Chichito, según la expresión exacta con que lo piensa, le importa tres pepinos, del mismo modo que la virginidad en general, no quiere que Leto, que lo escucha con atención, pueda pensar que está tratando de sugerir que la Chichito no es virgen y la segunda, más importante que la primera en realidad, porque no le gustaría que, si se extiende demasiado sobre el problema, Leto deduzca que la virginidad en general, ese no objeto por excelencia, pueda haber ocupado un lugar, por insignificante que sea, en sus reflexiones. Pero una tercera razón contribuye también a determinar su silencio: están llegando a la esquina, y como en el cruce la calle deja de ser peatonal, el mismo atolladero de varias cuadras antes, cuando han bajado con Tomatis a la calle y se han puesto a caminar por ella, se repite en sentido inverso. Cruzar va a ser, parece expresar la cara del Matemático, cuando se paran en el cordón y sopesan, como se dice, el panorama, un problema, pero en fin, trataremos de resolverlo -lee Leto en la cara del Matemático, cuya concentración en la tarea que se avecina se vuelve tan grande, que sacudiendo leve y pensativo la cabeza, y acariciándose, mecánico, el mentón, ante el asombro inenarrable de Leto, bajito y distraído, se pone a canturrear.

Es verdad que la situación es compleja: los coches que vienen del Oeste por la transversal, como hacia el Norte la calle principal está para uso exclusivo de peatones, se ven obligados ya sea a continuar hacia el Este, ya sea a doblar por la calle principal en dirección al Sur, en tanto que los que vienen por la calle principal de Sur a Norte, deben doblar, por las mismas razones, en dirección Este por la transversal -o deberían, mejor, porque, por el momento, las hileras diferentes de coches que se encuentran en el cruce están atascadas y no avanzan, sin exagerar, ni un milímetro, inmóviles y como desparramadas sin orden en la calle, a pesar de los esfuerzos teóricos y del revoleo de brazos del vigilante que ha abandonado su tarima y que, añadido por la experiencia histórica del maquinismo al proyecto excesivamente abstracto de Hipodamos, justifica, por su impotencia y a posteriori, la invención del semáforo, no menos abstracto a decir verdad en su periodicidad mecánica, inadecuada a la no periodicidad de los fenómenos, que la invención de Hipodamos cuyas imperfecciones pretende corregir. A Leto, entre tanto, no se le va el asombro ni, y por qué no, la decepción vaga: en primer lugar, el canturreo del Matemático, su automatismo preocupado, no condice con el autocontrol férreo que le atribuye, tal vez por su formación científica y por su origen social, y en segundo lugar porque esa letra de tango, en boca del Matemático, le suena como un anacronismo, dándole una impresión semejante a la que le produciría una voz de soprano saliendo de entre los labios de un boxeador. Además, la reacción del Matemático le parece desproporcionada en relación con el obstáculo que deben, como se dice, franquear -hay, ahora, algo atroz en su cara, no muy diferente del pánico, que el bronceado europeo parejo, que cumple la función, involuntaria desde luego, de una máscara, deja pasar al exterior. Y a eso se agrega que el canturreo, en lugar de desarrollar la melodía haciendo progresar la letra de la canción, vuelve a repetir una y otra vez el mismo dístico, sobre el mismo fragmento melódico, pero en un tiempo cada vez más acelerado, en voz cada vez más baja, con una dicción en la que aumenta el empastamiento y que de ese modo vuelve incomprensibles las palabras, a medida que la mirada en la que despunta el pánico resbala sobre los coches inmóviles de los que los paragolpes, que casi se tocan, exigirán, al que quiera cruzar, una pericia extrema. La mirada del Matemático se detiene, inquieta, en el espacio estrecho que dejan los paragolpes, y después se dirige hacia su propio pantalón. "Los pantalones", piensa Leto, que ha ido siguiendo al Matemático en todas sus fases de desolación. "La amenaza de una mancha en los pantalones." El alma, como le dicen, de la que decía hace un momento parecerle a un servidor que es, no cristalina, sino pantanosa, "el alma del Matemático", piensa Leto, sin representarse, desde luego, la palabra alma, y sin tampoco, como la mayor parte del tiempo, con nada parecido a palabras, "el alma del Matemático, que distingue con facilidad lo verdadero de lo falso, el bien del mal, y que posee la entereza suficiente como para poner las cosas en su lugar si Tomatis echa a correr la calumnia por las calles, se derrumba y deshace ante la posibilidad de una mancha en los pantalones".

Haciéndose cargo de la situación, y simulando no haber percibido ningún cambio en la actitud del Matemático que ahora, aunque no menos inquieto, ha dejado por fin de canturrear, hecho que comprueba con alivio, Leto se pone a buscar, por entre los paragolpes demasiado juntos, algunos que les permitan pasar a la vereda de enfrente. Hay por lo menos tres filas atascadas en la transversal, aunque en el caso actual la noción misma de fila es inadecuada, debido a la posición irregular de los coches, encastrados en los espacios que han ido quedando libres como si hubiesen hecho su aparición únicamente con el fin de llenarlos -pero ahora, en toda la transversal, no queda un solo espacio libre y habría que ponerse en puntas de pie y otear por lo menos una cuadra y media hacia el Oeste para ver los últimos vehículos que todavía se mueven, agregándose con prudencia, si puede usarse la expresión, a los que ya no consiguen avanzar. Decidido, Leto inspecciona, teniendo en cuenta toda clase de detalles, los paragolpes, y después levanta la vista y ve que en la vereda de enfrente cuatro o cinco personas buscan también un paso en sentido opuesto, pero cuando encuentra un espacio de unos pocos centímetros se vuelve hacia el Matemático -paralizado por la ineluctabilidad de la mancha, todo el ser concentrado en los pantalones blancos deslumbrantes- y haciéndole un gesto casi imperceptible lo incita a seguirlo. Una lucha interior se manifiesta en la expresión del Matemático, lucha cuyo resultado, incierto al principio, termina por confirmar, de un modo provisorio desde luego, la tesis, por usar alguna expresión, humanista como la llaman, a estar con la cual, en el ente llamado hombre, los elementos llamados racionales -en la actualidad dios, patria, hogar, tecnología, conciliación de clases- terminan siempre por sobreponerse a los irracionales -excremento, succión o masticación, esperma, sangre, autodestrucción- de un modo constante y según una curva ascendente indefinida, de modo que después de una vacilación rápida y mal disimulada, imitando a Leto, en cuyas manos, ciego e inerme, ha depositado todo el poder de decisión, el Matemático abandona la vereda y se aventura, lento, por la calle.

Leto hace un gesto nervioso, superfluo, consistente en sacarse los lentes y volvérselos a poner en el acto y, un poco de costado, después de estimar de un vistazo sus posibilidades de éxito, empieza a pasar, despacio, entre los dos paragolpes, seguido, a medio metro de distancia más o menos -y siempre más o menos, ¿no?-, por el Matemático al que la corpulencia proporcionada y musculosa, tan necesaria para llevar, esquivando a sus adversarios, la pelota ovalada de una punta de la cancha a la otra no le es, en la circunstancia actual, de ninguna utilidad; más bien al contrario: el corte ancho, flotante, de los pantalones blancos, en oposición deliberada a la estrechez arbitraria de la moda presente, también contribuye a volver más dificultoso su desplazamiento, a diferencia de Leto, a quien la flacura relativa y la ausencia de fijación fetichista con su pantalón de mala calidad le facilitan, como se dice, la tarea. Pero por discreción, para no humillar demasiado al Matemático, Leto magnifica sus propias dificultades: le basta con haber vislumbrado las grietas de su alma, como la llaman, y, consciente de lo ineluctable de nuestras desilusiones acepta, ensombreciéndose un poco por dentro, que los mitos claudiquen cuando irrumpe el principio, que le dicen, de realidad. Sin embargo, tratando de no ser sorprendido, vigila los pantalones blancos mientras atraviesan, volviendo discreto la cabeza., deseando a su vez que la mancha no se produzca, no por identificación simpática, sino por temor de que la mancha remache la abyección, la complete y, ante sus ojos, el Matemático, que a pesar de las insinuaciones de Tomatis, le parece alguien digno de amor y de cierta admiración, no naufrague en la zona oscura y pastosa de la que el aire claro de la mañana es el reverso endeble y pasajero. Pero por suerte, con prudencia y pericia, logran atravesar. Una etapa, por lo menos, ha quedado atrás, por decirlo de algún modo, pero a decir verdad, si antes de bajar a la calle han estado bloqueados pero libres de volver, como se dice, sobre sus pasos, ahora retroceder es imposible, y la salida del primer pasaje entre los paragolpes los pone frente, no a un nuevo pasaje, sino a la carrocería roja de un auto que les impide pasar. Leto explora, por encima del auto rojo las posibilidades de seguir adelante que les ofrece la disposición de los autos detenidos en la calle y comprueba que, de la vereda de enfrente, el grupo que estudiaba a su vez un itinerario posible se ha aventurado a la calle, desviando unos metros hacia el Este, y ahora cruza en fila india entre dos coches, lo que lo induce a tomar a su vez la dirección Este; costeando el auto rojo, no sin asegurarse de que, sumiso, el Matemático lo sigue, verifica, con desaliento, que el paragolpes delantero del coche rojo está casi pegado al paragolpes trasero del coche siguiente, y cuando alza la cabeza para analizar los movimientos del grupo de la vereda de enfrente advierte que si han debido desviar hacia el Este para atravesar el primer espacio libre entre los paragolpes, ahora deben volver atrás, en busca de un segundo pasaje que les permita atravesar la segunda fila de coches. Con celeridad -la palabra pareciera estar bien empleada- Leto sopesa -se dice así- las dos posibilidades, Oeste o Este, consciente de que debe tomar una decisión en la fracción de segundo que se avecina, ante la disyuntiva de lanzarse, a ciegas, por un terreno inexplorado, o confiar en la experiencia adquirida de los otros, que vienen en sentido opuesto, confirmando, en cierto modo únicamente, ¿no?, y por decir así, el carácter reversible del espacio, y eligiendo esta segunda posibilidad gira brusco, llevándose por delante al Matemático que, dócil, lo ha venido siguiendo de muy cerca, espiando ansioso -el Matemático, ¿no?- por encima de su cabeza, las posibilidades de éxito que les ofrece el terreno. Confusos, tratan de cederse el paso mutuamente, varias veces, impidiéndose avanzar cada vez, ya que de un modo evidente, el Matemático se resiste a encabezar la marcha pero se abstiene de ponerse de costado por temor de que si se apoya contra un auto, los pantalones, cuyas botamangas y piernas está tratando de preservar, no reciban la mancha tan temida en los fundillos. Leto comprende, y apoyándose de espaldas contra el auto rojo, deja pasar al Matemático, se desliza sobre la carrocería limpiándola bien de polvo con sus propios pantalones y, sacudiéndoselos sin ostentación para no generar remordimientos en el Matemático, o tal vez por temor de que aun advirtiendo su sacrificio el Matemático, inhibido en sus reacciones morales a causa del apego desmedido a sus propios pantalones, ni siquiera sienta esos remordimientos, comienza a desandar el trayecto recorrido y a dirigirse hacia el Oeste. Un prurito -podría decirse- último de responsabilidad lo hace echar una ojeada rápida hacia atrás para asegurarse de que el Matemático lo sigue.

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