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Ahora bien: apenas han puesto un pie en la calle, como si el contacto de las suelas de sus zapatos con el asfalto hubiese desencadenado un mecanismo complejo de estimulación sonora, los numerosos autos inmóviles, relativamente silenciosos, por protestar tal vez contra alguna señal del vigilante, o por imitación gregaria, o por la simple voluptuosidad de existir de una manera un poco más intensa gracias al anuncio repetitivo de la índole musical del propio ser, como le dicen, han comenzado, casi al unísono, a llenar la mañana inocente y soleada con el ruido de sus bocinas. Todo el espacio alrededor se descompone en planos sonoros, de los que los diferentes timbres e intensidades marcan los límites, el perímetro, la distancia, la ubicación respecto de Leto y del Matemático, que en el centro del horizonte de ruidos artificiales parecen avanzar como en un medio más resistente que el aire, a juzgar por la subexpresión, podría decirse, de esfuerzo y de desagrado que acompaña, igual que la misma salsa los diferentes platos de un banquete o la eternidad en tanto que subespecie la contingencia pasajera, la sucesión de emociones que van generando en ellos los accidentes del cruce. Por fin encuentran un espacio lo suficientemente ancho entre dos paragolpes como para cruzar; pero se ven obligados a detenerse y a esperar, porque el grupo de la vereda de enfrente, encabezado por un hombre canoso, en mangas de camisa, que lleva un portafolios en la mano -un abogado que viene de Tribunales, casi seguro, o un alto empleado de la casa de gobierno que se dirige al centro a realizar operaciones bancarias- que ha encontrado el pasaje antes que ellos, ya ha empezado a atravesarlo en fila india. El hombre canoso sale de entre los paragolpes con la cabeza baja, perdido en sus pensamientos, llevándole cierta ventaja a sus seguidores, pero la mujer que lo sigue, un ama de casa que ha salido a hacer gestiones administrativas y que aprieta contra su pecho la libreta de familia de la que sobresale una hoja de papel sellado, les lanza una mirada que Leto, a diferencia del Matemático, bloqueado a todo comercio social, recoge al pasar con un gesto de connivencia, para tranquilizarla, porque le ha parecido vislumbrar, en la mirada de la mujer, cincuentona y redonda, de origen bastante modesto, como se dice, una especie de culpabilidad excesiva por el hecho de que ella, una simple señora de barrio, haya tenido la audacia de pasar antes que ellos dos, que parecen jóvenes cultos y de buena familia. La mirada de Leto trata de expresar, infructuosa, porque la señora nunca lo admitiría, el origen común de la humanidad, a partir de las llamadas ramas colaterales de ciertos primates, como les dicen, en África oriental, unos setenta millones de años atrás, en números redondos, más la idea formulada por no pocas religiones según la cual todos los seres humanos son iguales ante el sufrimiento, más su convicción personal de que la mejor organización social sería un orden igualitario, con rotación de roles, un mínimo de gobierno y socialización de los bienes de producción, pero apenas sus miradas se han cruzado una fracción de segundo, el lapso indispensable para expresar su culpabilidad a los dos jóvenes diplomados, la mujer baja otra vez los ojos, un poco avergonzada de haberse atrevido a hacerlo, confusa por la mirada connivente que le ha devuelto uno de los jóvenes, llena de sobreentendidos que ella no logra ni desea desentrañar. Al tercero de la fila, el Matemático no puede ignorarlo; es un conocido, el ingeniero Gamarra, adjunto de Química Orgánica, con quien sabía jugar al ping-pong en el club universitario. Sesentón y bien trajeado, se viene acariciando la punta de la corbata a rayas oblicuas, anchas, amarillas y verdes, y lo saluda con una inclinación de cabeza y un monosílabo cortante que Leto, que lo observa imparcial desde el exterior, atribuye a lo humillante de la situación; por último, una mujer joven, vestida con un trajecito floreado, y de la que la cartera de cocodrilo que cuelga de su brazo roza la carrocería de uno de los autos mientras atraviesa sin siquiera dignarse mirarlos. El paso actual, más exiguo que el primero y que ha obligado a los que lo cruzaron en sentido inverso a girar un poco el cuerpo y a desplazarse de costado, presenta mayores dificultades, y el hecho de pasar de costado pone en peligro las dos piernas del pantalón a la vez, y cuando se internan en él, las bocinas entre cuyo sonido han venido como chapaleando, todas al mismo tiempo, dejan de oírse. Una sola insiste, una vez más, en algún punto de la calle principal, pero después no recomienza. Cuando dejan atrás los paragolpes, Leto, sin detenerse, toma hacia el Este y encuentra sin mayor esfuerzo el paso que han descubierto los que venían en dirección opuesta -ancho, llano, abierto, con el cordón de la vereda en el otro extremo, tan fácil de atravesar que, sin darse vuelta, Leto comprende que el Matemático, a sus espaldas, ya está recomponiéndose una personalidad, y que cuando pisen la vereda de enfrente y se pongan a caminar a la par, será otra vez el tipo rubio, alto, elegante, bronceado, todo vestido de blanco, incluso los mocasines, que usa sin medias y de los que no sabe que han sido comprados el mes antes en Florencia, el Matemático, perfecto en su género igual que un modelo publicitario, que habla pausado y preciso, y que ha salido esa mañana a distribuir a los diarios el comunicado de la asociación de estudiantes de Ingeniería Química relativo al viaje a Europa que la nueva promoción de egresados o de egresados inminentes acaba de realizar.

Pero se equivoca. Al llegar a la vereda, el Matemático no ha terminado todavía de luchar consigo mismo -al menos le parece a Leto que, cuando se pone a caminar junto a él, del lado de la pared, no deja de advertir su ofuscación sorda mientras elabora la humillación de haber sido, durante unos instantes, el rehén de su propio pantalón, y Leto, aliviado, siente despuntar, a través del silencio del Matemático, el remordimiento sincero, la resolución de ser mejor en el futuro, la certidumbre de que nunca más volverá a empastarse en esa penumbra irracional de la que acaba de salir, la convicción de que esas debilidades son simples automatismos pasajeros que el sabio va eliminando, gracias a la inteligencia liberadora, le parece a Leto que va pensando el Matemático, en su evolución ascendente. Llegan a la esquina. Doblan. Y ahora que retoman la calle principal, en dirección al Sur, como decía hace un momento, ¿no?, el Matemático, habiéndose reconstituido de su eclipse compulsivo, después de carraspear dos o tres veces, emerge otra vez al sol de la mañana. Pero Leto está pensando: "Darían todo a la humanidad, salvo el pantalón. Aceptarían cualquier cosa, menos que les manchen el pantalón. Se comportan como corderos siempre y cuando no esté en peligro su pantalón. Desconfiar de ellos, aun cuando lo hayan dado todo y pretendan no haberse guardado más que el pantalón". Con el plural, adscribe al Matemático a un vasto campo enemigo, a la legión de los que, atrincherados en la defensa de sus propios pantalones, constituyen, egoístas y ciegos, una amenaza constante para el resto de la humanidad. Pero la voz del Matemático, un poco aflautada al principio por el carraspeo vergonzoso, recupera el tono imparcial, el preciosismo calculado y, Leto debe admitirlo, el timbre agradable de las cuadras anteriores.

– En varios puntos, Botón es más verosímil que Tomatis -dice, retomando la conversación como si no hubiera pasado nada. "Será", piensa, malévolo, Leto, dispuesto a escucharlo pero a controlar, severo, a cada paso, por decir así, y también en sentido literal en el caso presente, su credibilidad. Pero como todas las otras veces, sus proyectos rigoristas ceden en forma casi simultánea a su formulación, arrastrados por un relativismo orgánico, podría decirse, que proviene de su inseguridad tal vez, o de un rigorismo de signo contrario, dirigido contra sí mismo; a decir verdad, no le disgustaría ser como el Matemático, o sea capaz de deslindar lo auténtico o por lo menos lo probable del acaecer problemático, y al mismo tiempo estar tan incorporado a la historicidad como para saber que debe evitarse, a cualquier precio, una mancha en el pantalón. Por otra parte coincidir con él en un juicio negativo sobre Tomatis lo iguala no solamente en una visión semejante de las cosas, sino también en la intimidad del propio Tomatis, intimidad que, paradójico, el juicio negativo acrecienta en vez de disminuir. Y por último, esos dichosos mosquitos de Washington han terminado por intrigarlo: en el ir y venir de pensamiento, recuerdos, asociaciones, de imágenes falsas que a partir de ahora, y para siempre, llevará en él como recuerdos verdaderos, los mosquitos revolotean, grises y definidos, pasan una y otra vez por la zona despejada de su mente en la que desfilan, igual que en un teatro de variedades, las representaciones que hacen surgir, como se dice, los comentarios detallados del Matemático. El cual, pasando lo más orondo de la preservación obsesiva de su pantalón a la refutación imparcial y fácil de la maledicencia tomatiana, prosigue de esta forma: ¿Rita Fonseca, cuando tiene unas copas encima quiere mostrarle las tetas a todo el mundo? Él, el Matemático, no dice que no. Es probable. ¿Pero no es cierto que tiene derecho? Y haciendo un ademán amplio y teatral, después de pararse de golpe, semejante al prestidigitador que hace aparecer de un modo súbito a su linda ayudante en malla de lentejuelas en un punto del escenario hasta entonces completamente vacío, estira el brazo en dirección a una vidriera y se queda señalándola con la mano abierta y una sonrisa amplia y satisfecha.

Dócil, parándose a su vez, Leto mira la vidriera que indica la mano abierta del Matemático. Detrás, el local, todavía cerrado, está en una semipenumbra, a pesar de las paredes blancas que emiten, en esa penumbra, una especie de resplandor. En el fondo, los únicos muebles, un escritorio y un par de sillones, se esfuman un poco en la semipenumbra que se va disipando en las cercanías de las vidrieras que flanquean la puerta de calle oculta detrás de una cortina metálica acanalada. De las paredes blancas cuelgan varios cuadros sin marco, de distinto formato, bastante grandes en general, en los que pueden adivinarse, desde la vereda, las líneas abstractas. Pero, bien expuesto en la vidriera que señala el Matemático, también sin marco, apoyado contra un soporte de madera blanca, uno de los cuadros se exhibe para ser visto desde el exterior del local, a través de la vidriera. Junto al cuadro hay una tarjeta blanca donde se lee: Galería de arte – Rita Fonseca – Drippings – 1959/1960.

– Tiene derecho, ¿no? -insiste, orgulloso y entusiasta, el Matemático, señalando la tela expuesta en la vidriera, que Leto ha comenzado a observar. Y como, molesto por su insistencia, Leto no dice nada, el Matemático hace silencio, como se dice, sin poder abstenerse de vigilar, como ya lo ha hecho durante la lectura de Tomatis, la reacción estética de Leto. Pero esta vez, Leto se olvida de su presencia y penetra, por decir así, en la superficie cubierta de pintura hasta los bordes, sustrayéndose tanto y de un modo tan súbito, al mundo exterior, que ni siquiera oye las bocinas que, durante unos segundos, se ponen a sonar otra vez y después paran, porque las filas de autos que habían estado atascadas en la esquina recomienzan, a paso de hombre, a avanzar. Leto nunca ha visto un cuadro semejante: es un rectángulo de un metro de alto más o menos y de unos ochenta centímetros de ancho, sin ningún tipo de representación, ninguna figura o silueta, ninguna forma ni siquiera vaga o distorsionada, sino una acumulación de gotas, manchas, regueros, salpicaduras de pintura fluida de varios colores que se superponen, contrastan, se anulan, se mezclan, se combinan y que, en tanto que conjunto, se equilibran, milagrosos, a pesar del ritmo irregular y frenético y del azar vertiginoso con que la pintura ha chorreado sobre la tela. "Le mostrará las tetas a todo el mundo, pero qué bien pinta", piensa, maravillado, mitigando con una parodia de grosería, que le sirve también para expresar su admiración, la emoción violenta, inequívoca, que le produce el cuadro. Ningún color predomina, a no ser por las titilaciones, no periódicas porque su distribución en el conjunto no obedece a ninguna periodicidad, con que sobresalen de tanto en tanto, y siempre en relación estrecha, como se dice, con los demás, en distintos puntos de la superficie; el chorreo, más bien fino o mediano en general, se adensa por momentos en remolinos, en manchas superpuestas varias veces, en gotas de tamaño diferente que, al estrellarse, cayendo de distinta altura, lanzadas con distinta fuerza o constituidas por distintas cantidades de pintura más o menos diluidas, se estampan por lo tanto de manera distinta cada vez, no únicamente por el tamaño, sino sobre todo por la individuación perfecta que adquieren al desparramarse en la tela. Por otra parte, las manchas y los regueros tortuosos continúan hasta los bordes, los cuatro costados clavados al bastidor, de modo tal que como se comprueba que lo que ha quedado detrás del bastidor es la continuación de la superficie visible, puede deducirse con facilidad que esa parte visible no es más que un fragmento, y el ojo, al llegar a los bordes en los que se pliega la superficie, adivina la prolongación indefinida de esa aparición intrincada que va dejando, en su combinación imprevisible de colores, de densidades, de velocidades, de sobresaltos y de acumulaciones, de giros bruscos y de temperaturas, la materia atormentada. No son formas, sino formaciones -rastros temporariamente fijos de un fluir incesante, ¿no?, aglomeración sensible, podría decirse, en un punto preciso de la sucesión, que relacionando tensa y frágil, sin anularlos, azar y deliberación, le añade, liberadora, a lo existente, delicia y radiaciones. Leto sacude la cabeza, varias veces, en tanto que, haciendo sobresalir el labio inferior, oculta en él al superior, para expresar su perplejidad admirativa. El Matemático, que ha estado mirando el cuadro al mismo tiempo que él, no sin seguir vigilando sus reacciones, lo acompaña, dispuesto y agradecido, cuando se da vuelta y continúa caminando.

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