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Leto lo encontrará en ese estado cuando, sospechando que tal vez faltarán las ocasiones en el futuro, decidirá ir a visitarlo. Tomatis lo recibirá con una sonrisa débil, más visible en los ojos que se entrecerrarán que en la boca, que se abrirá un poco atónita, sin que los labios se desplieguen. En los primeros minutos, ni se levantará de su sillón -será la hermana la que habrá bajado a recibirlo- y mantendrá con él un diálogo deshilvanado, echando miradas ansiosas hacia la pantalla del televisor para no perder el hilo del programa que estará mirando; pero después, justo cuando Leto empiece a arrepentirse de haber venido, realizando un esfuerzo supremo, como se dice, lo presentará a su hermana como a un amigo corredor de libros que viene de Buenos Aires y lo invitará a subir a la terraza para poder conversar más tranquilos. Tomatis le dará la manzana de plástico después de haberla llenado de hielo y, cargando la damajuana subirá, arrastrando las alpargatas raídas y tratando de sostenerse, sin mucho éxito, los calzoncillos con la mano en la que lleva los vasos, los escalones rojos que conducen a la terraza. Será el atardecer. Tomatis le ofrecerá un vaso de vino, que él rechazará; pero después de una vacilación, hasta no estar seguro de que Tomatis no tiene miedo de que su visita lo comprometa, le pedirá un caramelo, o una coca-cola, de modo que Tomatis se levantará, descalzo, sosteniéndose el calzoncillo que ni siquiera su vientre inflado alcanzará a retener e, inclinándose un poco hacia el patio interior, le pedirá un caramelo a su hermana. La hermana le traerá una bolsa de celofán llena de caramelos de fruta, anaranjados, amarillos, verdes, rojos, envueltos también ellos en papelitos de celofán con los bordes retorcidos que Leto irá desenvolviendo de tanto en tanto para mandarse los caramelos a la boca y tirar los papeles en una maceta vacía que habrá cerca de su perezosa. De tanto en tanto, Tomatis echará una mirada vagamente curiosa al bolso de lona en el que sabrá que Leto tiene una pistola. Anochecerá: Leto se sentirá perplejo, un poco desorientado: él, que habrá ido hacia Tomatis para gozar tal vez por última vez de sus chistes asesinos, de su volubilidad, de su voz algo nasal habituada a lanzar torrentes de palabras un poco tartajeantes iluminadas aquí y allá por destellos de gracia, se encontrará con un cuarentón demasiado gordo, con los ojos llorosos y brillantes pero empañados a la vez en ciertos alcohólicos, la barba de varios días más gris que negra, la cara hinchada, los pies sucios y el calzoncillo dudoso, un cuarentón que musitará alguna que otra pregunta indecisa y un poco extraña cada cinco minutos, desinteresándose casi en seguida de la respuesta, pero volviendo a formular la misma pregunta media hora más tarde, como si nunca la hubiese hecho, y desinteresándose otra vez de la respuesta para hundirse en rumiaciones insondables y trabajosas. Que no será el temor lo que retendrá a Tomatis, lo mostrará el hecho de que sus preguntas se referirán, con la misma lejanía y la misma imparcialidad, a los temas más comprometedores o más insípidos, temas que, en épocas normales, habrían podido tratar en forma viva y exhaustiva, pero que ese anochecer de enero Tomatis musitará sin convicción, y en forma interrogativa e indiferente, a la que él, Leto, ¿no?, responderá la mayor parte de las veces con monosílabos verídicos pero incompletos. Al cabo de un rato, su desconfianza se transformará en alivio y, cuando compruebe que los raros momentos de buen humor pasajero de Tomatis consistirán en un empleo sentencioso y mecánico de los slogans publicitarios televisivos, también en compasión. Un par de veces, como la televisión seguirá funcionando abajo, Tomatis se levantará, interesado por el cambio de programa, por alguna noticia sensacionalista, por el desenlace de alguna serie policial, interrogando a su hermana en voz alta a través del patio interior, y después volverá a sentarse en su sillón plegadizo, quedándose pensativo unos segundos y sirviéndose otro vaso de vino con hielo. Hasta que, en determinado momento, la pregunta final llegará a los oídos de Leto, tan abrupta e inesperada que, experimentando una emoción violenta, él, que habrá pasado entre los balazos durante años, imperturbable y casi indiferente, sentirá los latidos de su corazón más rápidos y más violentos. ¿Es cierto lo de la pastilla? ¿La llevas encima?, le preguntará Tomatis, inclinándose hacia él, con la misma sonrisa cómplice y discreta con que podría haberle hablado de una foto pornográfica. Leto no dirá ni que sí ni que no; mirando a Tomatis fijo en los ojos, buscará la sonrisa de complicidad de unos segundos antes, pero para su sorpresa, los ojos de Tomatis, desiertos del menor destello de humor, le lanzarán por primera vez desde que habrá llegado a la casa una mirada viva, casi imperativa; los ojos, que habrán estado empañados y huidizos durante todo el encuentro, brillarán ahora tan fuerte que Leto creerá, de un modo erróneo, que reflejan las luces de la terraza. Por fin, Leto desabotonará despacio el bolsillito de seguridad que se encuentra bajo el cinturón y sacará la pastilla y, abriendo de golpe la mano, la hará aparecer en el hueco de la palma, acercándola a Tomatis, y durante ese movimiento más bien rápido que lento, la cápsula de plástico en la que vendrá encerrada reflejará, al pasar, alguna de las luces. Tomatis se inclinará para observar, con sacudimiento de cabeza lentos, de corroboración, primero afirmativos, negativos después, y por último otra vez afirmativos. Exacto, exacto, dirá, como pensando en otra cosa. Y él, Leto, ¿no?, volverá a guardarse la pastilla.

Unos meses más tarde, la sacará por última vez, en Rosario justamente, y, justamente, en Arroyito. Estará solo en una casa de la que habrán dicho que es segura, en la que, le habrán dicho, no podría existir la menor posibilidad de ser descubierto. Estará echado en la cama, en la penumbra, fumando cigarrillo tras cigarrillo -encendiendo, como ya será su costumbre, uno con la brasa del otro- sin pensar en nada, viendo el contorno de los muebles escasos, la silueta de la ventana, y la penumbra un poco más clara que se filtra a través de las hendijas de la celosía. Serán más o menos las once de la noche. Una estufita a resistencia, puesta en la entrada de la habitación, en el pasillo, expandirá, a ras del suelo casi, un resplandor rojizo, del que la brasa del cigarrillo, avivándose a cada chupada, parecerá, por decirlo de algún modo, el eco luminoso o la metástasis. Estará todo vestido, ya que habrá adoptado,, desde hará unos años, la costumbre de dormir así en los períodos difíciles, menos para sentirse seguro que para ganar tiempo, con un criterio de eficacia objetiva, podría decirse, en el que sus intereses personales no entrarán para nada en consideración. En el suelo, al alcance de su mano, estarán sus armas. En el momento en que verá una sombra rápida, bastante grande, imprimirse una fracción de segundo sobre las rayas paralelas de penumbra gris clara que se filtrarán por la celosía, estará justo encendiendo un nuevo cigarrillo con la brasa del que estará terminando de fumar e, incorporándose un poco en la cama, tratando de escuchar algo, aplastará el pucho en el centro del cenicero y apoyará el que acaba de encender en la muesca, para, en el caso de una falsa alarma, no desperdiciar por precipitación un cigarrillo. Sin hacer ningún ruido, recogerá la ametralladora, desenchufará la estufita a resistencia para obtener una oscuridad más densa, y se acercará a la ventana. Al principio no verá nada, a no ser la calle vacía, las fachadas, los árboles, las veredas, los coches estacionados -todo como endurecido, filoso, lleno de reflejos oscuros a causa del aire seco, difícil de respirar, de la noche de invierno. Durante un minuto por lo menos, permanecerá inmóvil, espiando a través de la celosía, y ese minuto será tan largo y monótono que, cuando haya acabado de transcurrir, ya casi ni se acordará de la razón por la cual habrá venido sin hacer ningún ruido hasta la ventana, tanto la calle, con los contornos rectos de las cosas bien recortados en el aire helado, parecerá desierta e incluso abandonada. Ya estará por volverse a recoger el cigarrillo de la muesca del cenicero, cuando verá las sombras moverse un poco en la vereda de enfrente, más livianas que las de las casas y las de las ramas de los árboles pelados que se entrecruzarán contra las fachadas y contra la vereda -"como una telaraña", pensará, con un último reflejo literario, cuyo carácter sobado y convencional le dará un matiz irónico a su pensamiento. Y, como quien revela una fotografía y va percibiendo poco a poco los detalles, él irá descubriendo poco a poco los contornos, las siluetas inconfundibles de hombres armados que corren encogidos a ocultarse o protegerse en los umbrales, detrás de los coches o de los árboles. Igual al viajero que. antes de subir al tren, mete la mano en el bolsillo para verificar que no ha perdido el boleto, él llevará la mano al bolsillito estrecho que se encuentra bajo el cinturón, palpará la cápsula por sobre la tela y, sin dejar de espiar a través de la celosía, empezará a desabotonar el bolsillito. Al ver cruzar en dirección de la casa, rebotando sin hacer ruido contra el asfalto, a dos hombres armados, les dirá, sin proferir una sola palabra, con el pensamiento, como ya es su costumbre: "Ustedes dos, como los que están atrás de los autos y de los árboles, como los que esperan en las esquinas, como los que ya deben estar en la puerta de entrada, en el techo a lo mejor, en el fondo del patio, carecen de realidad, son como fantasmas o como nubes de humo, porque yo tengo la pastilla, la acabo de tocar con la yema de los dedos, la pastilla que anula de un solo clac el big bang, la expansión insensata y ciega de sus chafalonías y su seudoeternidad irrisoria". Y, volviendo un poco a tientas hasta la mesa de luz, y recogiendo de la muesca del cenicero el cigarrillo para darle dos o tres pitadas antes de aplastarlo, se llevará la pastilla a la boca con un gesto tan rápido que antes de morderla, sosteniéndola un instante con los dientes sin hacer presión, deberá expeler el humo de la última pitada.

Como está llegando a la esquina, Leto gira la cabeza y mira hacia la plaza. La figura blanca del Matemático, que se ha separado de su interlocutor y ha proseguido en diagonal, llega a la esquina casi al mismo tiempo que Leto, a una cuadra de distancia. Y casi al mismo tiempo que Leto también, cruza la calle, internándose en la primera paralela, detrás de la casa de gobierno, y desaparece. A su vez, Leto llega a la vereda de enfrente. Ahora, aparte del edificio colonial del museo histórico, con su techo de tejas, su galería sostenida por columnas de madera labrada, su aljibe -lo llaman de esa manera- pintado de blanco, en el espacio de hierba rala que antecede la entrada, aparte del edificio del museo decíamos, o decía, mejor, como decía nomás hace un momento, ¿no?, un servidor, aparte del edificio del museo no hay ningún otro, y su parte delantera y sus espacios verdes ocupan toda la vereda, hasta la próxima calle, ancha y desierta, más allá de la cual, detrás de palos borrachos, de lapachos florecidos y de timbós en flor, se divisa la iglesia colonial, blanca como el museo y el aljibe -lo llaman así-, y también, como el museo, con su techo de tejas. Cuando llega a la esquina, como debe esperar en el borde de la vereda el paso de un gran ómnibus verde que va a Rosario, Leto observa un momento, en dirección al Este, el edificio del museo etnográfico, en falso estilo colonial que, tratando de parecerse a los otros, no consigue más que acentuar sus diferencias. El ómnibus pasa, tomando la curva del parque Sur, acelerando después de haber aminorado en la bocacalle y Leto alcanza a ver su costado metálico pintado de verde y una hilera de caras pálidas y fugaces, algunas de las cuales le devuelven la mirada a través de las ventanillas. Protegidos, restaurados, expuestos para preservar, contener, incluso representar y aún prolongar el pasado, la iglesia y los museos, envueltos por la ubicuidad insidiosa de la luz matinal, no escapan sin embargo a la extrañeza sin nombre del presente -que podría ser tal vez, y por qué no, el nombre para eso- expuesto y disperso en esa luz, y ya museo tal vez, o incluso desde el principio, con su disposición sempiterna de objetos sin uso específico, o cuanto más arbitrario, sometidos a la variación única y monótona, podría decirse, del latido fugitivo y repetitivo a la estabilidad mineral. Viendo alejarse el colectivo bajo la hilera curva de lapachos florecidos, de un rosa intenso, que bordea el parque, Leto cruza, caminando despacio, en pleno sol, pisando su propia sombra que lo acompaña, cada vez más encogida, sobre las grandes lajas de cemento, agrietado en partes, y salpicado aquí y allá de manchas de lubricante, que recubren la calle ancha y desierta y que Leto deja atrás al tocar, con la suela del zapato, el filo del cordón.

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