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Leto va siguiendo, no sin dificultad, el relato del Matemático que lo explaya sin concesiones pedagógicas y sin preciosidad pero que, pareciera, va cobrando orden y sentido a medida que es proferido en frases claras y bien construidas, no solamente para el oyente, sino también, e incluso en mayor medida, para el relator, más atento a la coherencia del relato que su oyente, ya que, concentrándose en la formación de sus frases, de sus conceptos, estructurando sus recuerdos, sus interpretaciones, sus fragmentos de recuerdos y de interpretaciones, el Matemático es menos vulnerable a las interferencias sensoriales que Leto, para quien la historia de la que el Matemático parece tan empapado y satisfecho es un compuesto heterogéneo de palabras vagas y opacas, a las que casi no presta atención, y de tramos transparentes gracias a los cuales su imaginación, que se enciende y se apaga con intermitencias, fabrica visiones expresivas y nítidas: hubo una comilona en lo de un tal Basso, en Colastiné, a fines de agosto, para festejar el cumpleaños de Washington y se pusieron a discutir de un caballo que había tropezado; al Matemático -es Tomatis el que le puso el sobrenombre- se lo había contado Botón el sábado anterior en la balsa de Paraná, Botón, un tipo al que había oído nombrar muchas veces, pero que no tenía el gusto de conocer, y después Washington había dicho que el ejemplo del caballo no era adecuado para aplicarlo al problema que estaban discutiendo -Leto se pregunta oscuramente, sin atreverse a plantearle el caso al Matemático por temor de que el Matemático lo desprecie un poco, cuál diablos podría ser ese dichoso problema-, que el mosquito, si Leto ha entendido bien, sería un ente más apropiado, en razón de su carencia de finalismo antropocentrista, para utilizarlo como objeto de discusión y que justamente él, Washington, ¿no?, el verano anterior, después de medianoche, mientras trabajaba en sus cuatro conferencias -Lugar, Linaje, Lengua, Lógica- sobre los indios Colastiné, había tenido la ocasión de observar tres mosquitos que por su conducta singular, adquirían valor paradigmático y servían, más que el caballo, sobrecargado de proyecciones, para esclarecer el debate, todo eso, en la imaginación de Leto, ilustrado con pinturas esporádicas y fugaces, Basso y Botón puteando en el fondo de un patio impreciso, en un atardecer de invierno benigno, Beatriz armando un cigarrillo, el auto celeste de Marcos Rosemberg, llegando, cintilante y sin ruido, ante la casa de Basso que Leto nunca visitó, los amarillos y los moncholos envueltos en hojas de La Región de la víspera, untadas de aceite, Tomatis y los mellizos Garay, Barco, un tal Dib, que tiene un autoservicio, Silvia Cohen, Cohen, un tal Cuello al que le dicen el Centauro porque es medio animal, la noche lenta bajo el quincho, la noche de invierno que va enfriándose, en el fondo, entre los mandarinos -se quedaron, parece, hasta la madrugada, hasta el alba, incluso, los últimos, y después se volvieron, excitados y soñolientos, a la ciudad, entre los primeros rayos del sol y el rocío helado, y él, Leto, ¿no?, hubiese podido ir si hubiese querido, y sobre todo, si hubiese sabido, era demasiado íntimo de Tomatis como para necesitar invitación, resultaba incluso curioso que Tomatis no le hubiese dicho nada, tal vez por considerar que era imposible que no lo supiese y que eran tan íntimos que ni siquiera valía la pena explicitar la invitación, pero en fin, había que rendirse ante la evidencia: no lo invitaron.

Leto alza el brazo y señala la vereda de enfrente, unos veinte metros más adelante.

– Tomatis -dice.

El Matemático se interrumpe y mira en la dirección que Leto acaba de señalar, un poco desorientado primero, como si saliera de un semisueño, y, cuando comprende, sacude afirmativo la cabeza y empieza a esbozar una sonrisa.

– En efecto. Pane lucrando -dice.

En efecto; y, como diría el Matemático, pane lucrando. En mangas de camisa, la cara vuelta hacia el Sur, en el escalón superior de los dos de granito reconstituido que conducen a la entrada principal de La Región, interceptando la puerta, entre las dos vidrieras que exhiben las pizarras de felpa negra en las que se difunden, pegando letras móviles de latón blanco, las noticias principales del día. Tomatis está encendiendo un cigarrillo, con el fósforo protegido en el hueco de las palmas aunque no sopla la más mínima brisa y hubiese podido por lo tanto exponer la llama al aire matinal sin ningún peligro de que se apague. Un hombre alto, bien trajeado, que lleva un portafolios bajo el brazo, y al que Tomatis, ocupado en encender su cigarrillo, le impide salir del diario, le da un golpecito en el hombro de modo que Tomatis, sorprendido y serio, se da vuelta y se desplaza unos centímetros al mismo tiempo, para dejarle paso, con bastante mala voluntad, bajando un escalón y sin dignarse responder cuando el otro, al pasar, le lanza un agradecimiento de pura cortesía. Desde el escalón inferior, mientras se guarda los fósforos en el bolsillo, sin sacarse el cigarrillo de entre los labios, sigue oteando el Sur, indiferente al tumulto de la calle. Los autos pasan, muy lentos, en ambas direcciones, interceptando, intermitentes, la vereda del diario, de modo que la presencia de Tomatis. parado en el primer escalón de la entrada principal, se borra y reaparece, para Leto y el Matemático, discontinua y fragmentaria. Pareciera de mal humor -dice el Matemático, menos como resultado de una observación verídica que para exhibir, en presencia de Leto, un conocimiento íntimo de Tomatis; y Leto, por razones muy semejantes: Pareciera.

Pero no es exactamente eso, no -no mal humor. No. Tomatis, que tiene la cara vuelta hacia el Sur, como decía, hacia el pleno centro en rigor de verdad, y a pesar de los autos que pasan, de la gente que va y viene, del sol de la mañana -porque es, como decía nomás hace un momento, la mañana- del exceso rugoso y cambiante de lo perceptible, que podría ser uno de los nombres adecuados para darle a eso, está, desde que abrió los ojos en su cama, en un estado turbio y doloroso, del que la camisa arrugada, el pantalón lleno de manchas y la barba de tres días son la manifestación exterior, del mismo modo que la expresión ausente y preocupada. Desde el despertar, la realidad lo amenaza -la realidad, ¿no?, que es otro nombre, y de los menos felices, posible para eso, y que puede ser, a causa de su opacidad obstinada, adversidad y amenaza. De tanto en tanto, esas crecidas de amenaza lo visitan y cubren, oscureciéndolas, sin excepciones, las cosas. Ayer ha estado lo más bien, en acuerdo consigo mismo y con el mundo, y aunque el día ha transcurrido sin exaltación particular, él, Tomatis, ¿no?, lo ha ido atravesando también sin divergencias, bien amoldado a su envoltura, contemporáneo estricto de sus actos e idéntico a cada uno de ellos, el despertar, el trabajo, la comida, recuerdos neutros y proyectos tranquilos, las conversaciones, un paseo por la costanera al atardecer, aprovechando el buen tiempo, y un poco de lectura a la luz de la lámpara, en su cuarto de la terraza, después de la cena -un día entero, homogéneo, de primavera, sin accidentes, con su tinte apacible de permanencia, de continuidad, de existencia inequívoca y llana, uno de esos días que, por su naturalidad lisa y repetitiva, deben haber dado origen a la noción de eternidad. A eso de medianoche, sin novedades, se ha ido a acostar y él, Tomatis, a quien de tanto en tanto, y durante semanas, el insomnio lo hace dar vueltas cada vez más desesperadas en la cama hasta que, como dicen, lo sorprende el alba, anoche, justamente anoche, se ha dormido en el acto, sin soñar nada, con un sueño tan tranquilo que a la mañana, al despertar, lo primero que ha comprobado es que la cama con él bien encastrado entre las dos sábanas está casi intacta, como si acabara de entrar en ella. Sin embargo, al mismo tiempo, inesperada, no bien abre los ojos, sin razón aparente, ya se ha instalado en él, como otras veces, indefinible y ensombrecedora, la amenaza. Desde bien temprano, las cosas naufragan en ella -o la Cosa, más bien, el universo, ¿no?, que puede ser también, y si se quiere, otra manera de llamar a eso, lo que está o acaece o en lo que se está y se acaece, o ambas cosas a la vez, como si se fuese pasando por zonas, por regiones, inerme y ciego, ente únicamente, ni individuo, ni carácter, ni persona, como dicen, problemático, y mortal sobre todo, chapoteando en lo empírico hasta que sobreviene, inconcebible, el apagón. Naufragan. Y Tomatis, incierto, indeciso, espera, durante el día plagado de peligro, recibir un golpe desde no sabe bien dónde, ni desde luego, por qué, la mente un poco sucia, como un vidrio semienterrado, recubierto, podría decirse, de ceniza reseca y, si se quiere, lleno de burbujas y de nudos que le son constitutivos y deforman la visión. Ahí está ahora, chupando, ansioso, con demasiada frecuencia, el cigarrillo, mordiéndose distraído el labio superior, ajeno al tumulto soleado de la calle principal que va adensándose hacia el Sur. Desde la vereda de enfrente, a medida que se acercan, Leto y el Matemático sienten la misma euforia tenue que produce siempre el encuentro inesperado con alguien cuya compañía resulta placentera, observando la actitud agobiada de Tomatis, los hombros redondos, la inmovilidad contraída que de tanto en tanto perturban movimientos del brazo o de la cabeza torpes y como mal, como se dice, coordinados. Al llegar a la altura de Tomatis, se detienen en el borde de la vereda, llamándolo por entre los autos, y deben silbar, chistar, gritarle dos o tres veces, antes de sacarlo de su distracción, pero cuando por fin los oye, y los descubre gritando y gesticulando en la vereda de enfrente, después de haberlos buscado con una mirada turbia y extrañada en varios puntos diferentes de la calle, una risa amplia, sin la menor duda postiza, en la que persisten todavía vestigios de ansiedad, aparece en su cara sombría. Tomatis se acerca a su vez al cordón de la vereda, y, riéndose y sacudiendo la cabeza, grita algo incomprensible en dirección al Matemático.

– ¿Eh? -dice el Matemático, inclinándose un poco hacia la vereda de enfrente para oír mejor, y cuando Tomatis vuelve a dirigirse a él, alzando un poco más la voz, el ruido de una motoneta que acelera entre las dos filas de autos tapa otra vez sus palabras. El Matemático hace muecas exageradas, tratando de escuchar, sacude varias veces la cabeza sin dejar de reírse, para mostrar su contrariedad, y después, haciendo un ademán repetido con el que le indica a Tomatis que no se precipite, baja a la calle y, sorteando con rapidez, y a los saltitos, los autos que pasan lentos, empieza a cruzar. Más prudente, Leto, del que el Matemático parece haberse olvidado por completo, se resigna a seguirlo, pensando, mientras llega junto a ellos, en la vereda de enfrente, con un par de metros de retraso, maravillado por el contraste que presentan, en su aspecto exterior, Tomatis y el Matemático: "Por el modo de vestirse, cada uno hace de su cuerpo una ficción".

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