Ahí están, en efecto, abrazándose, en la vereda, dándose palmadas en los hombros, en la espalda, en los brazos: el Matemático, todo vestido de blanco, incluso los, etc., etc., ¿no?, como decía, y Tomatis, el pelo oscuro y revuelto, la barba de tres días, la camisa y el pantalón que hubiese debido cambiarse esta mañana, después de afeitarse y darse una buena ducha tibia, si la amenaza, ocupando el lugar del Todo -que podría ser otro nombre, ¿no?- no le hubiese arrebatado a cada uno de sus actos, incluso los más banales, necesidad, gusto y sentido: "Si de todos modos voy a… y el universo entero tarde o temprano también va a… para qué diablos darse una ducha y cambiarse el pantalón", piensa, con estremecimientos minúsculos y depresivos, más que con imágenes claras o palabras, abandonándose, entre uñas negras y pies mal lavados, a una descomposición anticipada. Separándose del Matemático, Tomatis le lanza a Leto una mirada severa y chistosa al mismo tiempo.
– Te veo hasta en la sopa -dice. Y después, al Matemático, volviéndose a reír y aludiendo a los gritos de hace unos instantes-: No, yo decía si ese bronceado viene de la Costa Azul.
– En parte -responde, modesto, el Matemático.
– ¿Y? -dice Tomatis-. ¿Dónde la tienen las europeas?
– Una en cada axila -dice el Matemático.
– ¡No digas!
– Palabra -dice el Matemático-. Que te caigas muerto ahora mismo.
– ¡Guá, Matemático! -dice Tomatis, con admiración distraída. Algún pensamiento extraño lo atraviesa, porque se queda en silencio unos segundos, mirando con atención sombría y rápida la brasa de su cigarrillo, y después se vuelve hacia Leto-: ¿Cómo va la cosa?
– La cosa bien. Yo más o menos -dice Leto.
Tomatis se echa a reír.
– Qué humor tan fino -dice. Y al Matemático-: ¿Hay humor así de fino en Europa?
– Hay, hay -contesta el Matemático, ratificando su afirmación con un movimiento solemne de la cabeza.
– Entonces respiro -dice Tomatis.
Y así, en fin, más o menos. Leto y el Matemático han, como se dice, registrado el cambio brusco en su actitud, cada uno por su lado, y los dos están convencidos en su fuero interior de ser el único que se da cuenta, a diferencia de Tomatis que, desde luego, no parece enterado y sigue actuando de modo tal que los otros perciben, a través de su euforia dicharachera, la confusión turbia y el agobio, apelmazados en el revés de sus risas hábiles y de sus sentencias ingeniosas. La diferencia entre la expresión ausente y ansiosa que han sorprendido desde la vereda de enfrente y la jovialidad actual, tan repentina y mecánica, produce en Leto y en el Matemático cierta incomodidad, como si en el disimulo repentino de Tomatis hubiese algo obsceno y vergonzante, mientras Tomatis, ajeno a esas impresiones y persistiendo en su retórica mundana, alza hacia el Matemático la cara oscurecida por la barba: no, fuera de broma, ¿cómo le ha ido por Europa? El Matemático vacila. Un sentimiento de pena y de irritación lo traba unos segundos ante la jovialidad compulsiva de Tomatis -desearía, no es cierto, que Tomatis, al tanto de que los otros lo han sorprendido en medio de una perturbación íntima, mostrase menos duplicidad o mayor lucidez adecuando su comportamiento a su estado de ánimo verdadero, pero al mismo tiempo se dice, el Matemático, ¿no?, que se trata tal vez de un orgullo semejante al que lo induce a él mismo a ocultarle al mundo, con precauciones minuciosas, los signos del Episodio, y Leto, que sin que el Matemático lo sospeche, está experimentando los mismos sentimientos, llega casi al mismo tiempo que él a la misma conclusión: "Tanta alegría de vernos muestra más desconfianza que amor"; todo esto, desde luego, sin palabras ni imágenes precisas y, desde luego, más o menos.
Después de esa vacilación que Tomatis, obcecado, no percibe, y que Leto atribuye, no sin cierta razón, al cansancio anticipado del Matemático que ya ha debido salmodiarla muchas veces, el Matemático empieza a proferir, monocorde, su lista de ciudades: Aviñón, un calor matador; Barcelona, la quintaesencia del alma rosarina; Copenhague, parecieran más orgullosos de An-dersen que de Kierkegaard; Nápoles, el mismo ambiente que en el Mercado de Abasto; Bruselas, por el Censo de Belén; Fribourg, el Herr Professor debía estar de vacaciones; Roma, se la imaginaba de otra manera; Nantes, el término medio meteorológico. Como Tomatis parece no escucharlo, ocupado, con seriedad, en darle la última chupada al cigarrillo y tirarlo después a la vereda, el Matemático se interrumpe, pero una mirada impaciente y un poco sorprendida de Tomatis lo incita a proseguir: Rennes, a las siete de la tarde, las calles se vacían; Atenas, Pergamino más el Partenón; Lisboa, les parecía que podía verse Entre Ríos desde la plaza del Comercio; Varsovia, no dejaron nada; Oxford, una manga de snobs. Fugaces, sucesivas, pulidas y simplificadas por la memoria caprichosa, las imágenes que las palabras del Matemático van sacando al exterior, al aire soleado de la mañana, parecen rebotar contra la expresión deshecha, oscurecida por la barba, de Tomatis -Tomatis, ¿no?, pálido y barbudo, con el pelo revuelto, la camisa arrugada y el pantalón lleno de manchas que, entre Leto y el Matemático, no sólo por su posición en la vereda sino también por su estatura e incluso por su edad, ha adoptado, sin mirar a ninguna parte aunque con la cabeza ligeramente alzada hacia el Matemático, tal actitud de inmovilidad que el sacudimiento rápido y un poco nervioso de sus párpados para defenderse de la luz parece una facultad autónoma, un poco extraña y sin relación con el resto del cuerpo; Tomatis, decía, ¿no?, asido, por decir así, desde el despertar, por la amenaza, lo sin nombre, que lo tendrá el día entero, la semana entera quizás, en una zona ensombrecida; y mientras oye hablar al Matemático piensa: "si voy a… y el universo entero también va a… tarde o temprano va a… va a…", en tanto que el Matemático, sin dejar de vigilar la expresión ruinosa de Tomatis ni de recitar, con aplicación, sus impresiones europeas, está pensando: "Ahora, por lo menos, no simula escuchar". Y Leto: "Por su versión de los hechos, más larga y más irónica, se nota que lo estima más que a mí".
En fin, todo eso, más o menos, ¿no? -y después de todo, qué más da. Han visitado, concluye el Matemático, varios centros científicos importantes. ¿Científicos?, lo interrumpe Tomatis, sacudiendo con violencia rencorosa la cabeza y clavando la mirada en los ojos límpidos y ahora contentos del Matemático, a quien la rabia súbita de Tomatis, más genuina que su volubilidad bonachona, parece producirle una gran satisfacción. ¿Científicos?, repite casi gritando Tomatis. Y después, de esta manera: mercachifles a sueldo de la policía más bien, que pretenden conocer lo que ellos llaman realidad porque creen saber que lo que han decidido sin consultar a nadie que son plantas necesitan efectuar algo a lo que le han puesto el nombre arbitrario de fotosíntesis para lo que ellos dicen que es crecer.
– En cierto sentido, no estoy en desacuerdo -dice, imperturbable, el Matemático, sin ignorar que, de algún modo, sus estudios de ingeniería y tal vez su persona entera están incluidos en la caracterización de Tomatis. Y metiendo la mano en el bolsillo y sacando una hoja doblada en cuatro, agrega-: Ya que estamos, ¿te sería incómodo alcanzarle a tu colega correspondiente el comunicado de la Asociación? Gracias.
Con la misma convicción y buena voluntad que si se tratara de una víbora cascabel, Tomatis agarra la hoja doblada en cuatro que le tiende el Matemático. De mil amores, dice, desviando la mirada. Si lo escribió un ingeniero, va a haber que controlar la ortografía.
Se echa a reír. Leto y el Matemático se ríen; esta vez, la risa de Tomatis parece sincera, espontánea, como si, venciendo el agobio, el hecho de no ser un ingeniero sin sutileza ni elegancia en la expresión bastase, en las maquinaciones curiosas que se despliegan en su interior, para hacer retroceder, por alguna razón desconocida y durante unos momentos, la amenaza. Toda su persona es clarificada por la risa -la risa, ¿no?, esa euforia repentina, que sale a la cara entre estremecimientos corporales y destellos en el interior, abstracta y presente, de la que no se podría decir por qué ciertas imágenes y no otras liberan el chorro instantáneo y brillante que actualiza, durante unos instantes, la coincidencia con las cosas. Dejándose llevar por el impulso de un buen humor, Tomatis mete la mano en el bolsillo del pantalón y saca otra hoja doblada en cuatro, casi idéntica a la que acaba de darle el Matemático.
– Yo también escribí un comunicado esta mañana -dice, y, sin otra aclaración, se pone a leer lo que está escrito en la hoja: En uno que se moría / mi propia muerte no vi, /pero en fiebre y geometría / se me fue pasando el día /y ahora me velan a mí. El Matemático, que ha entrecerrado los ojos y ha adoptado una expresión de placer anticipándose a la lectura, para demostrar sin duda -y sin duda a causa de la presencia de Leto- que ya ha gozado muchas veces de la prerrogativa de una lectura privada de los poemas de Tomatis, el Matemático, digo, cuando Tomatis termina su lectura, lenta y un poco aflautada, pero bastante monocorde, se vuelve hacia Leto interrogándolo con ojos extasiados. Y Tomatis, haciendo, como dicen, silencio, se pone a mirar, con indiferencia deliberada, la vereda soleada, el cielo azul, los autos, la gente que pasa por la calle. Soberbio, se apresura a decir el Matemático. Y Leto, después, por el contrario, de una vacilación: ¿No podrías leerlo de nuevo? Hay cosas que se me escaparon.
Una sombra tenue pasa, rápida, por la cara de Tomatis. Sin haberlo pensado nunca, sabe que un pedido de relectura es una forma velada de indicar que el efecto buscado por el lector no ha alcanzado al oyente y que el oyente, o sea Leto, ¿no?, para no verse en la obligación de ensalzar lo que no le ha hecho ningún efecto, utiliza el pedido de relectura con fines dilatorios y también para preparar, durante la relectura, un comentario convencional que deje satisfecho a Tomatis. Pero en rigor de verdad, Leto no lo ha escuchado: mientras leía, recuerdos desteñidos, sin orden, y casi sin imágenes ni contenido, lo han arrancado de la mañana de octubre, llevándolo muchos meses atrás, al período durante el cual, gracias a la diligencia de Lopecito y a causa de la fuga compulsiva de Isabel, se han venido a vivir a la ciudad. Leto percibe la humillación leve, a su juicio injustificada, de Tomatis, cuando comienza a leer por segunda vez el poema y siente, sobre todo, mientras asume una expresión mucho más atenta que la que hubiese bastado a una atención natural, la mirada que clava en su rostro, desde un poco más arriba que su cabeza, el Matemático, quien parece haber asumido, solidarizándose con Tomatis, un control severo sobre la emoción estética que, perentoria, la lectura debe despertar en él, control que, desde luego, produce un efecto inverso al deseado, ya que por su presión excesiva sobre Leto se convierte en un motivo de distracción. La voz monocorde, aflautada y lenta de Tomatis, un poco diferente de su voz natural, va profiriendo las sílabas, las palabras, los versos del poema, estructurando, gracias a su entonación artificial, un fragmento sonoro de esencia paradójica, como se dice, ¿no?, que al mismo tiempo pertenece y no pertenece al universo físico-así, físico, ¿no?, que es, también, otro modo que tienen de decirle a eso, el magma ondulatorio y material, tan desmedido en su exterioridad, menos apto al rito que a la deriva, aunque el animal soñoliento que lo atraviesa, fugaz, sospechando su existencia, se obstine en naufragar contra él en asaltos clasificatorios y obcecados. Austera o lapidaria, la voz de Tomatis declama: En uno que se moría / mi propia muerte no vi, / pero en fiebre y geometría / se me fue pasando el día / y ahora me velan a mí.