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– Pero esa es otra historia -dice.

Las conferencias, ¿no? En la noche tranquila de Rincón Norte, en el estudio iluminado y silencioso donde el humo del cigarrillo olvidado en la muesca del cenicero sube callado y regular hacia la lámpara, Washington lee, apacible, el libro abierto sobre la mesa. Y es ahí donde los tres mosquitos hacen su aparición.

Aquí el Matemático efectúa una pausa ostentosa y satisfecha, volviendo brusco la cabeza hacia Leto que, para castigarlo por su ligereza de hace unos instantes, decide no registrar el efecto, absteniéndose de desviar la vista del punto fijo ante él muchos metros más adelante en la vereda recta en que la viene fijando, de modo que la sonrisa un poco teatral que el Matemático ha comenzado a esbozar se borra de su cara, y una expresión indescriptible, pero muy leve, de pánico y tristeza, aparece en ella. Pero casi en el mismo momento en que se lo ha propuesto, Leto, por falta de carácter o por desaprobar en el fondo lo pueril de su actitud, cede y gira la cabeza, adoptando una expresión intrigada no menos teatral que la pausa satisfecha del Matemático. El Matemático revive. Nuevos relentes del Episodio, en onda fugaces, tenues y sucesivas, lo han asaltado, relentes de los que la expresión leve de pánico y tristeza, que acaba de pasar inadvertida para Leto, ha sido únicamente la manifestación más exterior, como las lámparas de Entre Ríos que, según dicen, vibraron, parece, la noche del terremoto de San Juan. Las ondas refluyen, y en la imaginación del Matemático, Washington, absorto en la lectura, oye el triple zumbido mucho después que los mosquitos han comenzado a revolotear en la pieza, por encima de su cabeza, en algún punto entre la mesa y el techo -y esto, desde luego, según Botón, y, según Botón, según Washington.

Ahora, casi a cada puerta de calle, abierta a menudo entre dos vidrieras, corresponde un negocio. En la vereda de enfrente, por ejemplo, después de la casa de discos, que va quedando atrás, dé modo que la intensidad de la música disminuye, hay una sedería, una mueblería, el negocio de artefactos eléctricos Lux , la zapatería para damas Chez Juanita . En la vereda por la que vienen caminando, Leto y el Matemático dejan atrás sucesivamente un quiosco de cigarrillos expuesto en la vidriera de un bar americano exiguo y oscuro a pesar de sus taburetes de plástico y de su mostrador de fórmica multicolor, una florería, una confitería de lujo, una cigarrería ante cuya vidriera un hombre de cierta edad está poniéndose los lentes para estudiar, con seriedad minuciosa, los extractos de lotería. De cada negocio, desde la parte superior de la fachada, entre la planta baja y la alta, entre los balcones, se despliegan hacia la calle los letreros luminosos, verticales u horizontales, de formas diversas que, aunque apagados, forman, por decirlo de algún modo, como un palio, como se dice, que cubre, hasta donde alcanza la vista a cierta altura, la calle principal, o como una multitud de estandartes rígidos, en formación rigurosa que, si fuesen los de un ejército, impresionarían al enemigo por su inmovilidad, por su número, y por su variedad -cada uno, como la música de la casa de discos, anunciándose, tautológico, a sí mismo, repitiendo, un poco más arriba, de modo emblemático, el sentido ya desplegado en representación directa y analítica en las vidrieras, de la misma manera que algunas religiones, como si la presencia del creador no fuese evidente en la creación misma deben valerse, para demostrar su existencia, de algún signo de esencia diferente a la de los objetos creados.

Por razones estadísticas, más que de popularidad efectiva, el Matemático se ve obligado, de tanto en tanto, a saludar, ya sea con un ademán rápido, con un movimiento de cabeza, o con alguna fórmula escueta y convencional, a los conocidos que va cruzando -estadísticas que por una parte desfavorecen a Leto ya que, como vive en la ciudad desde hace poco tiempo, tiene muchos menos conocidos que el Matemático, que pertenece a ella ab orígenes, y que por otra parte, desde hace algunas cuadras, considerando el aumento gradual y sistemático del número de peatones a medida que van llegando al centro, acrecientan en favor del Matemático las posibilidades de toparse con conocidos. A decir verdad, únicamente en términos cuantitativos sale favorecido, porque en los planos estético, político, afectivo y emocional, como dicen, ¿no?, y, como dicen también, moral, y, si se quiere, y hablando mal y pronto, y como se decía antes, existencial, el Matemático abomina del grueso de sus conciudadanos, en especial los de su propia clase -la burguesía sanguinaria - contra la que, desde los ocho o nueve años, un desprecio reconcentrado y un odio inexplicable lo trabajan. A pesar de sus ideas liberales, sus padres contemporizan con jefes y poseedores los cuales, a su vez, por respeto al nombre patricio y, sobre todo, a la extensión de las tierras alrededor de Tostado, toleran en ellos el humanismo liberal, como en otros miembros de su clase la epilepsia o la pederastia. El hermano, Leandro (por… ¿no?), varios años mayor que él, en quien, según la expresión textual del Matemático, los reflejos morales parecerían inexistentes y el dinero y la figuración social los fundamentos a priori de su ontología, se ha adaptado desde la infancia al medio poseedor, a punto tal que hasta sus propios padres, a pesar del afecto genuino que sienten por él, muestran cierta prudencia en sus conversaciones cuando está presente. Leandro, por su parte, en su fuero interno, trata a sus padres de comunistas y de bohemios. Y entre el Matemático y el hermano, después de varios altercados graves, las relaciones se limitan, cuando se encuentran en familia, a un intercambio de monosílabos fríos y espesos de sobreentendidos -el Matemático sospecha, por ejemplo, que en la época en que era dirigente trotsquista, el hermano, subsecretario de gobierno, lo había hecho detener durante una semana para darle una lección. Y a pesar de eso, ¡qué caballero! No se le pasaba ningún aniversario importante para la familia, jamás se olvidaba de llamar por teléfono a su madre día por medio, a las ocho de la noche, como era la costumbre, y había que verlo en una cancha de tenis, bien engominado y bronceado, ceder con equidad a todos los reclamos justos de su adversario para después despacharlo como una aplanadora al segundo set. Y a propósito de él no puede extraerse ninguna generalización acerca de la naturaleza humana, porque es difícil determinar si, aparte de los bienes muebles e inmuebles y las veladas en el Jockey Club y en el Rotary, existe en él algún elemento propiamente humano apto para motivar una generalización -le comentaba una vez a Tomatis, con su humor característico que gusta simular el asombro y la falsa imparcialidad.

¿Por qué los odiaba tanto? Es de orden psicoanalítico -diagnosticaba Tomatis, con ligereza y desinterés-: Como tus padres son perfectos, te ves obligado a transferir el odio que deberías sentir por ellos a todos los miembros de su clase. Lo contrario de Washington que, según parece, odiaba tanto a su padre que la cuota de amor que debía sentir por él la transfirió a toda la especie humana.

El Matemático sacudía la cabeza: Tchtchtchtch… no. Aceptar esa interpretación hubiese sido facilitarles las cosas. Plegarse de plano a la hipótesis subjetiva equivalía a ignorar las buenas razones objetivas que existían para detestarlos: por ejemplo la avidez y el cálculo con que acumulaban la riqueza y la crueldad que ponían en evidencia al defenderla; la ignorancia egocéntrica y el narcisismo compulsivo que los hacía aislarse del resto del mundo y el mimetismo rastrero que empleaban en copiar a los modelos extranjeros, los ingleses y los franceses primero, los americanos más tarde -un tío de él, del Matemático, ¿no?, había propuesto en los años treinta que el país pasara a las órdenes de la corona de Inglaterra-; eran malos perdedores, revanchistas, llevaban el genocidio en la sangre, el racismo en el alma, la soberbia en el corazón, y estaban dispuestos a aniquilar en todo momento todo lo que fuese heterogéneo a lo que ellos consideraban su propia esencia, y todo lo que no reflejara con pelos y señales la supuesta imagen de lo que pretendían ser. En una palabra, terminaba diciendo siempre el Matemático después de esos hervores oratorios, tratando de reencontrar un tono equilibrado y jovial, en una palabra, no son interesantes.

Ese odio añejo, ya casi rancio, del Matemático por su propia clase, aparte de exteriorizarse en confidencias ocasionales, no transparentaba casi nunca en sus gestos ni en sus actos, no porque tratara de disimularlos, sino por una especie de fatalismo -no valía la pena ocuparse de ellos, no eran interesantes, para qué perder el tiempo en escupirles la cara si la vida entera no le alcanzaría para meditar la Ética de Spinoza o la paradoja EPR. Sin embargo, algo salía a veces de ese odio al exterior, puesto que el Matemático, que era atento, cordial, respetuoso, en algunos casos hasta la afectación según Tomatis, cuando estaba frente a un patricio, a un pudiente cualquiera, un sobrino de obispo, un ministro, o un hijo de general, no podía reprimir una condescendencia irónica ante lo que él consideraba, de antemano y sin apelación, las inepcias del otro. Si el encuentro tenía lugar en presencia de algún testigo, de alguien a quien respetaba o admiraba, esa ironía no estaba exenta de crueldad, como si con ella tratase de diferenciarse al máximo de su interlocutor. El Matemático, ¿no? ¡Y cómo lo habían marcado los mismos que detestaba! Basta verlo ahora, en la calle principal, todo vestido de blanco, incluso los mocasines comprados en Florencia, bronceado bien parejo, alto, rubio, al abrigo de la imperfección y de la contingencia para quien, como Leto, lo observa desde el exterior, a tal punto que su sola presencia, sus expresiones exactas y pausadas, el cúmulo aparente de sus atributos positivos, refuerzan todavía más en Leto su sentimiento de exclusión, de torpeza, de ser no el capricho, sino el error irredimible del Todo.

Pero ya han llegado a la esquina, ese ángulo recto que, en los cálculos sumarios de Hipodamos, interrumpiendo abrupto la vereda, introduciendo un hiato evidente para conductores y peatones, facilitando la orientación, la circulación y la visibilidad, geometrizando de un modo ilusorio el espacio que, a decir verdad, no tiene forma ni nombre, pondría un orden convencional en las mañanas del Pireo. Sombra, baldosas grises, sol lateral, cordón, empedrado, cordón, baldosas grises, sol lateral, sombra: ya están, sin novedades ni mayores modificaciones de ritmo o velocidad, ni sobre todo de trayectoria, caminando por la vereda siguiente. El Matemático dice que Washington, cuando oye el triple zumbido, levanta, un poco extrañado, la cabeza, y ve los tres mosquitos revoloteando no lejos de la lámpara. Extrañado porque el último verano ha sido demasiado seco como para que las larvas, y después las ninfas, como les dicen, de esos así llamados dípteros, hayan podido acrecentar su prole, o sea, como se dice, proliferar. Mosquitos, a decir verdad, no escasean en la región y si en invierno hacen, como quien dice, las valijas y desaparecen, después, a partir de noviembre, cuando el calor comienza a apretar, si ha llovido lo suficiente como para que larvas y después ninfas prosperen, el aire se pone negro al atardecer, y los animales de sangre caliente se ven obligados a desplazarse a los cabezazos entre nubes insistentes, rapaces y zumbadoras. El hombre -el hombre, ¿no?, el ser humano, que compone, en su conjunto, lo que llaman la humanidad, o sea la suma de individuos desde la aparición de la especie, como la llaman, en, pareciera, el África oriental, por salto cualitativo en ramas evolutivas colaterales, y los atributos específicos que él mismo se atribuye-, el hombre decíamos, o decía, mejor, el que suscribe, le ha puesto ese nombre, diminutivo o peyorativo de mosca, siguiendo sin duda una clasificación anatómica por tamaño, bastante imprecisa de todos modos, pero en fin, de todos modos, en forma imprecisa y todo, no hay otra salida, hay que nombrar. Todo esto, desde luego, según el Matemático, más o menos y siempre según Botón, y, según Botón, decía, según Washington. Pensándolo bien, nadie dice los mosquitos, todos dicen el mosquito, como si fuera siempre el mismo y como si, por medio de esa sinécdoque, que le dicen, se tratara de escamotear o, quizás, al contrario, de sugerir, el problema fundamental: ¿uno o muchos? ¿Es siempre el mismo mosquito que, rehaciéndose una y otra vez del golpe que lo aplasta contra la pared blanca, vuelve a la carga cada anochecer de verano, o nuevas hordas de individuos, flamantes e igualmente transitorias, brotan todos los días, ávidas, de los pantanos, en busca de su sangre necesaria, para, después de haber sido larva, ninfa, punta volátil y zumbadora, si ha logrado escapar al manotazo asesino, digerir burguesamente, decaer y morir? ¿Forma parte de los que, definitivamente, nacen y mueren, o mecanismos intercambiables y biodegradables vienen a rellenar sucesivos un ente de ocho milímetros que pica y zumba, esencia invariable sin contingencia ni destino, exterior al melodrama espacio-temporal, y sin diferenciación individual? ¿Su función es ser alguien en la vida o palpitación anónima que va absorbiendo, a medida que aparece, para brillar inmutable, imperecedera, aun cuando no tuviese más cuerpitos grises que devorar, insaciable, la esencia? Y previa, dicen algunos, extrafáctica, postempírica, ultramaterial, etc., etc. -en fin, más o menos, según el Matemático seguramente no según Botón, pero sí, seguro, piensa, a través de Botón, según Washington.

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