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La construcción tenia puertas correderas y estaban abiertas. Dentro, un voluminoso mulato observaba unas piezas metálicas semisumergidas en medio tambor de aceite. Con una mano removía lentamente las piezas confiando a la gasolina el trabajo de quitar la escoria, y con la otra sostenía un largo cigarro. Sus movimientos de cabeza indicaban su absoluto desacuerdo con lo que decía el locutor. Una lona verde tendida de muro a muro dividía la construcción ocultando la parte trasera. El mulato me miró sin el menor interés y volvió a concentrar su atención en el partido de fútbol. -Buenas tardes -saludé.

– Eso se puede discutir. ¿Qué se le ofrece, mister?

– Tengo que volar al Coca. ¿Puede decirme cómo lo hago?

– Seguro. Para volar basta con agitar los brazos correr para tomar impulso y encoger las patas. ¿Algo más? -No joda, compadre. Tengo que volar al Coca. -Seguro, mister. Hable con el capitán Palacios. -¿Dónde lo encuentro?

– Dónde va a ser, en el bar de Catalina. Chapotee por el lodo hasta el final de la calle. Y cuidado con los puercos. Son muy hijueputas.

El bar de Catalina ocupaba una choza de unos treinta metros cuadrados. Al fondo estaba la barra, frente a ella unos hombres echándose tragos y hablando de sus asuntos. En el centro colgaba una hamaca de yute, ocupada por un tipo de cabellera cana que dormía a pierna suelta. A un costado y, con expresión de infinita paciencia, una mujer y un hombre esperaban sin otra ocupación que mantener el vaivén de las sillas mecedoras. La mujer sostenía un costal en su regazo. De él asomaban las cabezas de dos cerdos muy pequeños. El hombre apoyaba los pies en una jaula de alambre, desde donde un gallo de ojos iracundos miraba con odio a los cerditos.

– Busco al capitán Palacios -dije a la mujer que atendía. -Ahí lo tienes, papacito -me contestó señalando al ocupante de la hamaca. -¿Puede despertarlo? -Depende de para qué. Se pone bravo cuando lo despiertan sin motivos. -Tengo que volar al Coca…

No alcancé a decir más. La mujer de los cerditos se incorporó como impulsada por un resorte y empezo a remecer la hamaca.

– ¿Qué pasa, carajo? -masculló el recién despertado.

– Que tiene otro pasajero. Ya completó el cupo. Ahorita podemos volar -dijo la mujer sin dejar de remecer la hamaca.

El capitán Palacios se desperezó, se frotó los ojos, bostezó y finalmente bajó de la hamaca. No medía más de un metro sesenta y vestía un desteñido mameluco de piloto, de ésos llenos de cremalleras.

– ¿Cómo está el tiempo? -consultó sin dirigirse a nadie en particular.

– Como la mierda -respondió un tipo de la barra.

– Podía estar peor. Volamos entonces -replicó Palacios.

Salió del bar con paso seguro. La mujer de los cerditos, el hombre del gallo y yo lo seguimos. En el aeropuerto, el mulato que antes me mandara al bar seguía ocupado con las piezas metálicas y con el fútbol.

– Socio, cobre -ordenó Palacios apenas entramos.

– ¿Qué? ¿Va a volar con este tiempo? -observó el mulato señalando el techo. Un poco más arriba grises nubes presagiaban una tormenta.

– Si vuelan los gallinazos, que son más feos, no veo por qué no podría hacerlo yo -replicó Palacios.

– Qué tipo tan terco. A ver, ustedes, vayan dándome sus nombres. Es algo muy útil para identificar los cadáveres en caso de accidente. Son doscientos cincuenta sucres por nuca -indicó el mulato.

La mujer de los cerditos iba a Mondaña, un caserío de colonos a unos noventa kilómetros de Shell al que también podía llegarse por otros medios: primero a pie hasta Chontapunta, luego en canoa por el río Napo, siempre y cuando hiciera buen tiempo y se tuviera la paciencia necesaria como para realizar un viaje de dos a tres días.

El hombre del gallo iba hasta San José de Payamino, un poblado junto al río Payamino. El corral de gallos de San José de Payamino es famoso en la Amazonia. Se apuesta fuerte allí, y muchas fortunas amasadas por los garimpeiros tras arduos años de trabajo destrozando la selva y sus propias vidas navegan en la sangre del gallo derrotado hasta las faltriqueras de los apostadores profesionales. El hombre iba a probar suerte con su gallo campeón. Era una máquina de matar aquel pequeño gallo cobrizo. Así lo aseguraba su dueño, indicando que la semana anterior había destripado ocho adversarios en la gallera de Macas. También hubiera podido hacer el viaje por vía terrestre y fluvial, pero le habría llevado unos cinco días que habrían fatigado al gallo.

– ¿Qué esperan? ¡A jalar! -ordenó Palacios descorriendo la lona verde. Allí estaba la avioneta. Un viejo y descolorido Cessna de cuatro plazas.

Los hombres tiramos de las cuerdas atadas al tren de aterrizaje y arrastramos el cacharro hasta la pista. Miré los más que notorios remiendos del fuselaje y jamás antes sentí tan cerca la fuerza del arrepentimiento, pero tenía que llegar al Coca, a ciento ochenta kilómetros de Shell, y la vía más corta era por aire.

Repitiéndome como en una plegaria "estos aviones son seguros, muy seguros, absolutamente seguros", subí a bordo. Me tocó el asiento del copiloto. A mi espalda gruñían nerviosos los cerditos. El gallo permanecía ausente a los ajetreos previos al despegue.

– San Sebastián… San Sebastián… responda… El capitán Palacios le hablaba a un micrófono. Como toda respuesta recibió una serie de silbidos. Tras manipular unas perillas que sólo consiguieron aumentar el volumen de los silbidos, colgó el micrófono. -Te dije que arreglaras esta vaina. Te lo dije.

– Esa pendejada no tiene arreglo. Soy mecánico. No hago milagros -precisó el mulato.

– Conforme. Qué más da. Igual nos verán llegar.

La avioneta empezó a corretear por el lodo y, al echar una mirada al panel de instrumentos, sentí deseos de saltar. Nunca antes había visto un panel tan humilde. Entre varios agujeros vacíos y restos de cables que alguna vez fueron sin duda instrumentos de navegación, se veía oscilar la aguja del altímetro y la del tanque de combustible. El "horizonte" o indicador de estabilidad, que debe ir paralelo a la tierra, estaba casi vertical.

– Oiga…, el horizonte no funciona -comenté ocultando el pánico.

– No importa. El cielo está arriba y el suelo abajo. Lo demás son pendejadas -concluyó Palacios.

Despegamos. La avioneta se elevó unos ciento cincuenta metros y se estabilizó con suavidad. Volábamos bajo un techo de nubes espesas y grises. El aire caliente de las tormentas se apropió de la cabina. Con cierto alivio vi que la brújula funcionaba: íbamos en dirección noreste. A los veinte minutos vimos la verde línea serpenteante de un río.

– Mire qué belleza: el Huapuno. Ya nos metemos en la Amazonia -exclamó el piloto.

– Creía que el territorio amazónico empezaba bastante más al este -comenté.

– Pendejadas de los políticos. La Amazonia empieza con las primeras gotas que van a dar al gran río. ¿Qué se le perdió en el Coca, man? -Nada. Visito a unos amigos.

– Eso está bien. Nunca hay que ólvidar a los amigos. Aunque se encuentren en el mismísimo infierno, hay que ir a verlos. Pensé que era un garimpeiro. No me gustan los garimpeiros. -A mí tampoco me gustan.

– Son una plaga. Al menor rumor de mierda brillante aparecen por miles. A veces siento ganas de cargar la avioneta con gas venenoso y darles una fumigada. ¿Qué le parece el vuelo? -Hasta ahora bien. Ninguna queja.

El plan de vuelo del capitán Palacios era bastante simple: por debajo de las nubes seguía el curso del río Huapuno hasta que se unía con el Arajuno formando un río mayor que continuaba su curso en dirección noreste. Abajo, la selva era como un gigantesco animal en reposo, resignado a recibir el aguacero que no tardaría en caer. -Usted no es de aquí, man. -No. Soy chileno. -Ajá. Dos veces ajá. -¿Qué quiere decir con eso?

– Que usted está aquí, o bien porque es un demente, o bien porque no puede vivir en su país. Cualquiera de los dos motivos me resulta simpático. Mire los flamingos allá abajo. ¿Ha visto pájaros más hermosos?

Tenía razón en todo: sólo un demente se habría subido a una avioneta como aquélla, yo no podía en efecto vivir en mi país y, allá abajo, en una laguna formada por los desbordes del Huapuno, una multitud de hermosos flamingos esperaba la tormenta.

A la hora de vuelo divisamos un claro de selva pegado a la ribera oeste del río Napo, dónde asomaban cuatro o cinco casas de caña y palma. Eso era Mondaña. Tras descender unos cincuenta metros lo sobrevolamos en círculos.

– No se alarme. Es para que los muchachos tengan tiempo de acomodar la pista.

Abajo, varias personas corrieron hasta la playa, quitaron ramas y piedras y, agitando los brazos, nos indicaron que podíamos bajar. Palacios demostró que era capaz de aterrizar en una toalla.

Luego de dejar a la mujer y sus cerditos y de recibir algunos encargos de los lugareños, emprendimos el segundo despegue. Palacios movió la nave hasta un extremo de la playa, tomó velocidad y despegamos casi a ras del agua. A los pocos minutos seguíamos el curso del río Napo.

– ¿Todavía está nervioso, man? -consultó Palacios con ironía.

– No tanto como al principio. ¿Hace mucho que vuela? Se lo pregunto porque el despegue en la playa fue formidable.

– Pero yo me cagué de miedo -dijo desde atrás el hombre del gallo. -¿Mucho tiempo? Demasiado. Ya lo olvidé -respondió el capitán Palacios. -¿Es suya la avioneta?

– ¿Mía? Digamos que nos pertenecemos. Yo sin ella no sabría qué hacer, y ella sin mí no llega a ninguna parte. Mire qué lindo es el Napo. En esta parte inunda dos veces al año grandes extensiones de selva y se pescan unos bagres enormes.

– Así es. Hace poco vi sacar uno que pesaba ciento cuarenta libras -indicó el hombre del gallo.

– ¿Por qué le interesa la avioneta? ¿Entiende de aviones? -Algo. El motor suena muy bien.

– Seguro, man. Tengo un buen mecánico. El mulato que vio en Shell es mi socio y se encarga de que todo esté a punto. Este aparato pertenecía a unos curas que hicieron un aterrizaje forzoso cerca de Macas. Aterrizaron en la copa de unos árboles y allí lo dejaron. Nosotros lo compramos como chatarra y en un par de meses lo tuvimos volando de nuevo.

La pista de aterrizaje de San José de Payamino era un amplio claro ganado a machete. Servía además de cancha de fütbol, mercado, y plaza mayor. Allí dejamos al hombre del gallo, le deseé suerte, repostamos combustible y continuamos el viaje volando sobre el río Payamino hasta que sus aguas se unieron a las del Puno y, más tarde, siempre con rumbo noreste, sobrevolando puerto San Francisco de Orellana, vimos al Puno y al Coca desembocar en el gran río Napo, que se tuerce hacia el sureste. Sus aguas viajan unos mil trescientos kilómetros para ir a alimentar la soberbia correntada del Amazonas.

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