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Segunda parte Apuntes de un viaje de ida

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Sabía que la frontera estaba cerca. Una frontera más, pero no la veía. Lo único que interrumpía el monótono atardecer andino era el reflejo del sol en una estructura metálica. Allí terminaba La Quiaca y la Argentina. Al otro lado estaba Villazón y el territorio boliviano. En algo más de dos meses había recorrido el camino que une Santiago de Chile con Buenos Aires, Montevideo con Pelotas, Sáo Paulo con Santos, puerto en el que mis posibilidades de embarcarme con rumbo a Africa o Europa se fueron al infierno. En el aeropuerto de Santiago los militares chilenos sellaron mi pasaporte con una enigmática letra "L". ¿Ladrón? ¿Lunático? ¿Libre? ¿Lúcido? Ignoro si la palabra apestado empieza con ele en algún idioma, pero lo cierto es que mi pasaporte provocaba repugnancia cada vez que lo enseñaba en una naviera.

– No. No queremos chilenos con pasaporte con ele.

– ¿Puede decirme qué diablos significa la ele?

– Vamos, usted lo sabe mejor que yo. Buenas tardes.

A mal tiempo buena cara. Tenía tiempo, todo el tiempo del mundo, así que decidí embarcarme en Panamá. Entre Santos y el Canal mediaban unos cuatro mil kilómetros por tierra y eso es una bicoca para un tipo con ganas de hacer camino.

Trepado a veces en autobuses destartalados, en camiones y en ferrocarriles lentos y desganados pasé a Asunción, la ciudad de la tristeza transparente, eternamente barrida por el viento de desolación que se arrastra desde el Chaco. De Paraguay regresé a Argentina y, atravesando el desconocido país de Humahuaca, arribé a La Quiaca con la intención de continuar viaje a La Paz. Luego…, bueno, eso ya se vería. Lo importante era capear los tiempos de miedo de la misma manera que los barcos en alta mar capean los temporales costeros.

Me sentía hostigado por aquellos tiempos de miedo.

En cada ciudad en la que me detuve visité a antiguos conocidos o hice amagos de nuevas amistades. Salvo contadas excepciones, todos me dejaron el ánimo amargado por un sabor uniforme: las gentes vivían en y para el miedo. Hacían de él un laberinto sin salida, acompañaban de miedo las conversaciones, las comidas. Hasta los hechos más intrascendentes los revestían de una prudencia impúdica y, por las noches, no se acostaban para soñar días mejores, o pasados, sino para precipitarse en la ciénaga de un miedo oscuro y espeso, un miedo de horas muertas que al amanecer los sacaba de la cama ojerosos y aún más atemorizados.

Cierta noche del viaje la pasé en Sáo Paulo tratando de amar, incluso de manera desesperada. Fue un fracaso, y lo único rescatable fueron los pies de la compañera buscando los míos con un lenguaje honesto de piel y amanecida.

– Qué mal lo hicimos -creo que comenté.

– Cierto. Como si nos estuvieran observando. Como si usáramos cuerpos y tiempo prestados por el miedo -respondió.

Los pies. Aquellos gorditos inútiles se acariciaban mientras compartíamos un cigarrillo.

– En otro tiempo fue tan fácil llegar al país de la felicidad. No estaba en ningún mapa, pero todos sabíamos llegar. Había unicornios y bosques de marihuana. Tenemos la frontera extraviada -agregó.

Llegué a La Quiaca al atardecer, y en cuanto bajé del tren sentí la bofetada del frío andino. Quise abrir la mochila y sacar un pullóver, pero rechacé la idea optando por caminar rápido para entrar en calor. Al trote llegué hasta una boletería.

– Mañana quiero viajar a La Paz. ¿Puede decirme a qué hora sale el tren?

El boletero cebaba mate. Sostenía una gran calabaza con engarzaduras de plata. Oía bien la yerba. Dejaba escapar el aroma de esa mezcla dichosa entre amarga y dulce. Pensé en lo bien que me sentaría un mate con ese frío.

El boletero me observó, recorrió mi rostro de oreja a oreja, de la frente al mentón, y enseguida desvió la mirada. Era el miedo; consultaba el afiche con las fotografías de los buscados. No me invitó a un mate, y antes de responder dejó a un lado la calabaza.

– Eso tenés que preguntárselo a los bolivianos. La frontera está a dos pasos, pero ahora no atienden.

– El boletero hablaba cantadito, como los salteños o los riojanos.

Junto a la estación, había un hotel desangelado, como todos los hoteles de pueblos sin importancia. Ya en el cuarto -una cama de bronce, un velador cojo, una palmatoria con dos dedos de vela, un espejo, un lavatorio de hojalata, una jarra de agua y un paño tieso que juraba ser toalla-, abrí la mochila y me puse un pullóver grueso. En el cuarto hacía tanto frío como fuera y la cama estaba bien para una noche. Las sábanas, almidonadas hasta la exageración, tenían la misma tiesura arbórea de la toalla, pero las mantas eran gruesas y de lana. Recordé a alguien, ¿quién diablos sería?, que afirmaba que el frío era el mejor aliado de la higiene hotelera.

Salí del hotel para conocer La Quiaca y me eché a caminar por calles silenciosas y solitarias, entre casas de barro que se confundían con los montes cercanos según avanzaban las sombras. A las pocas cuadras encontré un negocio abierto. Olía a carne asada y la urgencia de las tripas me sentó frente a una mesa cubierta con papel de embalaje.

– Sólo tenemos asado de tira -dijo el mozo. Era un petisito de espaldas anchas, piernas cortas, y lucía una pelambrera tiesa como un cepillo que enmarcaba su rostro totémico. Y hablaba arrastrando las eses, como si las dijera con los dientes pegados.

La carne estaba deliciosa. Chorreaba grasa al hincarle el cuchillo y era un placer untar el pan en ella. El vino era un tanto agrio, pero alegraba el cuerpo.

Luego de comer pedí una copa de caña y dejé que me estremeciera la formidable recompensa de un eructo. Entonces vi al viejo.

Vestía una gastada cazadora de piel marrón. Entró, y dejó unos guantes de trabajo y una linterna de latón sobre la mesa.

El viejo asintió con movimientos de cabeza a las indicaciones del mozo y, al recibir la jarra de vino, bebió un largo trago con los ojos cerrados, con la satisfacción del que viene de una agotadora jornada. Me acerqué a él.

– Disculpe, caballero. ¿Es usted empleado del ferrocarril?

– Sí y no -respondió.

Su respuesta me sorprendió de manera incómoda, pero enseguida vi que me señalaba una silla.

– Sí, en cuanto al ferrocarril. No, en cuanto a lo de empleado. Soy obrero.

– Entiendo. Disculpe.

– ¿Chileno, don?

– Así parece.

– ¿Querés comer algo?

Le agradecí indicando que ya lo había hecho, y le consulté acerca del horario del tren a La Paz. En ese momento llegó la carne. Al viejo le brillaron los ojos y con la servilleta limpió tenedor y cuchillo.

– Buen provecho.

– Se agradece, don. ¿Querés un vino? Sin esperar mi respuesta hizo chascar los dedos pidiendo otro vaso. Se metió en la boca el primer trozo de carne y adoptó una actitud soñadora.

– Lo mejor de la vaca es el asado de tira. Qué noble bicho la vaca, lleno de bifes por todos lados, pero lo mejor es el asado de tira.

– Opino lo mismo. Salud.

– Salud. ¿Sabés lo que falta aquí en el norte? El chimichurri. Eso es lo que falta. Al verso la rima y al asado el chimichurri.

– Totalmente de acuerdo.

El viejo masticaba con disciplina macrobiótica. Algunas gotas de jugo trataban de escapar por las comisuras de sus labios, pero la lengua actuaba con velocidad implacable. Luego de masticar a conciencia bajaba los bolos con abundante vino.

– A La Paz decís que vas. Cuidate de la puna allá arriba. Si sentís el sorocho, comé cebolla. Metele cebolla a la máquina. A La Paz. El tren sale entre las ocho y las doce, no es muy inglés que digamos. ¿Tenés boleto?

Hablaba sin mirarme. Toda su atención se centraba en el trozo de carne que desaparecía en una sutil agonía de jugo, hasta que el plato quedó limpio.

– No. Todavía no lo compro -dije con ganas de despedirme, pero el viejo ordenó otra jarra de vino.

– Perdoná la descortesía, pero tenía un hambre. Más de doce horas sin morfar. Imaginate.

– No se preocupe.

– Así que no tenés boleto. Entonces tenés que cruzar la frontera con tiempo. Los milicos la abren a las siete y siempre hay una fila esperando.

– Trataré de llegar entre los primeros.

– Macanudo, pero no basta. En la boletería los bolivianos te van a decir que no hay cupo, que todo está vendido. Eso te van a decir. Que los parió. ¿Y sabés lo que tenés que hacer? Doblar un billete, uno de cincuenta mangos, ¿entendés a lo que voy?

– Entiendo. Gracias por el dato.

El viejo empezó a mirarme con picardía. De la solapa de la cazadora sacó un largo alfiler de plata y se escarbó los dientes.

– Así que chileno, don.

– En alguna parte hay que nacer.

– También está mal la cosa por allá, ¿no? "La cosa." Si algo odiaba eran las preguntas respuestas, y en esos tiempos de miedo hablar de la cosa no era lo más recomendable.

– Como en todas partes, supongo.

– Tenés razón. El mundo está podrido. Tampoco era aconsejable filosofar sobre la podredumbre universal con un desconocido. Hice ademán de pararme, y el viejo me palmoteó un brazo.

– ¿Sabés lo que pasa, chilenito?

– No. ¿Qué es lo que pasa?

– Que me quedé con hambre. Eso es lo que pasa. ¿Qué tal si ordenamos otra porción de asado y vos te hacés cargo de la mitad?

Entonces pensé en esos jodidos tiempos de miedo, en el viaje realizado comiendo generalmente solo y a la rápida, y se me ocurrió que permanecer unas horas aferrado a esa mesa era una forma de resistencia.

– Conforme, pero yo invito al vino.

– ¡Macanudo! -exclamó el viejo tendiéndome la mano.

Comimos. Bebimos. Hablamos de un pibe que prometía, un tal Maradona, muy parecido a Chamaco Valdés en el dominio del balón, comparamos los puños de Oscar Ringo Bonavena con los de Martín Vargas, coincidimos en que la emoción de Carlitos era incomparable, pero que a la hora de medir las voces, la de Julio Sosa, el varón del tango, no admitía comparaciones. La mesa cubierta con papel de embalaje se transformó en una festividad familiar, en una tarde cualquiera de Latinoamérica compartida por un argentino y un chileno. Los tiempos de miedo se quedaron fuera, y un portero invisible e implacable se encargó de no permitirles el paso, por indeseables.

Al final de la cena el viejo me recordó la necesidad de llegar temprano a la frontera, y realizó el gesto de empuñar la mano izquierda con el pulgar extendido, me señaló un punto que podía estar cayendo del cielo o a su espalda.

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