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diplomas elegantes que flanqueaban de honor a un tercero, escrito a mano en una hoja de cuaderno: el Michelín de Temuco, que le concedimos por un maravilloso soule de recuerdos del mar, preparado con amor, una lata de mejillones, restos de pan y hojitas aromáticas cultivadas en una maceta que todos cuidábamos con especial celo para que los gatos de la prisión no se la comieran.

Novecientos cuarenta y dos días duró la permanencia en aquella tierra de todos y de nadie. Estar dentro no era lo peor que podía ocurrirnos. Era una forma más de estar de pie sobre la vida. Lo peor llegaba cuando, más o menos cada quince días, nos llevaban al regimiento Tucapel para los interrogatorios. Entonces comprendíamos que por fin llegábamos a ninguna parte.

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Los militares tenían un concepto bastante elevado de nuestra capacidad destructora. Nos preguntaban acerca de planes para asesinar a todos los oficiales de la historia militar de América, para volar puentes y sepultar túneles, y para preparar el desembarco de un temible enemigo externo que no podían identificar.

Temuco es una ciudad triste, gris y lluviosa. Nadie diría que es apta para el turismo, y sin embargo el regimiento Tucapel llegó a ser algo así como una permanente convención internacional de sádicos. En los interrogatorios, además de los militares chilenos que mal que mal eran los anfitriones, participaban simios de la inteligencia militar brasileña -eran los peores-, norteamericanos del Departamento de Estado, paramilitares argentinos, neofascistas italianos y hasta unos agentes del Mossad.

¿Cómo olvidar a Rudi Weismann, chileno, amante del sur y los veleros, que fue torturado e interrogado en el dulce idioma de las sinagogas? Rudi, que se jugó entero por Israel -participó en un Kibutz pero fue más fuerte la nostalgia de la Tierra del Fuego y regresó a Chile-, no fue capaz de soportar esa infamia. No consiguió entender que Israel apoyara a esa pandilla de criminales, y Rudi Weismann, que siempre fue un monumento al buen humor, se tornó seco como una planta olvidada. Un amanecer lo encontramos muerto en el saco de dormir. Su expresión hizo innecesaria cualquier autopsia: Rudi Weismann había muerto de tristeza.

El comandante del regimiento Tucapel -y no cito su nombre por un elemental respeto al papelera un fanático admirador del mariscal Rommel. Cuando un prisionero le resultaba simpático lo invitaba a reponerse de los interrogatorios en su oficina. Ahí, luego de asegurarle que todo lo que ocurría en el regimiento servía a los intereses sacrosantos de la patria, lo invitaba a una copita de Korn -alguien le mandaba de Alemania el insípido licor de trigo- y lo obligaba a escuchar una conferencia sobre el Afrikakorps. El tipo era hijo o nieto de alemanes, pero su aspecto no podía ser más chileno: rechoncho, piernas cortas, cabellera oscura y rebelde. Podía pasar muy bien por un camionero o vendedor de frutas, pero hablando de Rommel se transformaba en la caricatura de un guardia hitleriano.

Al final de la conferencia teatralizaba el suicidio de Rommel, hacía sonar los tacones, se llevaba la diestra a la frente saludando a una invisible bandera, musitaba un "adieu geliebtes Vaterland", y simulaba pegarse un tiro en la boca. Nosotros confiábamos en que un día lo hiciera de verdad.

Había otro curioso oficial en el regimiento; un teniente que pugnaba por ocultar una homosexualidad que se le escapaba por todos lados. Los soldados le apodaban Margarito, y él lo sabía.

Todos los prigué percibíamos que Margarito sufría por no poder adornar su cuerpo con objetos verdaderamente bellos, y el pobre tipo los suplía con la parafernalia permitida por el reglamento. Cargaba una pistola del cuarenta y cinco, dos cargadores, un puñal corvo del cuerpo de comandos, dos granadas de mano, una linterna, un walkie tal kie, las insignias de su grado y las alas plateadas de paracaidista. Presos y soldados opinábamos que se veía como un árbol de Navidad.

Este sujeto a veces nos sorprendía con gestos generosos y aparentemente desinteresados -ignorábamos que el síndrome de Estocolmo lo genera una perversión militar- y, de repente, después de los interrogatorios nos llenaba los bolsillos con cigarrillos o con las tan queridas aspirinas Plus Vitamina C. Una tarde me invitó a su cuarto.

– Así que usted es literato -dijo ofreciéndome una lata de Coca-Cola.

– He escrito un par de cuentos. Eso es todo -respondí.

– No lo he invitado para interrogarlo. Siento mucho todo lo que ocurre, pero así es la guerra. Quiero que hablemos de escritor a escritor, ¿le sorprende? También se han dado grandes literatos entre la gente de armas. Piense en don Alonso de Ercilla y Zúñiga, por ejemplo.

– O en Cervantes -agregué.

Margarito se incluía entre los grandes. Era su problema. Si quería adulación, la tendría. Bebía la Coca-Cola y pensaba en Garcés, mejor dicho en la gallina de Garcés, pues, aunque parezca increíble el cocinero tenía una gallina que se llamaba Dul cinea.

Una mañana saltó el muro que separaba a los presos comunes de los prigué, y al parecer se trataba de una gallina de profundas convicciones políticas ya que decidió quedarse con nosotros. Garcés la acariciaba y suspiraba diciendo: "Si tuviera una pizca de polvo de pimientos y otra de comino les haría un escabeche de ave que jamás han probado".

– Quiero que lea mis poesías y me dé su opinión, la más sincera -dijo Margarito al entregarme un cuaderno.

Salí de allí con los bolsillos llenos de cigarrillos, caramelos, bolsitas de té y una lata de mermelada U.S. Army. Aquella tarde empecé a creer en la fraternidad entre escritores.

De la cárcel al regimiento y viceversa nos transportaban en un camión de ganado. Los soldados se cuidaban de que hubiera suficiente mierda de vaca en el suelo del camión antes de ordenar que nos tendiéramos boca abajo y con las manos en la nuca. Nos vigilaban cuatro uniformados armados con fusiles GAL, uno en cada esquina del camión. Casi todos eran muchachos traídos de las guarniciones del norte, a los que el riguroso clima del sur mantenía constantemente agripados y de pésimo humor. Tenían orden de disparar contra los bultos -nosotros- al menor movimiento sospechoso, y también contra todo civil que intentara acercarse al camión. Pero con el paso del tiempo la disciplina se fue relajando y hacían la vista gorda ante el paquete de cigarrillos o la fruta caída desde una ventana, o frente a la muchacha hermosa y audaz que corría junto al vehículo lanzando besos con las manos y gritando: "¡Aguanten, compañeros! ¡Venceremos!".

En la cárcel, como siempre, nos esperaba el comité de bienvenida presidido por el doctor "Flaco" Pragnan -ahora eminente psiquiatra en Bélgica-. En primer lugar examinaban a los que no podían caminar y a los que venían con alteraciones cardiacas, luego a los que traían algún hueso dislocado o costillas torcidas. Pragnan era un experto en reconocer la cantidad de energía eléctrica que nos había transmitido el paso por la parrilla, y pacientemente indicaba quiénes podían ingerir líquidos en las siguientes horas. Finalmente llegaba la hora de comulgar, que era cuando recibíamos las aspirinas Plus Vitamina C, y las tabletas anticoagulantes contra los hematomas internos.

– Dulcinea tiene las horas contadas -le dije a Garcés y busqué un rincón para leer el cuaderno de Margarito.

Las páginas escritas con fina caligrafía rezumaban amor, miel, sufrimientos sublimes y flores olvidadas. No necesité pasar de la tercera página para saber que Margarito ni siquiera se molestaba en plagiar las ideas del poeta mexicano Amado Nervo, sino que copiaba sin más sus poemas.

Llamé a Peyuco Gálvez, un profesor de castellano, y le leí un par de versos.

– ¿Qué te parece, Peyuco?

– Amado Nervo. El libro se llama Los jardines interiores.

Me había metido en un lío y de los gordos. Si Margarito llegaba a saber que conocía la obra de Nervo, un poeta por cierto azucarado, entonces era yo y no la gallina de Garcés quien tenía las horas contadas. El asunto era grave, así que esa misma noche lo llevé al Consejo de Ancianos.

– Margarito, ¿será marica entrante o poniente? -consultó Iriarte.

– No jodas. Es mi pellejo el que está en juego -alegué.

– Lo pregunto en serio. A lo mejor el milico quiere tener un romance contigo y darte el cuaderno fue como dejar caer un pañuelito de seda. Y tú lo recogiste, huevón. Tal vez ha copiado los poemas para que descubras en ellos un mensaje. He conocido a muchos maricas que seducían muchachitos pasándoles Demián, de Hermann Hesse. Si Margarito es de los entrantes, entonces tendrás que ser no su Amado Nervo sino su amado nervio. Y si es de los ponientes, bueno, se me ocurre que debe doler menos que una patada en los huevos.

– Qué mensaje ni nada. El milico te dio los poemas como suyos y debes decirle que te gustaron mucho. Si se tratara de mandar un mensaje, entonces debió darle el cuaderno a Garcés; es el único que tiene un jardín interior. O tal vez Margarito no sepa de la maceta -opinó Andrés Müller.

– Pongámonos serios. Algo tendrás que decirle, y Margarito no debe abrigar ni la menor sospecha de que conoces los versos de Nervo -indicó Pragnan.

– Dile que los poemas te gustaron, pero que los adjetivos te resultan un tanto exagerados. Cítale a Huidobro: el adjetivo, cuando no da vida, mata. Con eso le demuestras que leíste atentamente sus versos y que le haces una crítica de colega a colega -sugirió Gálvez.

El Consejo de Ancianos aprobó la idea de Gálvez, pero yo pasé dos semanas con el alma en un hilo. No podía dormir. Ansiaba que me llevaran a la sesión de patadas y picanazos eléctricos para devolver el condenado cuaderno. Durante ese tiempo llegué a odiar al buenazo de Garcés:

– Compadre, si todo sale bien, si además del comino y el polvo de pimientos consigues un frasquito de alcaparras, ¡ay, mi viejo!, nos vamos a dar un banquete con la gallina.

A los quince días, ¡por fin!, me vi tendido en el colchón de boñigas boca abajo y con las manos en la nuca. Pensé que me estaba volviendo loco: iba contento al encuentro de algo que se llama tortura.

Regimiento Tucapel. Intendencia. Al fondo el sempiterno verde del cerro ¿¿Ñielol, sagrado para los mapuches. El cuarto de interrogatorios estaba precedido por una sala de espera, como en una consulta médica. Allí nos sentaban en un banco con las manos atadas a la espalda y una capucha negra sobre la cabeza. Nunca entendí la razón de la capucha, porque, una vez dentro, nos la quitaban y podíamos ver a los interrogadores, a los soldaditos que con expresión de pánico giraban la manivela del generador eléctrico, a los sanitarios que nos pegaban los electrodos en el ano, en los testículos, en las encías, en la lengua, y luego auscultaban para decidir quién fingía y quién se había desmayado de verdad en la parrilla.

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