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– Está muy cerca. La frontera empieza con el tren -dijo.

En el hotel la cama estaba muy fría, acaso húmeda, y tardé bastante en calentarme. Sentía el cansancio del viaje, y de las cinco jarras de vino vaciadas con el ferroviario. Quería dormir, pero temía perder el tren. La idea de permanecer un día más en La Quiaca no terminaba de gustarme. Por fortuna tenía suficientes cigarrillos y el tabaco consiguió acortar la noche.

El amanecer llegó sin aviso, como si una poderosa mano hubiese rasgado con violencia la cortina de sombras, y una luminosidad que hería las pupilas entró a raudales por la ventana. Miré el reloj; eran las seis de la mañana. Buena hora para marchar hasta la frontera.

Al poco me topé con la curiosa arquitectura que viera el día anterior: un puente de hierro. En un extremo, una casamata adornada con los colores de la bandera argentina. En el otro, una segunda casamata con los colores de la bandera boliviana. Por debajo del puente no pasaba ninguno.

A las siete y pico de la mañana unos gendarmes argentinos todavía somnolientos abrieron la frontera. Había mucha gente, mujeres, hombres, niños de rostros enigmáticos, que hablaban entre ellos en su siseante aymara mientras las bolas de coca les hinchaban los pómulos. Cargaban maletas, fardos, atados de hierbas, de frutas, de verduras, gallinas transportadas cabeza abajo, con los ojos blancos y las alas torpemente extendidas, utensilios de cocina, artefactos indefinibles. Al otro lado del puente esperaba un grupo humano similar, y recordé las palabras del ferroviario al ver que las vías del tren nacían junto a la casamata boliviana.

Los gendarmes argentinos revisaron mi pasaporte, compararon la foto con las del afiche de los buscados, y me lo devolvieron sin palabras. Crucé el puente. Adiós, Argentina. Buenos días, Bolivia.

Los bolivianos repitieron la ceremonia, pero esta vez con preguntas que formuló un soldado.

– ¿Adónde viaja?

– A La Paz.

– ¿Tiene boleto?

– No. Por eso vengo temprano.

– ¿Cuántos días permanecerá en Bolivia? ¿Tiene un domicilio en La Paz?

– No. De ahí sigo viaje.

– ¿Adónde?

¿Adónde? Dudé. Pensé en un pequeño mapa escolar de Sudamérica que cargaba en la mochila. Era un mapa lleno de nombres sugerentes, y podía decir Lima, Guayaquil, Bogotá, Cartagena, Paramaribo, Belem, pero la única palabra que acudió a mis labios fue una que escuchara decir a mi abuelo.

– A Martos…, en España.

El soldado me autorizó a seguir, pero sentí que me clavaba una mirada de odio. Eran los ojos de un dios iracundo. Ojos de fuego negro en un rostro de piedra.

En la estación de Villazón seguí las recomendaciones del ferroviario, y el billete de cincuenta pesos cuidadosamente doblado transformó las negativas del boletero en quejas contra los que acudían a comprar su boleto a última hora. La estación de Villazón era más pequeña que la de La Quiaca. Tenía dos andenes de cemento limpios hasta la pulcritud.

– El tren llega entre ocho y diez, se llena entre diez y doce, y parte cuando se completa el cupo -me informó el boletero.

Tenía tiempo para conocer parte del lugar. A una vendedora le compré dos empanadas y una jarra de café. Sentado sobre la mochila vi cómo la estación se transformaba en un alegre mercado de comidas, frutas, artefactos y animales de corral. Complacido, absorbía esa realidad desconocida.

A las ocho el sol empezó a pegar fuerte. Reflejándose en los muros encalados multiplicaba su efecto cegador. Limpiaba las gafas de sol cuando escuché una voz conocida, la voz del viejo ferroviario.

– Volá, chilenito. Volá.

Giré la cabeza. El viejo pasó por mi lado sin mirarme, pero mascullando entre dientes:

– Volá, chilenito, volá antes de que te agarren.

El sol andino detuvo las horas, la rotación del planeta, los caprichosos giros del universo. No había una nube en el cielo, ni un pájaro, pero de pronto, como si hubiesen escuchado una señal secreta, el eco de una trompeta de alarma sonando desde siglos en la soledad de los cerros, los seres totémicos apilaron sus mercancías y una inefable ráfaga de miedo que sopló en los andenes barrió el alegre mercado.

Al mirar hacia el comienzo de las vías, hacia la frontera, vi el piquete de soldados que bajaba de un camión. Respondiendo a los gestos de un oficial avanzaron en abanico, preparados para repeler una emboscada. Y yo estaba solo, sentado sobre la mochila.

En ese mismo instante se dejó oír el pitazo que me obligó a mirar hacia el lado opuesto, y vi a la vieja locomotora diésel entrando a la estación. Era un gran animal verde, con una cicatriz amarilla en el vientre, y arrastraba el convoy bufando como un viejo dragón. Vi pasar los vagones grises como una sucesión de pescados tristes, con las palabras La Paz repetida en las agallas.

La locomotora se detuvo al llegar al puente, porque, como el ferroviario dijera, la frontera empezaba con el tren. Entonces me empujaron contra un muro, y ahí permanecí con las piernas muy abiertas y las manos apoyadas sobre una superficie de cal, mientras unas manos enguantadas vaciaban la mochila y pisoteaban libros, fotos, recuerdos refractarios a los tiempos del miedo, hasta que a culatazos me hicieron tenderme boca abajo y poner las manos en la nuca.

Pasaron unas dos horas hasta que los soldados volvieron a practicar el juego de la caza y tendieron a mi lado a otro mochilero. Se trataba de un argentino acólito de los Hare Krishna que, con el sol reflejado en su cabeza rapada y el cuerpo envuelto en sus estrambóticos ropajes color naranja, no dejaba de desearles paz eterna.

– ¿Qué ocurre, hermano? -preguntó en voz baja.

– Cierra la boca, o te la cierran.

– Pero, ¿qué hemos hecho, hermano?

– Tal vez llamar hermanos a los hijos únicos. Las horas pasaron y los calambres se fueron haciendo menos dolorosos. Persistían, sí, las ganas de fumar, y desde esa perspectiva de reptil humillado miraba las ruedas del tren, los pies ágiles de los pasajeros, los fardos y maletas que de pronto perdían peso y ascendían. Cuando después del pitazo las ruedas se pusieron en movimiento, sentí que se llevaban la única posibilidad de dejar atrás esos tiempos de miedo, que me quedaba preso en ellos tal vez para siempre.

– Les dije la verdad, toda la verdad -se quejó el Hare Krishna.

– Yo también. Hay gente de poca fe.

– Les dije que de La Paz vuelo a Calcuta. Les mostré el pasaje, los papeles, todo.

– Te lo he dicho; hay gente de poca fe.

– Voy en busca de la luz. Esta es una prueba, hermano.

– No hinches las pelotas.

– La luz está en Calcuta, hermano.

A las cinco de la tarde nos autorizaron a levantarnos. Los dos teníamos la piel de los brazos y la del cuello levantada por la insolación. Luego de un trámite muy rápido nos despojaron de dinero y relojes para proceder enseguida a expulsarnos de Bolivia por indeseables.

Al otro lado del puente nos esperaba el viejo ferroviario, con una garrafa de agua y un pote de crema para las quemaduras.

– Tuvieron suerte, muchachos. Esos desalmados pudieron llevarlos al cuartel y adiós pampa mía. Tuvieron suerte.

– Llegaré a Calcuta -aseguró el Hare Krishna. No dudé que lo conseguiría y, mientras me alejaba con el viejo, deseé fervientemente que lo hiciera pronto, pues si ese mochilero calvo y vestido de naranja llegaba a Calcuta, por lo menos uno, entre miles, recuperaría su frontera extraviada, esa que nos permite el paso al territorio de la felicidad.

2

A partir de 1973, más de un millón de chilenos dejaron atrás el país enfermo, flaco y largo. Unos, empujados al exilio, otros, huyendo del miedo a la miseria, y otros con la simple idea de tentar suerte en el norte. Estos últimos tenían una sola meta: Estados Unidos.

La mayoría convertía sus escasos bienes en un pasaje en bus hasta Guayaquil o Quito. Pensaban que una vez allí bastaba dar un par de pasos y ya estarían en el norte, en la tierra prometida.

Tras varios días de viaje bajaban de los buses acalambrados, sudorosos, hambrientos, y, luego de las primeras averiguaciones respecto de cómo continuar el viaje, descubrían que Sudamérica es enorme y que, para mayor desgracia, la carretera panamericana desaparecía tragada por la selva colombiana. Se quedaban en mitad del mundo como barcos a la deriva, sin presente ni futuro.

Uno de estos tipos era el pianista del Ali Kan, un individuo flaco, largo y blanco como una vela. Los ojos siempre enrojecidos y los dos dientes amarillos montados sobre el labio inferior le daban un aire de conejo triste.

No conseguía reprimir las lágrimas cada vez que se acordaba de Valparaíso, de cuando tocaba en la orquesta del American Bar, centenario lugar de reunión de los bohemios de aquel puerto y que los militares borraron del mapa con la imposición de un toque de queda que se prolongaría trece años.

– Ese sí que era un lugar decente. Las chicas no eran putas; eran misses. Y los marinos dejaban estupendas propinas a los músicos, no como en este corral de cerdos -se quejaba, y enseguida se maldecía por haber caído (porque a este lugar no se llega, se cae) en Puerto Bolívar.

Puerto Bolívar está a orillas del Pacífico, muy cerca de Machala, al sur de Guayaquil. El mar se hace presente en la brisa, que consigue a veces disipar el vaho húmedo y caliente que llega del interior. Se le puede ver y oír, pero no oler.

En Puerto Bolívar embarcan el banano ecuatoriano para todo el mundo. A unos cinco kilómetros del espigón se abre un agujero grande como un estadio de fütbol y de profundidad desconocida. Ahí van a dar toneladas de bananos no aptos para la exportación, ya sea porque empezaron a madurar antes de tiempo, ya sea porque presentan sospechosas manchas de parásitos, o porque el dueño de la plantación, o el transportista, olvidó pagar alguno de los impuestos fijados por las mafias del ramo.

El lugar se llama La Olla y está siempre hirviendo. Las miles de toneladas de frutas en constante descomposición forman una pasta espesa, nauseabunda y burbujeante. Todo lo que no sirve va a dar a La Olla, y ese monstruoso guiso se nutre no sólo de materias vegetales: también los adversarios de los caciques políticos se pudren allí, con varias onzas de plomo en el cuerpo o mutilados a machetazos. La Olla hierve sin descanso. Es tal su hedor que espanta el aroma del mar y los gallinazos ni siquiera se acercan.

– Lárgate. Lárgate ahora mismo, antes de que el maldito hedor te mate la voluntad y termines como yo, pudriéndote vivo aquí -me repetía el pianista cada vez que nos encontrábamos.

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