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Llegué a Machala porque quería salir pronto de Ecuador, y la única manera de precipitar los viajes consiste en no hacerle ascos a ningún trabajo. De tal manera que acepté un contrato semestral de la Universidad de Machala por el que me comprometía a explicar a un puñado de alumnos el tejido sociológico de los medios de comunicación. Apenas llegué sentí deseos de marcharme, pero estaba sin un real en los bolsillos y debía esperar hasta el fin del contrato para recibir el salario. Una formalidad burocrática muy tropical era la culpable de que a los profesores invitados nos pagaran una vez concluido el semestre, y gracias a los servicios de un gestor que se quedaba con la mitad de la pasta. Para economizar un poco del dinero que no teníamos, un grupo de profesores -nos tratábamos de licenciados- integrado por un uruguayo, un argentino, dos chilenos, un canadiense y un quiteño que odiaba el trópico con toda su alma, decidimos vivir juntos en una gran habitación pintada color

verde escándalo, con techo de calaminas y vistas a la selva. Allí colgamos seis hamacas, y por las tardes nos mecíamos fumando, charlando de nuestros proyectos para cuando nos pagaran, vaciando cajones de cerveza y mirando las aspas del ventilador que giraban inútiles sobre nuestras cabezas.

En Machala no había mucho que ver y menos que hacer. El cura encargado de censurar las películas que se proyectaban en un cine al aire libre no destacaba por su buen gusto, de tal manera que, para paliar el calor de las noches impregnadas del hedor de La Olla, no quedaba más remedio que ir a darse una vuelta por el casino o por los burdeles de Puerto Bolívar. Al casino íbamos para disfrutar del aire acondicionado, y porque nunca faltaba alguno de nuestros alumnos perdiendo en minutos el dinero que nosotros recibiríamos por un semestre de sudadera.

– Sírvanles una ronda a los teachers -ordenaba el alumno con los ojos fijos en la bola de la ruleta.

Nosotros agradecíamos y le deseábamos suerte. A los burdeles íbamos con gusto, especialmente al Ali Kan, un enorme galpón de tablones y techumbre de calaminas, administrado por doña Evarista, una chilena sesentona y gorda que sudaba y lloriqueaba sobre nuestros hombros en sus ataques de nostalgia por Santiago o Buenos Aires, las ciudades en las que hiciera sus primeras armas en el oficio. Invitar a doña Evarista a bailar un tango significaba una botella de whisky y un cartón de cigarrillos por cuenta de la casa. Todos bailábamos aceptablemente el tango, menos el canadiense, siempre ocupado en tomar apuntes sobre todo lo que veía y escuchaba para escribir una novela que, según él, sería mejor que Cien años de soledad. La gorda hervía de amor por el canadiense y cada vez que lo veía escribiendo hacía callar a las chicas.

En el Ali Kan trabajaban unas veinte mujeres que atendían a sus clientes en unos cuartos diminutos y sobre colchones tirados en el suelo. A veces, cuando algún marinero vigoroso hacía temblar con sus desafueros amorosos el establecimiento levantado sobre palafitos, los huéspedes del salón le dedicábamos un sentido aplauso. Así pasaban las noches. Las noches del Ali Kan.

Al día siguiente empezaba la rutina del trópico: despertar con el hedor de La Olla, saltar de la hamaca, conseguir que el espinazo recuperara su posición vertical, vaciar los zapatos de cucarachas y alacranes, darse una larga ducha, salir al vaho pegajoso de la calle, beber un tinto, el formidable café cerrero en la cantina, caminar cinco cuadras y, al llegar a la universidad, darse otra ducha antes de empezar las clases.

En mi curso de sociología de los medios de comunicación se habían inscrito quince alumnos, pero sólo llegué a conocer a tres y siempre me pregunté qué diablos buscaban allí. Uno de ellos era ya, a los veinte años, un experto en enfermedades venéreas; las había tenido todas y presumía de ello. Otro, hijo de un magnate bananero, dedicaba las mañanas al concienzudo estudio de catálogos de autos deportivos. Vivía obsesionado por conseguir un Porsche. Que en la región apenas hubiera carreteras no le ocasionaba el menor problema. Y el tercero, bueno, nunca conseguí averiguar si al menos sabía leer.

A los tres meses empecé a darle la razón al pianista del Ali Kan. Tenía que salir de aquel condenado lugar.

La sociedad machaleña nunca nos miró bien. Eramos seis tipos, cinco de nosotros extranjeros, que vivían a crédito, y que frecuentaban los burdeles. No nos miró bien, pero tampoco nos jodió la vida. Nos prodigaban una suerte de aceptación basada en la repulsión y la desconfianza, que duró hasta la tarde en que una de las chicas del Ali Kan, con lágrimas en los ojos, nos contó que el cura le había impedido la entrada al cine, a ella y a otras dos compañeras del oficio que se quedaron sin ver Cat Ballou.

– Y con lo que nos gusta el cabrón ese del Lee Marvin -precisó lloriqueando. Jodidos pero caballeros. Los seis mosqueteros nos fuimos de inmediato a cantarle unas cuantas verdades al cura.

– Al cine no entran mujeres de mal vivir -espetó el clérigo.

– El cine es cultura. Es posible que en alguna película encuentren el valor moral que las haga cambiar de vida. Recuerde que es usted quien elige las películas -alegó el argentino.

– No lo niego. Pero deben venir acompañadas de personas de probada moralidad.

– ¿Por ejemplo en compañía de profesores de la universidad? -consultó el canadiense.

– ¿Ustedes? ¿Arriesgarían sus carreras por venir al cine con putas? No me hagan reír.

Desde aquel día, cada viernes asistimos al cine con las chicas que quisieran hacerlo. Parado en la puerta, el cura nos miraba con odio, pero no podía impedir la entrada de nuestras acompañantes. Cumplimos con un deber de caballeros, mas la sociedad machaleña no lo vio así. Los profesores locales dejaron de invitarnos a sus casas, los policías nos miraban con sorna y empezó a correr el rumor de que combinábamos la pedagogía con la chulería. Había llegado el momento de salir de allí. El problema era cómo. Todavía faltaba mucho para el final del semestre.

La oportunidad de retomar el camino se me presentó una noche en el casino. Allí estaba disfrutando de la fresca temperatura que arrancaba estornudos a los jugadores y permitía a las damas de Machala lucir sus tapados y cuellos de piel. Estaba solo. Mis colegas se habían marchado al Ali Kan porque la noche anterior había ocurrido un milagro: el canadiense, con media botella de ron en el cuerpo, se había decidido por fin a sacar a bailar a la gorda. Tango, salsa, merengue, valsecitos criollos, pasillos, sanjuanitos, bailó de todo. Convertido en una peonza, el canadiense declaró que su proyecto de novela se iba definitivamente a la mierda y repartió sus hojas de apuntes a los clientes. Iba a vivir, intensamente y junto a su gran amor, declaró abrazado a doña Evarista, que no cabía en sí de alegría. La gorda nos invitó a una cena de compromiso a la que naturalmente asistiría, pero deseaba sentir primero aquel maravilloso frío que hacía que uno abandonara con gusto el casino. En

eso estaba cuando una mano me remeció por un hombro.

Era un tipo al que conocía de vista. Sabía que era empresario del transporte bananero, dueño de camiones y de barcos. El hombre se expresaba con el hablar lento y cadencioso de los guayaquileños.

– Oiga, teacher, tusted cree en la ley de probabilidades?

– Algo hay de cierto.

– Vea: he apostado seis veces seguidas al cero, y no ha salido. ¿Cree que la próxima saldrá?

– La única forma de saberlo es arriesgándose.

– Así me gustan los machos -dijo, y lanzó un manojo de llaves sobre el tapete.

– Chrysler del año. Me costó veinte mil dólares.

El croupier se excusó por un momento, fue hasta una sala contigua y regresó a la carrera.

– Diez mil y un cinco por ciento de comisión para la casa.

– Quince mil, y doblo la comisión.

– Se acepta la apuesta. Hagan juego, señores. La bola empezó a dar vueltas y el guayaquileño seguía sus órbitas con mirada impasible. Apoyaba las manos en los bordes sin el menor signo de alteración. Era un jugador de verdad. Su lasitud indicaba que deseaba perder. Cuando la bola se detuvo y cayó en el número siete se encogió de hombros.

– Qué joda, teacher. Pero salimos de la duda.

– Lo siento.

– Así es la suerte. Vamos al bar. Lo invito a un trago.

En la barra nos presentamos. El tipo quiso saber más de mí, y luego de escuchar en silencio, me habló como a un tratante de bananos.

– Usted me cae del cielo, teacher. Se va a venir a vivir un par de meses conmigo a Rocafuerte. Tengo un hijo a punto de terminar el bachillerato y quiero que sea abogado. Usted me lo alecciona para el ingreso a la universidad y yo le soluciono cualquier problema económico. ¿Trato hecho?

– A las universidades ecuatorianas entra el que quiere.

– Mi hijo va a estudiar a los Estados Unidos. Allá hay exámenes de admisión y esas vainas. ¿Dos mil dólares al mes? Hagamos algo más práctico, teacher; aquí le extiendo un cheque en blanco. Mañana lo cambia. Saque mil, dos mil dólares, lo que necesite. El asunto es que usted está en mi casa el fin de semana. Y ahora lárguese, teacher. Después de perder me gusta estar solo.

Llegué al Ali Kan pasada la medianoche. Doña Evarista había preparado docenas de empanadas que sabían mejor que el caviar beluga en aquel infierno culinario donde la dieta no conocía más que arroz y patacones de banano. Aquella noche festejamos a lo grande. Doña Evarista reconoció la firma del cheque y dijo que se trataba de uno de los hombres más ricos de la región, así que se me terminaban las preocupaciones y podía considerarme de nuevo en movimiento.

Comimos empanadas a dos carrillos, vaciamos incontables botellas de vino chileno y, después de cantar los tangos que arrancaban cascadas de lágrimas a la gorda, el canadiense nos sorprendió con un discurso subido a una mesa.

– Compañeros, quiero decirles que esta mujer es maravillosa y que mañana me vengo a vivir con ella. Voy a ser el man de esta casa, y ustedes, compañeros, hermanos míos, de ahora en adelante son como nuestros hijos. ¡Que vivan los hijos de puta!

Al día siguiente fui al banco, retiré una considerable cantidad de dinero, pagué deudas, repartí algunos billetes entre mis colegas y, mochila al hombro, marché a la terminal de buses. Allí me esperaba el pianista, largo, flaco y blanco como una vela.

– No sabes cuánto me alegra, muchacho. Buena suerte -dijo apretándome la mano.

Antes de subir al bus respiré hondo, inundé mi cuerpo del aire podrido que llegaba desde La Olla y por los parlantes de la plaza escuché la voz del cura amenazando con excomulgar a todos los que fueran a ver la película Kramer contra Kramer, acusándola de ser una apología del divorcio.

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