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A la semana, la noticia de su dulce agonía había corrido hasta Comodoro Rivadavia. La colonia inglesa se encargó de enviar a un clérigo para detener el escándalo, pero, cuando el aleluya brother intentó pasar a la suite, lo detuvo un pedazo de plomo calibre cuarenta y cinco que le destrozó una pierna. Simpson murió como quiso, y el hotel se fue al infierno en muy poco tiempo.

– Hay otro hotel al final de la calle. Si quiere lo llevo -me informa la mujer.

Le doy las gracias y echo a andar en la dirección indicada. Sé que allí está el San Martín, el mejor hotel de la Patagonia.

Es un caserón esquinero de una sola planta. A través de la nube de polvo que pasa incesante por la calle percibo que subido a una escalera arrimada a la fachada hay un tipo repasando la pintura del letrero que identifica el establecimiento.

– Eh, amigo. ¿Es usted el dueño del hotel? -le grito desde abajo.

– Si fuera el dueño, no estaría aquí -me grita desde arriba.

– ¿Puede llamar al dueño? -vuelvo a gritar desde abajo.

– No está. No hay nadie. Entre y sírvase un mate -grita el pintor.

Le obedezco y, mientras empujo la puerta de dos batientes, pienso en que ése no es argentino. Habla con un acento demasiado cantarín.

El comedor no ha cambiado en estos dos últimos años. Las mismas mesas de hierro con tablero de formica, las mismas sillas de madera, y encima de cada mesa un coqueto florero con rosas y claveles de plástico. Tras la barra de madera se alinean las botellas de vino, grapa y caña. Y, en el lugar de honor, en el espejo, un retrato de Carlos Gardel enseñando una dentadura perfecta.

El Hotel San Martín. Hasta 1978 el lugar servía de bodega del municipio. Ese mismo año llegaron a Rio Mayo dos delegados políticos: el turco Gerardo Garib, que de turco no tenía nada pues era argentino de Buenos Aires, sindicalista no corrompido por el peronismo y descendiente de palestinos, y su mujer, la turca Susana Grimaldi, que tampoco tenía nada de turca -salvo el estar casada con el turco-, pues era uruguaya, de Colonia, profesora de música, y sabía maldecir maravillosamente en el italiano de sus progenitores.

Susana y Gerardo tuvieron suerte durante la dictadura. Pasaron por la monstruosa experiencia de los chupaderos, de las desapariciones, conocieron la tortura, pero salieron con vida del laberinto del horror, condenados a cinco años de relegación en la Patagonia.

Los dos eran emprendedores, de tal manera que, al año y medio de llegar, Susana daba clases de música a una docena de aspirantes a Gardel, y Gerardo conseguía alquilar el edificio para abrir un hotel.

– ¿Se sirvió mate? -El pintor entra e interrumpe mis pensamientos. -No. Estaba por hacerlo. -¿Tiene hambre? Si quiere le hago unos panqueques. Hago los mejores panqueques de la Patagonia. Son famosos mis panqueques. -¿Chileno?

– De Chiloé. Vine a trabajar en una estancia, pero me enfermé y el turco me contrató como cocinero, barman y restaurador. -¿Y dónde está el turco? ¿Y Susana? -Veo que los conoce. Se fueron al funeral. -¿A qué funeral? ¿De quién? -De un viejo. Carlitos, le decían. -¿Carlitos Carpintero? -El mismo. ¿También lo conocía?

Carlitos Carpintero. En 1988, en Estocolmo, una organización que propone y otorga premios Nobel alternativos decidió galardonar a un misterioso profesor llamado Klaus Kucimavic con el Premio Nobel Alternativo de Física. El tal profesor Kucimavic había escrito en 1980 largas cartas a varias universidades de Europa comunicando que, según sus estudios realizados en la Patagonia, se estaba abriendo un peligroso agujero en la capa de ozono que protege la atmósfera. Precisaba el diámetro del agujero y las variables de progresión con tal exactitud que ocho años más tarde fue corroborado por la NASA y algunas instituciones científicas de Europa. El profesor Kucimavic no pudo ir a recoger el premio porque nadie supo cómo invitarlo. El remite de sus cartas decía Provincia del Chubut, Argentina, y nada más. Una publicación alemana me encargó viajar a la Patagonia para dar con el misterioso profesor. Recorrí varios pueblos y ciudades sin éxito, y finalmente vine a dar a Río Mayo. Aquí,

luego de intimar con Susana y Gerardo, una noche me invitaron a una partida de "truco" organizada por Carlos Alberto Valente, uno de los gauchos más originales y nobles que he conocido. Jugamos y reímos hasta altas horas de la noche y, cuando luego de comer hablamos de nuestros asuntos, le conté a Valente el motivo de mi presencia en Río Mayo. -¿Cómo decís que se llama? -Kucimavic. Klaus Kucimavic.

– Carlitos Carpintero. Así se llama, Carlitos Carpintero. -¿Quién es Carlitos Carpintero?

– El que vos andás buscando. Un viejo loco que apareció por aquí hace un montón de años. Loco pero no tonto. Inventa cosas. A mí, por ejemplo, me inventó un sistema para convertir la mierda de las vacas en gas. Tengo agua caliente gratis. Biogás lo llama el viejo. Sí. Loco pero no tonto. Se pasa mucho tiempo mirando el cielo y midiendo los rayos del sol con unos espejos. Dice que en pocos años vamos a quedar todos ciegos.

Al día siguiente conocí a Kucimavic. Era un vejete enclenque, envuelto en un grasiento mameluco de mecánico. Cuando lo visité, reparaba o mejoraba un sistema de duchas para desparasitar ovejas.

Desde el primer momento negó llamarse Klaus Kucimavic, y en su original español aseguró ser argentino de toda la vida.

– ¿Cómo vas a ser argentino si hablás como bestia? -le comentó Valente.

– Yo habla castilla mejor que tú, malacara -respondió el viejo.

Pero Valente poseía un documento emitido por las autoridades argentinas que lo identificaba. El viejo se lo había dado a guardar alguna vez. Cuando no pudo negar su identidad accedió a hablar, pero de mala gana.

Había nacido en Eslovenia. Durante la segunda guerra mundial formó en las filas de los ustachas croatas, peleando al lado de los nazis en los Balcanes. Al final de la guerra eludió a la justicia de los partisanos de Tito y emigró a Argentina, decidido a empezar una nueva vida en Sudamérica, pero al poco tiempo se encontró con que los israelitas, envalentonados tras haber cazado a Adolf Eichmann, impulsaban una caza de ex nazis o colaboracionistas en Argentina. Así, Klaus Kucimavic abandonó su cátedra de fisica en la Universidad de Buenos Aires y se perdió en la Patagonia, en esa parte del mundo donde no se hacen preguntas y el pasado es simplemente un asunto personal.

En Río Mayo lo querían todos. Era un viejo servicial que, pese a su fama de huraño, no vacilaba en reparar una radio, una plancha, un caño de agua, un motor, sin cobrar jamás un centavo.

Me confirmó las mediciones en la capa de ozono y se negó terminantemente a hablar del premio.

– Diga a esos boludos que antes de dar premios detengan la polución atmosférica. Premios son para reinas de belleza -señaló indignado.

Tuve en mis manos suficiente materia prima como para un largo reportaje sobre el descubridor del agujero en la capa de ozono, pero, de haberlo publicado, hubiera roto la armonía de los habitantes de Río Mayo, de manera que me olvidé del tema y Kucimavic pasó a ser, también para mí, Carlitos Carpintero.

– Se nos fue Carlitos -dijo el turco Garib, abrazándome.

– Sabía que volverías. Bienvenido -saludó Susana.

Aquella tarde nos sentamos muy temprano a la mesa. Comprobé que el chilote era efectivamente un buen cocinero y que sus panqueques eran insuperables. Hablamos de nuestras vidas. Yo podía regresar a Chile, pero seguía en Europa. Ellos podían regresar a Buenos Aires, pero seguían en la Patagonia. La charla con los amigos me confirmó una vez más que uno es de donde mejor se siente.

– ¿Sabés?, la última vez, cuando te fuiste, me dio la impresión de que llevabas un gran problema. Supongo que te costó no escribir sobre Carlitos -dijo Susana llenando los vasos de grapa. -Sí, cargué con un tremendo peso de conciencia. No dejaba de preguntarme: ¿y si Carlitos fue realmente un criminal de guerra, uno de aquellos mismos fascistas que nos jodieron la vida?

– No. Carlitos fue un tipo que luchó en el bando equivocado. No fue un criminal -aseveró el turco. -¿Por qué estás tan seguro?

– La Patagonia te enseña a conocer a la gente por su forma de mirar. Carlitos era miope, por eso llevaba esos lentes de culo de botella, pero cuando hablaba con los amigos se los quitaba y miraba fijamente a los ojos. Y su mirada era limpia.

– Dile cuáles fueron sus últimas palabras -pidió Susana.

– Sus últimas palabras. Qué macana. Salió del coma un par de minutos antes de morir. Me tomó la mano y dijo: "Qué cagada, turco, qué cagada, no te arreglé la nevera". ¿Entendés? Si Carlitos hubiese tenido la conciencia sucia, no habría muerto preocupado por mi nevera.

Susana se levantó a atender a otros parroquianos y abrió las ventanas que daban a la calle. Fuera ya no soplaba viento y la ausencia de polvo permitía ver la vereda de enfrente. A esa hora nada se interponía entre las gentes y la tranquila noche de la Patagonia.

10

"Deje la botella", ordeno al muchacho que acaba de servirme un vaso de ron. Bebo. Entra como un leve consuelo que consigue paliar el agotamiento y el sopor que produce al aire caliente y húmedo que viene de la selva.

Estoy en Shell, un poblado pre-amazónico del Ecuador, en una cantina sin puerta ni ventanas. Miro hacia fuera, veo que las ramas de las palmeras de la única calle permanecen quietas, también aletargadas bajo un cielo limpio de nubes.

Buen cielo para volar con el capitán Palacios. Diablos, ¿cuál sería su nombre de pila? Para los habitantes del lugar, el aviador que mataba las horas en tierra meciéndose en la hamaca y despachando botellas de ron San Miguel era simplemente el capitán Palacios. Y así también lo llamaban en los cientos de caseríos y poblados amazónicos a los que visitó con su destartalada avioneta. ¿Y el socio? ¿Cómo se llamaba el socio?

Los conocí cierta tarde en que debía volar de Shell a San Sebastián del Coca. Un camión me dejó en la que parecía ser una calle ancha. Apenas bajé sentí que mis pies se hundían en el lodo y vi que no estaba solo; varios puercos retozaban felices en el lodazal.

– ¿Y cómo se llega al aeropuerto? -pregunté al camionero.

– Ahí lo tiene, man. Todo lo que está a la orilla del camino es el aeropuerto -dijo señalando un extenso campo de lodo.

A un costado del campo se veía una construcción de madera y techo de zinc. Eché a andar en esa dirección y, a medida que me acercaba, fui escuchando la voz de un locutor deportivo que transmitía un partido de fútbol.

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