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A las dos de la tarde, Carlos No Más y don Nicanor Estrada empezaron la última etapa del viaje. Doscientos kilómetros más y ya llegarían a Comodoro Rivadavia. No había una nube en el cielo, el sol se reflejaba en la congelada capucha del muerto y Carlos No Más seguía cantando, ya medio afónico, jurándose que lo primero que haría al regresar a Chile sería tomar clases de canto.

Al solicitar permiso de pista en Comodoro Rivadavia le preguntaron por qué volaba a tan baja altura. El radar de la Fuerza Aérea argentina apenas lo había detectado.

– Es que llevo a un muerto. Un muerto ilustre. Over. -¿Quién diablos es usted? Over.

– Aerofunerarias Australes. Over -respondió Carlos No Más con el patético resto de voz que le quedaba.

En la pista, los familiares y las autoridades del lugar lo recibieron con desmayos, insultos, amenazas, que luego de sus explicaciones se transformaron en huecas frases de disculpas. A la espera del segundo cheque, Carlos No Más se vio obligado a sumarse al cortejo fúnebre.

En el cementerio le esperaba una sorpresa. Tras una misa solemne, el cortejo se dirigió al panteón familiar, una suerte de palacete de mármol blanco. Después de sacar al muerto del cajón con la ayuda de una grúa, lo alzaron sosteniéndolo por los sobacos, le cubrieron la cabeza con un sombrero gaucho y finalmente lo bajaron hasta una fosa enorme. Carlos No Más se asomó al borde. Abajo había un caballo embalsamado. A don Nicanor Estrada lo enterraron montado en su caballo.

– Y luego, ¿qué? -le pregunto mientras el temporal arrecia.

– Cobré, me despedí de los deudos y volví. Atiza el fuego. Voy a buscar un pedazo de carne para tirar a las brasas -dice Carlos No Más alejándose con pereza.

Es mi mejor y el más antiguo de mis amigos. Muchas veces, alejado del sur del mundo, pienso en él y tiemblo ante la idea de que algo terrible le haya ocurrido. Y ahora también tiemblo ante las abolladuras del fuselaje del Pipper.

Carlos No Más regresa con un costillar de cordero. -¿Qué vas a hacer, Carlitos? -Un asado.

– No. Me refiero a más tarde. Mañana. Qué se yo.

– Volar. Apenas mejore el tiempo te llevaré a dar una vuelta por el golfo Elefantes. Viniste a ver ballenas. Pues verás ballenas -dice Carlos No Más, mientras tira palitos de romero sobre la carne, observando con ojos infantiles, a ratos el fuego, a ratos a mí y a ratos el avión, que, como un compañero más, también disfruta del calorcillo del hangar, a salvo de la lluvia que cae y cae sobre la Patagonia.

8

La llegada del invierno me sorprende en Puerto Natales. Hace apenas cuarenta y ocho horas me paseaba por la playa frente al golfo Almirante Montt, admirando la puesta de sol de un glorioso día de abril. Pero ayer empezó a nevar copiosamente, y la temperatura bajó con violencia de los seis grados a los cuatro bajo cero. La radio anuncia que han cerrado el aeropuerto, de tal manera que salir de aquí se ha vuelto particularmente difícil.

Puerto Natales está en la costa este del golfo Almirante Montt. Hacia el oeste se entrecruzan unos doscientos cincuenta kilómetros de canales hasta el estrecho Nelson y el Pacífico. Los navegantes chilotes son los únicos que se aventuran por esos angostos pasos en los que acecha la muerte helada; los bloques de hielo que las mareas arrancan de los ventisqueros y que muchas veces bloquean los canales durante meses.

Es imposible salir de Puerto Natales por mar en invierno. Hay que hacerlo por tierra, cruzar la frontera y dirigirse al pueblo argentino de El Turbio.

De allí sale el más austral de los ferrocarriles, el verdadero Patagonia Express, que, luego de doscientos cuarenta kilómetros de marcha que unen ciudades como El Zurdo y Bellavista, llega a Río Gallegos, en la costa atlántica.

El convoy, integrado por dos vagones de pasajeros y otros dos de carga, es arrastrado por una vieja locomotora de carbón, fabricada en Japón a comienzos de los años treinta. Cada vagón de pasajeros dispone de dos largas bancas de madera que lo recorren de punta a cabo. En un extremo hay una estufa de leña que los mismos pasajeros deben ir alimentando y, encima de ella, un cromo con la imagen de la virgen de Luján.

No son muchos los pasajeros que me acompañan. Apenas un par de peones de estancia que, en cuanto se tumbaron en las bancas, se largaron a roncar, y un pastor protestante empeñado en repasar los Evangelios con la nariz metida entre las páginas. El hombre va doblado en dos y siento deseos de ofrecerle mis lentes. -Ahí hay leña. Vea que no se apague la estufa -aconseja el revisor.

– Gracias. No tengo boleto. Quise comprarlo en El Turbio, pero no tenían.

– No se preocupe. Lo compra en la próxima parada, Jaramillo.

Una capa de nieve cubre los pastizales, y la pampa, siempre salpicada de marrón y verde, cobra una tonalidad espectral. Así, el Patagonia Express avanza por un paisaje blanco y monótono que adormece al pastor. La Biblia cae de sus manos y se cierra. Parece un ladrillo negro.

El Patagonia Express es el tren de los ovejeros. Cada final de invierno, cientos de chilotes llegan hasta Puerto Natales, cruzan la frontera y en el tren se dirigen a las estancias ganaderas. Son hombres fuertes que, hastiados de la pobreza chilota y de la proverbial dureza de carácter de las mujeres isleñas, salen a buscar fortuna en el continente. Son hombres fuertes, pero de corta vida. En Chiloé se alimentan de mariscos y papas. En la Patagonia, de cordero y papas. Muy pocos han probado alguna vez fruta -de no ser manzanas- o alguna verdura. El cáncer de estómago es una enfermedad endémica entre los chilotes.

La estación de Jaramillo es un edificio de madera pintado de rojo. La arquitectura tiene un cierto dejo escandinavo. Las tejuelas finamente talladas que adornan las canaletas de la lluvia se mecen con el viento, faltan muchas, y las que quedan también caerán sin que una mano se preocupe por fijarlas o reponerlas.

Jaramillo es apenas la estación y un par de casas, pero el tren se detiene allí para cargar agua. Esa parece ser toda la importancia del lugar, aunque en él se mantenga viva la memoria trágica de la Patagonia, la memoria paralizada en el reloj de la estación: las nueve y veintiocho minutos. En 1921, en la estancia La Anita, empezó la última gran revuelta de los peones y de los indios. Liderados por un gallego anarquista, Antonio Soto, más de cuatro mil personas, entre hombres y mujeres, ocuparon la estancia y la estación de Jaramillo. Proclamaron el derecho a la autogestión y durante un par de semanas vivieron la ilusión de ser la primera Comuna Libre de la Patagonia, que ellos ingenuamente bautizaron como Sóviet. La respuesta de los terratenientes no se hizo esperar. El gobierno argentino envió un fuerte contingente de tropas a terminar con los insurrectos. Llegaron al mediodía del 18 de junio de 1921.

Los hombres se hicieron fuertes en la estación de Jaramillo y las mujeres permanecieron ocupando las casas de la estancia. Sus armas eran cuchillos facones, un par de revólveres arrebatados a los capataces, lanzas y boleadores. El ejército llevaba fusiles y ametralladoras.

El capitán Varela, al mando de las tropas, luego de rodear la estación, les dio plazo hasta las diez de la noche para rendirse, garantizando la vida de todos los que depusieran las armas, pero, palabra de militar a fin de cuentas, Varela no respetó el plazo y a las nueve y veintiocho minutos dio la orden de abrir fuego.

Nunca se supo el número exacto de víctimas. Cientos de hombres fueron fusilados frente a tumbas que antes debieron cavar ellos mismos. Cientos de cuerpos fueron quemados, y por la pampa se extendió el olor de los cadáveres abrasados.

Las nueve y veintiocho. Una bala detuvo la marcha del reloj, y así permanece.

– Lo han reparado muchas veces, pero siempre alguien se encarga de estropearlo y poner la hora que debe marcar -me indica el revisor.

– Todos eran subversivos. El que los lideraba, el gallego ese, los convenció de que la propiedad era un robo. Estuvo bien que los mataran a todos. Con los subversivos no hay que tener piedad -se entromete el pastor.

Los peones, que han despertado, le responden con gestos obscenos, el revisor se encoge de hombros y el pastor se refugia en la lectura de su ladrillo negro.

El sol se pone por el oeste, se hunde en el Pacífico, y sus últimos destellos proyectan la sombra del Patagonia Express sobre la blanca pampa mientras se aleja en sentido contrario, hacia el Atlántico, hacia donde empiezan los días.

9

Siempre regreso a Río Mayo, una ciudad patagona a unos cien kilómetros de Coyhaique y a otros doscientos cincuenta de Comodoro Rivadavia. Siempre regreso, y lo primero que hago al bajar del bus, camión u otro vehículo que me deja en el cruce de caminos es cerrar los ojos para que no me ciegue la polvareda. Luego los abro lentamente, me echo la mochila a la espalda y camino hacia un edificio de madera ricamente trabajada.

Es una noble ruina, un mudo testigo de tiempos mejores que, tras el empujón para abrir la puerta, descubre lo que fue el salón de baile, el casino, el ¿¿pocïio de la orquesta, el bar con sus taburetes tapizados de cuero marrón, ahora en gran parte devorados por las cabras, y el retrato de la Reina Victoria que un pintor dotado de una curiosa noción de la anatomía pintó en el muro central de la recepción. Los ojos de la soberana británica están corridos hacia los costados, casi rozándole las orejas, y las aletas nasales, muy africanas, le ocupan la mitad de la cara.

"Salve, Regina", la saludo, y me siento a fumar un cigarrillo, antes de despedirme de ella. Sé que afuera, invariablemente, habrá algún lugareño esperándome. Esta vez se trata de una mujer. Se aferra a una cesta y me mira con ojos maliciosos. -Se equivocó -me dice. -¿No es éste el Hotel Inglés?

– Sí, pero hace diez años que está cerrado. Desde la muerte del gringo -añade. -¿Cómo? ¿Cuándo murió Mister Simpson? -le pregunto aunque conozco la historia, sólo por el placer de escuchar una nueva versión.

– Hace diez años. Se encerró con cinco mujeres, bueno, usted comprende, de ésas de la vida. Y murió, el muy chancho.

Cinco mujeres. En mi anterior visita, un lugareño me habló de doce prostitutas francesas. Tal vez menguan las leyendas. En todo caso, lo cierto es que, cuando Thomas Simpson supo que el cáncer le roía los huesos y el médico le diagnosticó como máximo tres meses de vida, regaló el hotel a los trabajadores conservando para él nada más que la suite presidencial. Hizo subir unas cajas de habanos, un barril de Scotch y se encerró con un grupo indeterminado de damas alegres y bien pagadas, que tenían la tarea de apresurar su muerte de la manera más grata.

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