Cuando pensábamos en nuestro futuro, de algún modo todos nos inclinábamos por profesiones que pudieran ayudarnos a resolver nuestro problema, como biología, química, medicina, pero también sociología, filosofía y hasta ciencias ocultas.
A mí, las chicas del Grupo de Padres Especiales me interesaban nada. Me irritaban las poseídas, tan imprevisibles, y más todavía las brujas (séptimas hijas mujeres), que serían un problema para sus padres pero estaban encantadas de jugar con sus poderes y se divertían ensayándolos.
Tenía diecisiete años cuando conocí a Débora. ¿Por qué las mujeres siempre creen que nos van a cambiar, a curar, a convertir en algo diferente a lo que somos? ¿Por qué en lugar de enamorarse de nosotros mismos, se enamoran de ciertas posibilidades que nos atribuyen? Débora decidió emplear todo su amor en convertirme en una persona normal.
Para entonces yo había leído todo el material literario y científico que existía sobre los lobizones. Incluso había aprendido inglés para poder leer textos que no estaban traducidos. Sabía que había muchos casos de hombres-lobo que llegan a casarse y convivir normalmente con sus mujeres sin que ellas se enteren de su condición. Todo está en encontrar una excusa adecuada para los viernes a la noche… y estar preparado para cuando la transformación sucede en un martes. Pero yo había sido criado en una casa donde la gente hablaba libremente de sus problemas. ¿Cuánto tiempo podría haber guardado el secreto con la mujer de la que estaba enamorado? Necesitaba, sobre todo, besarla. Y no hay nada tan desagradable como el beso de un lobizón: cuando lame la boca de una persona, el otro queda con un gusto muy feo, con náuseas y arcadas y sin poder comer durante varios días.
Débora estaba convencida de que el mío era un problema psicológico. Insistía en que estaba "somatizando", es decir, expresando con el cuerpo problemas que en realidad habían empezado en mi cabeza. Como quien se engripa para no tener que dar examen.
Yo mismo empecé a pensar que tal vez fuera cierto y traté de darme cuenta de qué había en la conducta de mis padres que me llevara a esta situación. ¿Quizás era porque me habían dejado dormir demasiado tiempo en su pieza cuando era bebé? ¿Trataba de espantar a mi padre con mis dientes de lobo para quedarme con mi madre, como un Edipo cualquiera? ¿Me convertía en lobizón como efecto del embarazo no deseado de mi madre? ¿Era una reacción a la excesiva exigencia que tenían con respecto a mis estudios? ¿O sólo era la manera de acaparar el cuidado de mis padres y ser alguien especial, distinto de mis hermanos, en una familia tan numerosa?
Débora me convenció de que tenía que tratarme. Así conocí al doctor Garber, que sabía mucho de pacientes neuróticos pero les aseguro que de lobizones no sabía ni jota. Cuatro veces por semana me acostaba en su diván y le hablaba de mis problemas, que eran bastante parecidos a los de todo el mundo. Mis relaciones con mis padres, con mis hermanos, con mi novia y, sobre todo, las dificultades que tenía para ganar suficiente dinero como para pagar el tratamiento. Este último tema nos llevaba buena parte de las sesiones.
Cuando llegaba a mis problemas específicos de lobizón, el doctor Garber se quedaba callado y no trataba de interpretar mis palabras. Yo le hablaba mucho de las molestias intestinales. Mi aparato digestivo de persona humana sufría muchísimo por tener digerir las basuras que comía como lobizón. Como hay tanta relación entre los nervios y los dolores de panza, yo pensaba que el psicoanálisis iba a poder ayudarme mejor que un médico de los que dan pastillas. Sin embargo, después de varios meses de tratamiento, me di cuenta de que algo fallaba: el doctor Garber simplemente no me creía. Él entendía lo de "convertirme en perro" como una forma de expresar ciertos sentimientos o sensaciones, como una manera de decir. Y por más que yo le explicaba los detalles, cómo me crecían el pelo y los dientes, cómo me iba encorvando hasta caminar en cuatro patas, cómo me olvidaba de mi humanidad y sólo sentía esa hambre horrible de cadáveres y gallineros, él seguía pensando que todo sucedía en mi imaginación. No me consideraba loco, porque fuera de esa manía persistente en todo lo demás yo razonaba como cualquier persona, pero sí un caso grave, casi al borde de la locura.
Empecé a tenerle un poco de bronca. Yo ya había empezado a estudiar primer año de medicina pero no dejaba de investigar en los libros de leyendas o de ciencias ocultas. Ningún científico serio se había ocupado de nosotros, los pobres lobizones del sur, bastante distintos de los licántropos, los hombres lobos de la antigüedad, y distintos también de los temibles hombres lobo europeos, que atacaban ferozmente a las personas. Algunas de las cosas que decían esos libros eran ciertas y otras eran puros inventos. Por fin descubrí algo que parecía interesante pero necesitaba alguien cuyo destino me importara muy poco para atreverme a experimentar. El doctor Garber me tenía harto. Averigüé algo sobre su vida. Estaba separado y no tenía hijos. No quise contarle nada a Débora para no preocuparla.
En nuestro próximo encuentro desafié al doctor Garber a que me atendiera un viernes a medianoche. Naturalmente, se negó.
– Yo tengo que mantenerme fuera de su manía -me dijo-. Si paso a formar parte de sus delirios, ya no voy a tener la posibilidad de curarlo.
Pero finalmente lo convencí.
Eran las doce menos cuarto cuando llegué al consultorio. Como siempre, me abrió la puerta del departamento con portero eléctrico y me dejó sentado unos minutos en la sala de espera, como si estuviera atendiendo a otros pacientes. Como siempre, me quedé mirando el retrato de una mujer con la boca muy abierta, como en un grito mudo. ¿Qué le pasaría? ¿A quién estaría pidiendo ayuda?
Por fin me hizo pasar al consultorio. Me acosté en el diván como siempre y empecé a hablar de tonterías. A las doce menos un minuto le mostré el dorso de la mano, que empezaba a cubrirse de pelos.
– A mí me pasó lo mismo -me dijo el doctor Garber- cuando estaba tomando Minoxile por boca para que me creciera el pelo en la cabeza: me salieron pelos hasta en las orejas.
– Pero no tan rápido, supongo -le contesté, y mi voz ya estaba empezando a cambiar.
Todo sucedía normalmente. La cara se me cubrió de pelo, me crecieron las orejas, la boca y la nariz se estiraron hacia adelante transformándose en un horrible hocico de perro mientras mi columna vertebral se prolongaba para formar una cola. Lancé un enorme aullido. Esta vez había una diferencia en mi transformación. A través de muchos meses de ejercicios y entrenamiento, yo podía conseguir que una parte de mi mente humana permaneciera conmigo en ese cuerpo perruno. Tenía un cierto control de mis actos, el suficiente como para poner en práctica mi experimento.
El doctor Garber, que al principio había intentado alguna interpretación psicológica de lo que estaba pasando, había abandonado toda razón y era sólo una pobre cosa asustada, un cuerpo sacudido por el terror.
En su desesperación por escapar de mí tiró al suelo su hermoso y cómodo sillón de analista. Lo perseguí por el consultorio, poniéndome delante de la puerta para impedirle escapar. El lugar era chico. Corriendo, volteamos las macetas del potus y el helecho y también la lámpara de pie.
Desesperado, el pobre doctor Garber abandonó todo intento de escapar y se acurrucó en un rincón, tapándose la cabeza con los brazos. Así no me servía. Con un poderoso aullido lo hice poner de pie otra vez y fingí apartarme de la puerta para que otra vez tratara de salir.
Entonces, me abalancé sobre él.
O, mejor dicho, debajo de él.
Pasé por entre sus piernas.
Había leído que cuando un lobizón pasa por entre las piernas de una persona, le traspasa su maldición y se libra de su mal: el otro queda transformado en lobizón para siempre. ¡Y estaba dando resultado!
Un par de semanas después, cuando recibí un llamado desesperado del doctor Garber, le recomendé consultar a un psicoanalista.