– Pero es cierto. No mentí -dice, todavía sin mirarlo.
A Joaquín le cuesta localizar a un amigo abogado, que le confirma todo lo que les han dicho. No hay cómo ni por dónde escapar. Hay que ir a La Plata.
– Conseguí un testigo buenísimo -el oficial vuelve a entrar alegremente a la oficina-. Eso sí les pido, que si se paran a comer no me lo dejen chupar.
El auto es una trampa de metal recalentado deshaciéndose al sol. Adentro se siente o tal vez se imagina un olor dulzón que Claudia intenta tapar con desodorante. El hedor de la sangre seca se mezcla con perfume a coco y frutilla. Tapan a la muerta, la envuelven casi con un acolchado rosa muy gastado. El agente Fiorini, que se cambió la camisa, y el testigo, un hombre bastante sucio, con olor a vino, se apretujan en el asiento de atrás, tratando (pero es un intento imposible) de dejar espacio entre ellos y la muerta, que crece a cada instante. Hay que echar a una mosca que se ha metido en el auto al abrir las puertas. Se ponen en marcha con las ventanillas abiertas y el aire acondicionado funcionando.
Por el camino el agente Fiorini le toma lección al testigo, que repite su discurso como un buen alumno, memorizando cuidadosamente todos los detalles.
Las preguntas y respuestas van delineando la figura de un hombre flaco, que le pega a su mujer en silencio para no despertar a los chicos. Un hombre que finalmente saca un cuchillo, el mismo que usa para trabajar en el frigorífico como destazador de reses, y la amenaza. Recién entonces la mujer empieza a gritar y van llegando los vecinos.
– Usted va a decir que entró a la casa y lo vio.
Entonces le van a preguntar cómo era la casa -el agente Fiorini adiestra al testigo-. Las paredes son celestes. Las sillas son de plástico, anaranjadas. ¿De qué color es el tapizado de las sillas?
– No tienen tapizado porque son de plástico, anaranjadas -dice el testigo, sin caer en la trampa.
– Va a tener que explicar por qué los siguió hasta el baldío.
– La piba, la señora, salió corriendo, el Moncho la perseguía con el cuchillo grande de destazar, yo me les fui detrás, también con los otros vecinos.
– ¿Usted por qué entró a la casa? Hable de los gritos.
– Yo entré porque escuché los gritos, como las otras veces. Ella siempre gritaba al final, para pedirnos ayuda a los vecinos.
– ¿Ella siempre gritaba? -quiere saber de pronto el agente Fiorini y algo ha cambiado en el tono de su pregunta, ya no parece estar personificando al juez, o al secretario del juzgado, le tiembla un poco la voz, quiere saber.
– Ella gritaba, sí. Siempre gritaba cuando se las veía muy negras, cuando él sacaba el cuchillo, ahí era que gritaba la pendeja pidiendo ayuda. Y la que se metía antes que ninguno, por lo más general era la señora Sandra, que eran muy amigas, la que le cuidaba a los chicos cuando ella se iba a trabajar, la mujer del Rosamel.
El agente Fiorini no pregunta más y se hunde en el asiento. La vida y la muerte del bulto que se endurece de a poco en el asiento de atrás van tomando forma para Joaquín y Claudia. Desean librarse de ella cuanto antes. Sin embargo, el hambre puede más.
– Total, el día está perdido -dice Joaquín-. Qué apuro hay.
Ya son casi las cuatro de la tarde cuando eligen una parrilla al borde de la ruta.
– Igual hasta después de las cinco va a ser difícil que lo encuentren al juez -les asegura el agente Fiorini.
Joaquín sale del baño. Se ha mojado la cara, el pelo y la nuca, sin secarse. El policía y el testigo ya están sentados. Sobre la mesa de fórmica gris una botella de vino le recuerda las recomendaciones del oficial. Claudia está eligiendo una revista. Él se le acerca despacito y la toma de atrás, de la cintura.
– ¿Entonces es verdad? ¿Estás embarazada? ¿Es mío? -le dice en voz muy baja, casi en el oído.
– Hay que ser muy infeliz para preguntar eso -dice Claudia, devolviendo el susurro, para que no los escuchen desde la mesa. Habla con un tono de odio sibilante que lo golpea por inesperado. Joaquín la suelta y retrocede un paso, desconcertado-. Hasta que preguntaste si era tuyo.
– Estás diciendo pavadas, Claudia.
Claudia no contesta. Va a sentarse a la mesa con los otros. Mientras comen el asado de tira, Joaquín piensa que hay que hacer algo, hay que hacer algo, hay que hacer algo. Sin embargo, por el momento no se le ocurre nada más que masticar con esfuerzo la carne un poco seca (pero a esa hora ya no queda mucho para elegir) y compartir el vino con el agente Fiorini. El testigo, a pesar de las sospechas en su contra, se ha limitado a pedir una Pepsi. Claudia toma agua mineral sin gas y con el tenedor hace dibujitos imaginarios en el plato, produciendo un sonido raspante.
Están entrando a La Plata cuando el agente Fiorini empieza a acosar al testigo. Parece más borracho de lo que corresponde a la cantidad de alcohol ingerida.
– Vos estabas ahí. Vos estabas ahí y no hiciste nada -le dice.
– Yo estaba qué, dónde estaba. Yo soy el testigo, agente, se olvidó, si usted mismo me está diciendo lo que tengo que contar, yo vi lo que vos querés, loco, lo que se te ocurra, soy el testigo, yo.
– Vos estabas de verdad, a mí no me engañas, estabas y no la defendiste, dejaste que ese animal la matara y no hiciste nada, negro de mierda, vos sos vecino, vos estabas.
El agente Fiorini, buen muchacho, se ha puesto colorado, con ese tono subido que toman los muy morochos. Dándole la espalda al cadáver, saca de la cartera la nueve milímetros y apunta vagamente a todo el mundo. Joaquín, aterrado, se detiene en mitad de la calle. Las manos le tiemblan sobre el volante. Claudia está muy quieta, no parpadea, murmura unas palabras que pretenden tranquilizar al muchacho, pero él no la escucha.
– ¡No la defendiste, hijo de puta! -grita, casi sollozando, mientras le quita el seguro a su arma.
Pero el testigo no está asustado. Es el único de los vivos que no parece asustado. Al contrario, va perdiendo su actitud insignificante y sumisa.
– ¿Yo no la defendí? ¡Y vos qué hiciste, pedazo de nada, pedazo de mierda! ¡Poca basurita te dijo la tía! ¿O te crees que todos no sabíamos quién era el que se la movía, con perdón de la difunta! -el testigo se persigna respetuosamente.
El agente Fiorini estalla en llanto y baja la pistola. Suavemente, casi con cariño, el testigo se la saca de la mano.
– No puedo más ir así, al lado de ella -llora el agente Fiorini.
El testigo se mete en el cinturón el arma reglamentaria y con mil disculpas le pide a la señora que lo deje ir al policía en el asiento de adelante. Claudia baja del auto. El agente Fiorini, sin dejar de llorar, se sienta al lado de Joaquín. El testigo se acomoda atrás, pegado a la muerta, dejándole lugar a Claudia.
En ese momento pasa un taxi. Claudia lo para, sube y se va. El sol está empezando a atenuarse en el cielo implacable. Claudia baja la ventanilla del taxi que acelera, y deja que el viento entre con fuerza. Ya no le importa lo que pase con su pelo. No está embarazada. En cambio le gustaría escaparse de todo como se escapó la muerta, aunque de otra manera.
– Seguro que se fue para el juzgado, ¿no? Seguro que la encontramos ahí… -pregunta Joaquín, mirando ansiosamente al testigo por el espejito, como si pudiera leer el sentido de su vida en los ojos un poco velados del hombre.
– Quién sabe -dice el testigo, solemnemente-. Quién puede saber.
El señor Joaquín Carlos Aulés se aferra al volante y apoya la cabeza en los brazos. Sigue haciendo tanto calor como al mediodía pero con menos brillo, porque está bajando el sol.