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– De que, en efecto, mi querido Juan Manuel Carpio, en tu vida lograrías componer una canción para niños. Tú los has creído idiotas, o qué.

– Lo sé, y, una vez más, de eso se trata. Yo te doy cualquier tema, esbozo, idea, poema, y, como bien dices, tú me lo infantilizas y yo le pongo la música.

– Trato hecho, mi adorado socio.

– Ojo. Una advertencia, para que las cosas queden claras desde el primer momento.

– Soy toda oídos…

– Que más de una vez tendrá que haber una niña llamada Luisa, todavía, y otra llamada Flor a Secas, y hasta algún Enrique…

– Trato hecho, adorado hijo de puta.

Triunfamos. Nos costó bastante trabajo y nos tomó algunos años, pero triunfamos. Y, en el urbi et orbi hispanohablante, al menos, medio mundo sabe hasta qué punto son conocidos los compactos que llevan nuestra foto, y debajo dicen: Idea, música, e interpretación de Juan Manuel Carpio y su guitarra. Letra: Fernanda María de la Trinidad del Monte Montes.

Claro que no ha habido productor ni diseñador de portadas de disco que no le haya explicado una y mil veces a Mía que mucho nombre para tan poco espacio, y que hasta anticomercial puede resultar su capricho, señora, yo le rogaría abreviar tanto nombre y tamaño apellido, doña Fernanda, y por qué no lo dejamos, por ejemplo, en un muy artístico María Trinidad, y, claro, más de una bronca hemos tenido ella y yo al respecto, también, pero digamos que Mía es totalmente incapaz de no honrar hasta la muerte el nombre de su fallecido padre, y de amar sobre todas las cosas de este mundo a su adorable madre, o sea que la letra será siempre de María de la Trinidad y etcétera, como la conocen hasta sus propias hermanas, comercial y bromistamente hablando, y aunque alguna bronca sí que han tenido por el asunto, pero como la propia Mía me escribe hasta hoy, en sus cada vez más escasas y adorables cartas: «Mis hermanas a veces bien y a veces peleadas conmigo como Dios manda, y yo en medio trato por lo menos de guardar alguna compostura. A veces lo logro». Y bueno, como siempre fuimos mejores por carta -en todo caso yo sí que lo fui-, Mía también me escribe, ya casi treinta años después de adorarnos por primera vez para siempre, cosas como ésta: «Tal vez vaya a San Salvador en julio o agosto. Me cuesta trabajo ir desde que murió mi mamá, sin duda la persona en el mundo que más gozaba con mis cartas. Sin duda también por eso he dejado de escribir últimamente. O sea que perdóname, mi adorado socio, mi adorado amigo, mi adorado tú, Juan Manuel Carpio, realmente te pido mil perdones por este silencio de segunda mano que te ha tocado».

En Cala Galdana, aquel verano, Mía y yo terminamos trabajando día y noche en nuestro primer proyecto. Y por supuesto que nos reíamos a mares, un día, y al siguiente peleábamos a muerte, por un quítame allá estas pajas, o porque ella intentaba parar, al menos unas horas, nuestra sesión de trabajo, y yo la acusaba de falta de seriedad y ella a mí me soltaba que yo era un esclavista, a lo cual yo le respondía que yo lo que sabía era ganarme la vida con el sudor de mi frente, mientras que tú, oligarca de mierda, hasta cuando andas medio muerta de hambre sigues nacida para millonaria y terrateniente podrida, todo lo cual nos hacía recordar nuestra juventud parisina, allá en su departamento de la rue Colombe, cuando todo era para mí mucho frío en invierno y hasta hambre, en verano, pobre cantautor de izquierda y estación de metro, café y restaurante, más la eterna gorra, y el Dios se lo pague, monsieur, y todo era para ella le tout Paris y la Unesco con un Alfa Romeo verde, último modelo y chillandé, y yo amaba a la desaparecida Luisa, oh abandonado, con mi complejo de limeño medio andahuaylino y medio puneño y mi altivez Che Guevara y medio, que fue también cuando Mía me acogió en su seno, limpia, sana, maravillosa, y después sucedió lo que tuvo que suceder, pero aquí estamos para celebrarlo, socios, vejancones amantes de Verona, amigos antes que nada, en la cama riquísimo, y cuates, mi cuate, que sólo la muerte separará, aunque claro, tal como llevamos lo de nuestro Estimated time of arrival, o sea pésimo, a lo mejor lo que necesitamos es estar muertos para terminar de juntarnos del todo, por fin, y que la loca y malvada realidad nos deje en paz, ¿o no, mi adorado Juan Manuel Carpio?, tú qué piensas, a lo mejor sólo así, pero déjame darte un beso y abrazarte como te abrazaba inútilmente en la rue Colombe, y sin embargo qué lindo fue todo aquello, hasta haberse peleado así ahora da gusto, mi amor, pero bueno, volvamos al trabajo y no nos peleemos más, porque ya he notado que, un rato un pleito y otro una amistada, deliciosa, por cierto, pero el pobre Rodrigo anda que se rasca un día sí y otro no.

Y mucho trabajo nos costó triunfar, eso sí, porque hasta hubo quien dijo que Juan Manuel Carpio se había secado para siempre, que desde cuándo y para qué canciones para niños, que si el artista peruano andaba medio reblandecido, que de cuándo aquí tanta canción de cuna y tanto arrorró, mi niño, y también, por supuesto, como nadie es profeta en su tierra, mi primer concierto para niños, en Lima, hizo que alguno de esos perversos y envidiosos críticos, que nunca faltan, se mandara todo un texto titulado nada menos que «Juan Manuel Carpio o el nuevo Demonio de los Andes», en el que me comparaba con Francisco de Carvajal, aquel bárbaro conquistador español que, a los ochenta y tres años, aún le daba mucha guerra a media conquista del Perú, y que atravesaba, como si nada, codicioso siempre de más gloria y de todo el oro del Perú, si es posible, pendenciero y octogenario, una y otra vez atravesaba a caballo las heladas cumbres de los Andes. Claro: hasta que por fin lo chaparon, pistola en mano le cayeron de a montón, como a Juan Charrasqueado en la ranchera que lleva su nombre, y lo redujeron a bulto, a fuerza de atarlo y atarlo y doblarlo todito, para que cupiera en una canasta, y ahí metidito despeñarlo de una vez por todas al otro mundo. Pues con él me comparaba aquel pérfido crítico, ya que las últimas palabras del Demonio de los Andes, doblado para siempre jamás en el fondo de su canastita, fueron, feroz y altanero, aun en su calidad de bulto: «Niño en cuna, viejo en cuna, qué fortuna». «Pues algo semejante le ocurre actualmente a Juan Manuel Carpio», concluía aquel maldito escribidor, sin duda llevado por el odio y la envidia que le provocó que, a pesar de estar yo reblandecido y hasta acabado, la inmensa carpa en que canté estuviese repleta de niños.

Nunca olvidaré aquella gira, pues de Lima volé directamente a Santiago, primera etapa de una larga tournée chilena, doblemente intencionada. Quería, por un lado, insistir en la promoción del último compacto hecho «a cuatro manos» con Mía. Pero quería, también, dar con las huellas que me llevaran a donde el gran Enrique, ya que la rápida transformación operada en la vida afectiva de Mía y sus hijos, no dejaba de producirme una gran pena, probándome una vez más lo complejos que pueden ser los sentimientos humanos. Ahora que allá, en El Salvador, de regreso de Menorca y de Londres, desde hacía algún tiempo, a Mía simple y llanamente ya no le importaba nada que Enrique no diera señales de vida, nunca, y ahora que Mariana y Rodrigo ni siquiera lo mencionaban, ya, el hombre que durante tantos años nos alejó, una y otra vez, el que pudo haber sido mi gran rival, el hombre que pude odiar, se iba convirtiendo en mi recuerdo en un amigo entrañable, inolvidable. La vida, sin duda, nos había puesto a cada uno en el lugar del otro, pero resultaba, en el fondo, que la vida nunca nos había opuesto. Todo lo contrario, más bien, y, durante mi gira chilena, la primera en que tuve algún éxito como cantautor «a cuatro manos» de canciones para niños, poco a poco se fue convirtiendo en la búsqueda intensa y perseverante de un ser querido. Y fue en Valdivia donde por fin me informaron que Enrique vivía en Fuerte Castro, Chiloé, algo que en Santiago ni siquiera su madre quiso o supo decirme.

A Fuerte Castro llegué congelado, en un transbordador, y con un verdadero cargamento de música de Frank Sinatra. Pregunté por Enrique en una pequeña librería en la que, me habían asegurado, siempre se sabía de él. Y ahora recuerdo que, de camino del hotel a aquel pequeño establecimiento, tuve la fuerte impresión de andar buscando a un amigo por el polo, a veces, y por alguna de las mil islas que son Suecia, otras, aunque también de vez en cuando uno creía hallarse en Noruega. En todo caso, ahí a cada rato uno se cruzaba con un tipo con aires e indumentaria de lobo de mar polar y un rostro a veces escandinavo y otras medio esquimal.

Entré a la pequeña librería y fui recibido y atendido a cuerpo de rey, porque al amigo peruano del gran Enrique todo el mundo lo conocía como si fuera de toda la vida. Como cantautor apenas sabían de mí, pero como amigo de Enrique, sírvase otra copa de vino, Juan Manuel, que el Enrique no tarda en llegar y la sorpresa que le va a dar usted, ahora que baje del siguiente transbordador y se dé con que usted se ha venido a buscarlo hasta aquí. ¿Que de dónde venía Enrique? Pues del norte, Juan Manuel, tuvo un accidente y se rompió el brazo y viene de que lo operen y lo enyesen.

Por fin llegó un Enrique al que, por poco, no me pongo a cantarle canciones para niños. Porque se había reducido a su mínima expresión, el araucanote, o es que los celos hacen que uno a sus rivales los vea e imagine siempre gigantescos, o es que tengo la peor memoria visual del mundo, o es que, en efecto, el cantautor peruano Juan Manuel Carpio anda medio reblandecido. En todo caso, Enrique se había encogido, había perdido muchísima crin araucana y ya no era un poco cetrino de piel, como antaño, cuando le partía la cabeza a Mía y la adoraba al mismo tiempo. No, ahora se había anoruegado o ensuecado, o algo así, pues llevaba una barba patriarcal y fumaba una pipa de pastor protestante. En fin, todo rarísimo, menos la sonrisa y el abrazote, aunque este último ya sin fuerza, para siempre, por su parte, y además con la gran dificultad que da abrazar cuando se anda enyesado desde el hombro hasta el meñique.

– ¿Qué te pasó, hermano?

– Me caí de una nube, hermanito.

Y, en efecto, ahora Enrique era tan sereno y angelical que cuando se emborrachaba no le pegaba a Socorro, ni nada de esos horrores, sino que intentaba ascender al cielo, casi siempre sin mucho éxito que digamos. Socorro era la chica con que vivía.

– Mi compañerita, hermano.

– Para servirlo, señor.

Esto fue lo primero y lo último que le oí decir a la humilde y santa Socorro en los dos días y sus noches que Enrique, ella, y yo, permanecimos juntos, mirándonos y sonriéndonos, más que nada, y además yo teniendo que acercármele al máximo a él, con la mano encornetada en una oreja, a ver si por fin lograba escuchar algo de lo que me decía en voz bajísima, y además con sordina. Le entendí, entre muy pocas frases, que Mía y los niños siempre iban a estar bien, si es que no estaban ya en el cielo, angelitos los tres. Y muy poco más le entendí, aunque el entorno, digamos, me hizo comprender que Enrique era simple y llanamente adorado en aquel lugar, que había encontrado la paz, que Socorro era y sería su eterna tabla de salvación, y que en ella y sus amigos de la librería el ex araucanote había encontrado un colchón de amor y de afecto donde aterrizar cada vez que se caía de una nube.

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