– Entonces enciende el tocadiscos y déjanos puesto algo bien alegre. En todo caso, una canción que no hable de despedidas ni de París ni de aeropuertos… Una canción que no hable absolutamente de nada que nos concierna, por favor, Enrique.
Escuchar tres o cuatro canciones y beber una copa de vino fue una forma elegante de esperar que Enrique desapareciera en los altos de la casona ya casi totalmente apagada, encerrándose en ese dormitorio al que Fernanda no regresaría hasta después de mi partida, una semana más tarde, en vista de que fue imposible encontrar un vuelo antes. Y, la verdad, no pude ocultarle a Fernanda una cierta admiración por el temple y la calma con que su esposo había asistido a los preparativos de nuestro breve traslado al motel de enfrente. Con lo ferozmente violento que podía ser Enrique, sobre todo cuando bebía en exceso, yo había temido que en cualquier momento, aquella primera noche, se precipitara sobre Fernanda o sobre mí e intentara matarnos a ambos.
– En este momento es totalmente incapaz de nada -me explicó Fernanda, contándome que Enrique no hablaba una sola palabra de inglés y que ella lo conocía lo suficiente como para saber muy bien que, por más rodeado de familiares que se encontrara, ya se sentía totalmente desamparado en California, y que no tardaba en tomar la actitud de un perrito faldero incluso con sus hijos, en vista de que ambos se defendían bastante bien en inglés, no se sentían perdidos en ningún sitio, y actuaban con toda la independencia y desenvoltura con que pueden hacerlo dos hermanos muy unidos de ocho y cinco años, pero con una experiencia que incluso algunos adolescentes les envidiarían, para ciertos asuntos prácticos.
– Pobre Enr…
– Haz el favor de oírme muy bien, Juan Manuel Carpio. Una palabra más sobre mi difunto esposo, y no habrá brazos en este mundo, ni esta noche ni ninguna otra noche, para llevarme cargada al motel de enfrente.
– Salud, mi amor, y ya nos fuimos. O sea que ven aquí para que te cargue y te adore de una vez por todas. ¡Al motel se dijo!
Volvíamos a la casona de María Cecilia y Paul sólo para el almuerzo y comida, y a veces ni eso, y la verdad es que al Gringote medio bienaventurado y a su esposa jamás un asunto les importó tan poco en esta vida como el comportamiento de Fernanda y su cantautor durante sus largas desapariciones y sus breves incursiones en busca de comida y de noticias de Rodrigo y Mariana, felices ambos de poderse pasar horas y horas conversando y paseando por la playa con su papi. También Mía y yo nos abrigábamos bien cada mañana y salíamos a darnos un delicioso paseo por el borde del mar e infaliblemente nos cruzábamos con ese hombrón de crin azabache que avanzaba en dirección inversa por la arena, llevando a una niña y un niño bien cogiditos de sus manos salvajes.
Lo natural que nos parecía aquello, lo increíblemente natural que resultaba el mundo ahora que cada uno había encontrado su debido lugar en él, ahora que Enrique lo era todo para Mariana y Rodrigo y era sólo para ellos, de la misma manera en que Mía lo era todo para mí, yo para ella, y habíamos sido mandados hacer por la Divina Providencia, al menos por esa semanita en Trinity Beach, exclusivamente el uno para el otro. Incluso un día nos metimos al carro de Mía y, sin avisarle a nadie, desaparecimos todo el fin de semana y fuimos a dar hasta Monterrey y Big Sur, de playa en playa y de motel en motel, queriéndonos y riéndonos sin cesar y logrando realmente olvidar que todo aquello tendría un nuevo aunque ya conocido final, muy pronto además. Pero en esos momentos ni siquiera ese final conocido nos importaba, aunque bien sé que Fernanda sufría tanto como yo cada vez que abandonábamos un motel, cada vez que quedaba cerrada ya para siempre una puerta más de las pocas que nos iban quedando por cruzar en aquellos nuevos siete días que, esta vez sí, parecían habernos caído del cielo, pues habían surgido en el corazón mismo de su familia y ante la vista y paciencia de un esposo por el que yo de golpe estaba sintiendo un afecto y una pena brutales.
Mía, en cambio, parecía estarlo odiando por primera vez en su vida, y no cesaba de explicarme que tanta libertad, tanta humildad, tanta generosidad, la iba a pagar ella muy cara, no bien me fuera yo, pues recién entonces Enrique le iba a sacar en cara a gritos el atroz sufrimiento que le había producido su sacrificio por nosotros, y que de ahí a aferrarse a la botella, a abandonarse totalmente, a no hacer el más mínimo esfuerzo por contactar siquiera con algunos fotógrafos norteamericanos cuya dirección tenía en su agenda, en fin, que del día en que yo tomara el avión con destino a Nueva York y luego París, a la noche de horror en que, sin saber en absoluto dónde estaba ni cómo ni con quién, Enrique intentaría cosas como partirle nuevamente la cabeza de un botellazo, el tiempo por transcurrir podía ser brevísimo.
– Si pudiese quedarme, Mía…
– Tendría que ser para siempre, mi amor, y eso es imposible.
– Pero bueno, ahora ya Enrique lo sabe todo.
– No olvides que los hijos son suyos, Juan Manuel, y que lo adoran. Y el que tiene el amor de esos chicos me tiene a mí.
– Resulta increíble, Fernanda. Nunca he tenido, nunca he sentido tanto tu amor, y sin embargo la única nueva conclusión a la que he llegado es que nunca has sido tan poco, tan nada mía.
– Recuerda siempre que todo nos falló desde el comienzo, mi amor, menos el querernos de esta manera.
Pasé la última tarde sentado con Mía en la casona de Paul y su hermana. Ahí comimos, también, y pude despedirme de la familia completa y darles las mil gracias y todo eso. Después cruzamos ella y yo al motel, para una última noche de esas en que mis manos jamás se cansaron de acariciarla ni mis palabras de mimarla, ni mis consejos de ofrecerle una seguridad y una protección en las que, de la manera menos realista del mundo, Fernanda creía a ciegas, sí, cien por ciento y a ciegas, como en pocas cosas o en nada en esta vida. Y esto era producto de mis cartas, de aquellos largos folios llenos de dimes y diretes y de cuanto disparate se me pasaba por la cabeza, pero siempre destinados a hacerla sentirse fuerte, hermosa, querida, extrañada, valiosísima como mujer, y que muchas veces respondían también extensa y profundamente a dudas e inquietudes, a preocupaciones que ella me iba haciendo saber y que tan naturales resultaban en una mujer joven que había sido educada para un destino tan superior o, por lo menos, tan completamente distinto al que luego la había ido llevando de un lado a otro, forzándola ya dos veces a abandonar un país en el que se encontraba a gusto, con dos hijos, además.
Y sin embargo, Fernanda María, estoy convencidísimo de ello, jamás fue vista triste una mañana por Rodrigo o por Mariana, ni el barquito de juguete en que los tres navegaban por la tempestad real de sus vidas estuvo nunca un solo instante a la deriva, y todo ello debido a esa limpísima mezcla de una todopoderosa capacidad de verle el lado bueno a las cosas, de una innata alegría de vivir y disfrutarlo todo, y de esa fortaleza y astucia de Tarzán que Mía iba desarrollando cada vez más, sin darse cuenta siquiera, en su afán de que la infancia de sus hijos tuviera al menos algo de lo mucho de bueno que tuvo la suya y, más adelante, lo mismo ocurriera con la adolescencia y la madurez de esa prole que ella iba sacando adelante como si el camino de la vida, por más trampas y zancadillas que le fuera tendiendo por aquí y por allá, estuviese formidablemente destinado a llevarla, siempre con sus adorados Rodrigo y Mariana al lado, a un mundo muchísimo mejor que éste.
De la mañana siguiente, en el aeropuerto de San Francisco, esta vez, sólo recuerdo un larguísimo silencio, un café bastante amargo, un pésimo jugo de naranja, y los ojos de Mía deteniéndose a veces largamente en los míos, mientras sus manos se perdían por mis muslos, allá abajo de la mesa, en una horrible cafetería.
– Te amo, colorada.
– Pero vuelvo donde Enrique.
– Me abanica tu araucano, flacuchenta. Y por mí que se haga con los cojones una corbata michi.
– Mi muy grande y querido y auténtico Juan Manuel.
– Estoy contigo al mil por ciento, Mía, tú bien lo sabes.
– Amigo muy probado mío por muchos años…
– Aunque los próximos meses sean duros, que sean de batallas ganadas, eso sí, Mía.
– Cuenta con eso.
– Chau, mi amor.
– Nos vemos en nuestra próxima carta, Juan Manuel.
– Eso, mi amor. La carta debe ser como un retrato del alma o algo así, porque tú y yo somos de lo más fotogénico que se pueda dar, epistolarmente hablando.
– Y ésa es otra hermandad más, Juan Manuel Carpio.
– Me encanta como despedida, eso que dices. Aunque es honra que apetezco, más no merezco.
Berkeley, 30 de junio
Mi queridísimo Juan Manuel Carpio,
Al fin respondo con alguna tranquilidad a tu última carta, que llegó como un abrazo muy necesitado en medio de muchos líos que no sé ni cómo empezar a contarte.
Bueno, lo primero es que Enrique (que el mismo día de tu partida se arrancó con una interminable borrachera) partió a Chile, y eso me ha dejado en paz por hoy, a pesar de las circunstancias un poco difíciles. Pero estoy segura de que tendrán que mejorar pronto. Estuve trabajando por un tiempo en la escuelita de Rodrigo, como te conté. Y al renunciar para venirme a Berkeley me resultaron con que me tenían que cobrar por la colegiatura de Rodrigo, con lo que me dejaron en total bancarrota y endeudada además por el viaje de Enrique.
Pero todo eso tendrá que pasar y es tonto contártelo. Además, en el fondo siento que no tiene mayor importancia, porque bancarrota y todo estoy más tranquila de lo que he estado en meses. Estoy viviendo en casa de una compañera de colegio, que tiene dos niños ya grandes y muy dulces.
Y ella misma me ayuda muchísimo moralmente y creo que hasta recupero un poco de seguridad en la vida.
Hoy te escribo desde la paz de su jardín. El marido carpintero está durmiendo siesta y los niños juegan. Ella está trabajando. Es bibliotecaria. Curiosamente, vine a caer en casa de la más pobre de mis compañeras de colegio. O hasta de la única pobre, tal vez. Las otras viven en mansiones y palacios californianos, a veces de un gusto, eso sí, que es como para matarse de risa o echarse a llorar. Pero, en fin, sabido es, mi querido Juan Manuel Carpio, que con el dinero se puede comprar todo o casi. El horror, en cualquier caso, sí se puede comprar con una mina, un banco entero o un campo de petróleo. Pero aquí, en casa de mi amiga más pobre, apretados y todo, he estado contenta y al fin no siento tantas presiones. Espero que dure esta tranquilidad.