EL padre Jiménez tranquilizó mucho más a Luís y a Lolita que el médico. El médico había sido llamado al día siguiente de la escapada nocturna de la anciana, y dijo que sólo tenía un fuerte catarro y algo de depresión. Preguntado acerca del funcionamiento de las facultades mentales de la señora se mostró muy extrañado. Dijo que le parecía una persona totalmente en sus cabales. Pero Lolita y Luís quedaron igualmente preocupados. Una extraña vergüenza les impedía contar al doctor que la señora había llegado a casa a las dos de la mañana, negándose, además, a contar dónde había estado.
– Sólo lo diré a mi confesor, y si él me lo manda, a vosotros también, si no… Solamente os pido perdón por el susto que os he dado.
La abuelita no salió de casa en ocho días, y en este tiempo toda su familia estuvo pendiente de la vuelta a su convento del padre Jiménez. Al fin llegó, y al fin vino a ver a doña Eloísa, y después de estar encerrado con ella un buen rato, salió sonriente, bailándole en los ojos unas chispitas de ironía.
– Nada, nada, tranquilidad… Doña Eloísa está tan bien de la cabeza como ustedes o como yo… No estoy autorizado a contarles dónde estuvo aquella noche, pero sí puedo decirles que tuvo unas razones altruistas para estar fuera de casa… Hizo una obra de caridad…
Quizá mal entendida… Quizás inútil. Pero una obra de caridad al fin. Yo les ruego que no se muestren tan inquietos y que la dejen hacer su vida de siempre… El caso no se repetirá…
– Pero es que hay cosas… Mi niño me contó que, al día siguiente, la abuela le dio una carta, con sellos y todo, y el encargo de echarla al buzón, sin decir una palabra a nadie… Y ayer ha recibido otra, muy extraña, que no nos ha enseñado, y que la ha hecho llorar.
– Estoy enterado, estoy enterado… Nada de eso tiene importancia.
Así, pues, Lolita y Luís no tuvieron más remedio que tranquilizarse y quedarse al mismo tiempo con su curiosidad insatisfecha. La abuelita volvió a sus comuniones diarias, y 25 reapareció su expresión risueña y pacífica. A veces, sin embargo, se le escapaba un suspiro, y entonces la nieta la miraba con inquietud.
La abuelita había recibido contestación a la carta que envió al marido de Mercedes.
Escribía el hijo mayor, pues el padre, según contaba este muchacho, "del disgusto se encuentra con una pulmonía". Según contaba el hijo de Mercedes, todos estaban deseando que volviera… "Y bien hemos sufrido recordando que tantas veces nos amenazó con marcharse y no le hicimos caso." El marido comprendía "que ahora estaba ella muy bien con sus parientes ricos de Barcelona", pero le pedía que se acordase de su hija, que ya era una mocita, y "no era decente que estuviese sola en casa, sobre todo por lo que las malas lenguas pudiesen decir"; en cuanto a él, le pedía que le perdonase el genio, pero "que ya sabía ella que en lo principal nunca le faltó", y que no era hombre borracho, como otros, y que ahora se daba cuenta de que cuando ella faltaba "algo faltaba en la casa", y que no se acostumbraba a dormir solo, que "hasta el sueño ha perdido…". Todos esperaban una carta de Mercedes, de su puño y letra, y concluían con la noticia de que la mujer de su hijo la iba a hacer abuela, y que aunque habían tenido sus diferencias, también la nuera comprendía "que Mercedes era una señora y que tenía que tener sus rarezas", y que deseaba que "lo que naciese lo sostuviera ella en la pila bautismal…".
Ésta era la carta que había hecho llorar a la abuelita, y acongojarle el alma, hasta que el padre Jiménez le prohibió estar triste, declarándole que no tenía que tener ninguna clase de remordimientos y que era una bobada pensar que Mercedes hubiera abandonado a su marido por culpa de doña Eloísa, como la pobre anciana, en su angustia, llegaba a temer.
Lo peor es que no había medio de enterar a Mercedes de la reacción de su familia, porque Mercedes parecía tragada por la tierra. La anciana no se atrevía ni a nombrarla, por no dar una pista a Lolita, que con su pobreza imaginativa de costumbre, aunque al pronto sospechó algo, concluyó por no relacionar la escapada nocturna de su abuela con aquella extraña tía suya, medio loca… Sin saber cómo, Lolita y Luis habían llegado a la tranquilizadora conclusión de que la abuela pasó su noche misteriosa velando algún difunto pobre de la vecindad. Así pasó cerca de un mes hasta que un domingo por la tarde estando la abuelita sola en casa, con el nietecito más pequeño, llamaron a la puerta y apareció Mercedes con su traje verde rabioso, muy limpio y planchado, el cabello hasta la mitad oscuro, y la cara sin pintar, pero al parecer bien lavada.
Mercedes, después de un largo silencio misterioso, dio una gran noticia. Se había colocado como sirvienta para todo en una casa modesta, donde no la trataban mal.
Al pronto, la abuelita no se dio cuenta de que había ocurrido un milagro, porque siempre tiene uno la idea de que los milagros son cosas complicadas y espectaculares; pero, poco a poco, mientras Mercedes hablaba, la anciana comprendió que quizá no iba ella tan descaminada al pensar en que la Divina Providencia había tenido mucho que ver en aquel asunto, y que ella, doña Eloísa, quizás había sido un humilde instrumento.
Mercedes, al día siguiente de su "debut", y después de pasar la noche en aquel cuarto de pesadilla con la amiga gorda, se enfadó con ella.
– Dijo que no me iba a tener allí toda la vida de balde, y me propuso cosas que ninguna señora puede aceptar… Nos peleamos y se quedó con todo lo mío, menos este traje, que era lo único que yo llevaba puesto cuando salí de allí…
Mercedes pasó toda la mañana vagando por las calles, pero con la cabeza más despejada que en toda su vida. Empezó a pensar y a pensar… Las cosas que la abuelita había dicho de 26 su nieta Lolita la noche anterior le rondaban la cabeza. Se imaginó, por primera vez, que quizá si en aquellos años de su matrimonio había sido tan desgraciada, un poco de culpa tenía ella también. No había procurado que los hijos le dieran alegría, no había pensado en nadie más que en ella misma, había estado embrutecida…
– Pero ahora he vivido. Me he dado cuenta de lo que es la miseria de verdad. De que no sólo sufro yo, sino también otros… No sé cómo decirle, doña Eloísa, parece que me he vuelto distinta…
Doña Eloísa la miraba. La veía hablar despacio, sin dramatizar, sin mentir… Era, en efecto, otra mujer.
Mercedes tenía un gran remordimiento. El reloj de la abuelita, que ya no se recuperaría.
– Eso fue lo que me dio la idea de ponerme a servir… Mire, yo, usted lo sabe, me he educado en muy buenos pañales… Otras cosas haré, pero robar a quien me ha favorecido…
No, eso no lo hago. Usted no se arrepentirá nunca de haber ayudado a Mercedes. Estoy trabajando. Céntimo a céntimo yo ahorraré ese dinero, doña Eloísa…
Como la anciana se pusiese a llorar, Mercedes creyó que era de pena de haber perdido su joya. Pero doña Eloísa, entre lágrimas, se reía como una bendita.
Mercedes no entendió muy bien lo que le dijo la abuelita aquella tarde, porque la pobre señora, con la emoción, decía cosas un poco incoherentes; hablaba de una llamada de Dios al corazón de Mercedes, cosa que a Mercedes le pareció un disparate, pero que no se atrevió a contradecir… Luego le enseñó la carta de su hijo.
– Piénsatelo bien… Ellos no saben tus aventuras. Yo, bien sabe Dios, no mentí en mi carta, pero tampoco les dije nada… Se imaginan que estás muy bien y que si vuelves es por puro cariño… Si todo lo que me has dicho es verdad, y lo mismo que aquí has empezado una nueva vida estás dispuesta a empezarla en tu casa, entonces estás salvada. Ya ves que ellos te quieren… En el reloj no pienses, yo te lo regalé… No he hecho en mi vida mejor regalo. Piensa en reunir dinero para tu vuelta, para adecentarte un poco, para llevar un regalito a tu hija… ¿No te da alegría pensarlo?
Mercedes sentía un gran paz y, sí, alegría… Era como si hubiera estado muy enferma y un medicamento fuerte la hubiera curado. Todo se le volvía de pronto tan natural, tan sencillo, tan limpio… Hasta le parecía que la abuelita hacía demasiados aspavientos. De las dos, ella era la más serena. Esto le daba fuerzas.
Volvió un poco tarde a la casa donde servía y la señora la riñó con aspereza. Ella no replicó una palabra. No habló de su familia rica ni de sus buenos pañales. Nada. Silencio.
Al acostarse aquella noche pensó, con cierta ternura, en su marido, que no podía dormirse, que se encontraba tan solo en la cama… ¡Quién lo hubiera pensado!
Evocó los lechos inhóspitos que había recorrido. Este mismo era incómodo, en comparación con su ancha cama de matrimonio.
– Es por poco tiempo, por poco tiempo -murmuró.
Un ancho camino soleado se le abría en la vida. No pensaba que era el mismo camino que la había llevado al borde de la locura. No pensaba nada.
Medio dormida, tuvo una ocurrencia que le pareció muy feliz.
"No hay nada como viajar, para darse cuenta de las cosas, para conocer la vida."
Y más tarde se le ocurrió la idea de que en una ventana de su casa iba a poner cortinas blancas como las de la galería de Lolita.
Si hubiera podido ver a doña Eloísa, en su reclinatorio, ofreciendo a Dios sin palabras un gozoso Aleluya, Mercedes hubiera sonreído comprensiva. Doña Eloísa era demasiado buena para que uno fuese a desbaratar sus ilusiones explicándole que los milagros no existen… Ella había estado un poco desquiciada. Luego había sufrido espantosamente, y se había curado. Aquel viaje había sido algo así como uno de esos tratamientos que se les hacen a los locos, que o les mata o les cura.
Esto hubiera pensado Mercedes. Y si se lo hubiera explicado a doña Eloísa, la anciana señora hubiera asentido… Y hubiese seguido dando gracias a Dios con el mismo entusiasmo. Porque doña Eloísa y Mercedes tenían una idea distinta de lo que es un milagro. Nada más.