Las cosas se pusieron muy feas porque un día, Mercedes, que tenía dieciocho años, se escapó de casa. Tuvieron la suerte de encontrarla, antes de que, en manos de un tipo poco escrupuloso que se decía empresario teatral, cruzase la frontera… Fue un verdadero escándalo, y aquello costó la vida a Ana María. Se había puesto muy enferma con el susto de la desaparición de su sobrina… Pocos meses después murió.
En cuanto a la recuperada Mercedes, nunca más volvió a aparecer por casa de sus tíos. Fue devuelta a su madre, con la prohibición absoluta de volver a pisar aquella casa… Ni siquiera don Juan se atrevió nunca a preguntar por ella. No sabía por qué medios – seguramente por conducto de su hija, que era muy amiga de la otra hermana, de María Rosa- se llegó a enterar de que se había casado y se había ido a vivir lejos.
Poco a poco don Juan se había ido olvidando de Mercedes. Con María Rosa había seguido la amistad de su familia, cuando los tíos murieron. María Rosa misma había muerto atendida por don Juan, a consecuencia de las heridas que recibió en un bombardeo. Sus hijos eran excelentes muchachos…
Don Juan se detuvo delante de una puerta cochera, abierta de par en par, dejando ver un patio abierto, con un emparrado, bajo el que se apilaban tablones de madera de pino.
Aquella casa no se parecía a las de la vecindad. Era grande, destartalada y ruinosa. Pero aquel patio en donde picoteaban gallinas y se desperezaba un gatazo rubio tenía un encanto especial y una gran paz. Al entrar en él, don Juan se dio cuenta de que el patio estaba rodeado, a la altura del primer piso, por una especie de corredor en cuyas barandas había ropa tendida y adonde se abrían muchas puertas. Era una casa de vecindad. Don Juan subió las escaleras y llamó a la primera puerta de aquel corredor, como le habían indicado. Una súbita timidez se apoderó de él al darse cuenta de que era la hora de la comida. Pero ya no podía volverse atrás. Sabía que no sería capaz de volver aquella tarde, que aquel impulso que le había movido a visitar a Mercedes no volvería.
Casi con alivio vio que no contestaba nadie. A otras puertas habían asomado algunas caras curiosas.
– ¿A quién busca, abuelo?
Don Juan no estaba acostumbrado a oírse llamar así. Frunció el ceño.
– ¿Es ésta la casa de don José López?
Hubo un silencio y una consulta entre los ojos dedos o tres mujeres. Don Juan se sentía indefiniblemente molesto. Se le acercó una de ellas.
– ¿No será usted, por casualidad, don Policarpo, el notario de la calle Alta?
– No, hija; no soy de aquí.
– ¡Ahí… Mire, pues si pregunta por don José López, el "Sargento", ahí vive; y si aporrea bien la puerta puede ser que le abran, porque la mujer está un poquillo lela, y a veces no quiere oír… Pero como estar en casa sí que está. Antes la vi entrar yo misma.
Aquella mujer dispuesta, sin esperar a que don Juan siguiera sus consejos, empezó ella misma a golpear la puerta, como si quisiera tirarla, mientras gritaba: – ¡Mercedes! ¡Visita!…
Poco a poco el corredor se había ido poblando. Mujeres, niños; hasta algunos hombres seguían con curiosidad la marcha de los acontecimientos.
A los dos o tres minutos se entreabrió ligeramente un ventanuco junto a la puerta. Don Juan apenas pudo adivinar el escorzo de una cara de mujer y el brillo de unos ojos.
– Mercedes, que este caballero te está esperando aquí, de pie.
Entonces se oyó una voz llena, armoniosa dentro de su tono grave.
– Voy en seguida.
Don Juan había olvidado completamente aquella voz.