ESTE relato comienza con el amanecer sobre un pequeño puerto del sur, algún tiempo después de terminada nuestra guerra civil.
El mar resultaba liso, con un encendido color de cobre, según el sol comenzaba a caldearlo en el horizonte, y allí, en una línea roja, se confundió por unos minutos con el cielo, hasta que la luz lo invadió todo de manera que el agua resultaba de un azul plata, debajo de un firmamento apenas velado por el calor, y en su superficie podían distinguirse algunos barcos pesqueros, inmóviles, y la silueta de un vapor, cada vez más definida, porque se acercaba al puerto, conducido por el práctico.
El buque que hacía su entrada era de carga y se dirigía a un puerto de América. Llevaba también en su interior unos pocos pasajeros, sin gran prisa por llegar al otro lado del mundo, o que preferían la compensación de un pasaje relativamente módico y aquella despedida que se hacía de la patria, con escalas en puertos impensados, como aquel hacia el que se dirigían.
Desde la cubierta los pasajeros veían claramente la pequeña ciudad, tan bañada de luz, con tal brillo de sol en los cristales de las casas, que parecía bella. Todos deseaban desembarcar; hasta un caballero setentón, muy pulcro, con una barba blanca a la antigua usanza, cuya presencia en el buque parecía extraña.
Aquel hombre evocaba en seguida una vida pausada, en una casa protegida del frío por cortinas gruesas, con una vieja sirvienta que llevase zapatos de paño en los pies, y no hiciera ruido al andar para no interrumpir sus meditaciones. También le hacía pensar a uno en grandes comidas de Navidad en las que él presidiera la mesa, como patriarca de muchos hijos y nietos, y en agradables paseos en un coche de caballos, y hasta en obras de caridad razonablemente distribuidas y acompañadas de buenos consejos. Aquel caballero, con sus hermosas y serenas facciones, hacía pensar en un buen burgués del siglo pasado. Algo completamente en desacuerdo con sus ocho o diez compañeros de viaje, gentes todas marcadas con un sello especial de desarraigo y aventura.
Si este caballero envuelto en un impecable abrigo gris oscuro que le hacía conservar los restos de una antigua prestancia, entre los trajes veraniegos de los otros pasajeros, no hubiera estado aquel día apoyado en la barandilla del buque de carga, y no hubiese sentido el deseo de desembarcar y conocer la ciudad, esta pequeña historia no se hubiera escrito…
Podría haberse escrito otra; pero ésta casi estoy segura de que no.
El caballero se llamaba don Juan Roses, y en sus tiempos había sido un médico con buena clientela, pero hacía años que don Juan había dejado de ejercer su ciencia. Ni estos detalles 1 ni el porqué de su viaje a América los conocía nadie en aquel buque. Quizás únicamente el capitán. Pero es posible que al capitán, con sus muchas preocupaciones, se le hubieran olvidado.
Don Juan bajó a tierra después del desayuno. Examinó con tristeza la suciedad y el abandono de las calles, aguantó impasible una nube de chiquillos astrosos que le cercaron pidiéndole perras, y logró encontrar un pequeño jardín, unas calles limpias, y un café, en cuya terraza había mesitas donde podía uno sentarse de cara al mar. Don Juan se sentó en un sillón de mimbre, junto a una de aquellas mesitas, y encendió un cigarro. Luego, empezó a chuparlo lentamente. Tenía unas manos grandes, perfectas. En su juventud habían sido unas manos llenas de belleza masculina, largas, sensibles. Entorpecidas por la edad, aún conservaban su encanto.
Se oían las campanas de una iglesia. Aunque no era día festivo don Juan dudó entre seguir en su tranquila holganza o acudir a aquella llamada. Aquel día, casualmente, era un día especial para el caballero. Era el día de su cumpleaños. Una ligera sonrisa le flotó en los labios al darse cuenta de que no recordaba exactamente los que cumplía. ¿Setenta y siete o setenta y ocho?… La duda le tuvo en suspenso unos segundos, antes de dar otra chupadita a su puro. Se remontó a la fecha de su nacimiento e hizo un breve cálculo. Sólo setenta y siete. Aquella llamada de las campanas comenzaba de nuevo y volvía a atraerle. Se enderezó lentamente, dispuesto a levantarse. En aquel mismo momento el mozo del café, que hasta entonces había sido invisible, apareció, quitándole la visión del mar.
– ¿Qué va a ser?
Don Juan pensó decirle que por el momento nada, que volvería un rato más tarde, y que hiciera el favor de indicarle el camino más corto hacia aquella iglesia cuyas campanas sonaban tan cerca; pero don Juan, al levantar sus ojos color avellana hacia el camarero, sintió que las palabras se le acababan y quedó unos segundos en silencio.
– Un café, por favor.
Al caballero, en aquel camarero joven le parecía haber visto un fantasma. Quedó preocupado. La cara ancha del camarero, con su nariz respingona y fea, personalísima, y aquel espeso cabello negro, y los ojos pequeñitos, verdes como aceitunas… Todo su rostro, en fin, le resultó a don Juan increíblemente familiar.
"Lo miraré más despacio. Cuando venga me fijaré bien", pensó.
Cuando volvió el mozo, el parecido que don Juan encontraba en su cara se acentuó en vez de desaparecer. Aquel muchacho se parecía mucho a otro que había sido, muchísimos años antes, compañero de estudios de don Juan y luego su amigo íntimo durante toda una vida, sin que envidias ni celos profesionales, ni tampoco- todo hay que decirlo – el violento carácter del amigo, enturbiaran aquellas relaciones. Aquel muchacho, suponiendo que sus gruesos labios de comisuras bajas estuviesen rodeados de una barba espesa y negra… Sí, hubiera sido su mismo amigo, Carlos Martí redivivo.
– Joven, yo quisiera hacerle una pregunta un poco personal.
(Aquel ligero levantamiento de las cejas, aquel gesto especial de los labios, tan despreciativo, que unas veces se ganaba la confianza y el respeto excesivo de los clientes de Carlos, y otras los espantaba…) – Dígame, señor.
Don Juan carraspeó, y sus ojos tropezaron con las manos del camarero, que eran bastas, curtidas, con las uñas enterradas en la carne. Don Juan comenzó a vacilar… No había manos más distintas que las de este hombre y las de su amigo Carlos, muerto hacía veinte años.
– Nada… Le va a parecer a usted una tontería. Se trata de un parecido casi asombroso que tiene usted con una persona a quien yo estimé mucho… Seguramente no habrá oído usted jamás el nombre de Carlos Martí.
El camarero enrojeció de una manera casi imperceptible, debajo de su piel tostada.
– Sí, señor, si se trata de un médico de Barcelona, que murió hace mucho tiempo; he oído hablar de él… Era tío de mi madre.
– ¿Cómo?… Yo conozco a los hijos de María Rosa…
– Mi madre dice que tiene una hermana de ese nombre. Ella se llama Mercedes.
El caballero frunció ligeramente el ceño, hasta que su recuerdo se hizo vivo y claro y le trajo la imagen de su amigo, saliendo de misa los domingos acompañado de dos niñas de grandes sombreros, bajo los cuales, en una cascada, caía la melena rizosa hasta los hombros. No vivían con Carlos aquellas niñas, pero alegraban su matrimonio sin hijos compartiendo con él las fiestas.
– Sí, ahora puedo recordar perfectamente a tu madre; era muy rubia… ¿Vive aún?
– Sí, señor.
– Tu tía ha muerto. ¿Lo sabías?… Durante la guerra.
Inconscientemente don Juan tuteaba a aquel joven. Le parecía imposible no hacerlo.
– Mire, señor, nosotros con la familia de mi madre nunca tuvimos contacto. El caballero recordó, de pronto, una antigua historia. Aquellas cosas no le deprimían sino que parecían rejuvenecerle. Se dio cuenta de que en los últimos años se había ido quedando muy solo, sin poder hablar con nadie de aquella vida suya que ya le quedaba a las espaldas. Tuvo un antojo.
– Yo estoy aquí de paso por unas horas. Esta noche saldrá mi barco… Me gustaría mucho poder saludar a tu madre.
El camarero miró pensativo hacia la bandeja de metal que sostenía entre las manos; tamborileó en ella ligeramente.
– Mire, señor – dijo al fin -, le aconsejo que no vaya…
– ¿Por qué, hijo mío?…
– Mi madre, la pobre, está así, como quien dice, algo guillada. Aquella casa está muy abandonada… No es que a mí me importe; yo allí no vivo, soy un hombre casado… Pero es por usted. Quizá no le guste aquello.
– Mira, hijo; Carlos Martí, al que tú te pareces tanto, era para mí como un hermano, y mi hija jugó con tu madre muchas veces… En estos tiempos el ser pobre no es nada extraño.
Lo extraño va siendo lo contrario…
El joven miraba irónicamente con sus ojillos de aceituna al extraño señor de barba blanca.
– Nosotros hemos sido siempre pobres, señor… No es por eso… En fin, si usted se empeña, yo con darle la dirección cumplo.
– Hazme ese favor, hijo… ¿Cuál es el apellido de tu padre?
– López… Por José López, el "Sargento", lo conoce todo el barrio. A mi madre le dicen la "Sargenta".
El ceño del anciano se oscureció.
– Le digo eso, señor, para que no se extrañe. Por lo demás, mi padre dejó el Ejército antes de nacer yo… De modo que ni sé por qué le siguen llamando sargento… Yo creo, señor, que no le va a gustar la visita… Pero allá usted.
Cuando don Juan se levantaba para irse le dio la última indicación.
– En las señas que le he dado encontrará un almacén de maderas. Entre sin miedo y atraviese el patio. Hay una escalera al fondo. Suba. En seguida encontrará la puerta.
– Gracias, hijo.
Don Juan hubiera querido abrazar a aquel muchacho taciturno. No se atrevió.
La casa de Mercedes Martí estaba lejos. No muy lejos, porque en aquella pequeña ciudad todas las distancias eran cortas, pero sí a la mayor distancia posible de aquel café donde trabajaba su hijo.
Según don Juan se iba acercando, se daba cuenta de que era aquél un barrio pobre, pero al anciano le daba gusto andar por allí, porque las casas estaban limpias, encaladas. Algunas puertas dejaban ver patinillos cargados de flores. No había visto en la ciudad nada más alegre. La luz intensa de la mañana hacía que el cielo sobre los callejones luciera como un toldo de azul cegador.
Chiquillos morenos, medio desnudos, jugaban por todas partes. A veces, desde el mar, llegaba una bocanada de aire fresco y salino.
Don Juan trató de recordar mejor a Mercedes Martí, y también su historia.
Mercedes y su hermana Rosa eran hijas del único hermano de Carlos, que murió muy joven. Carlos pasaba una pensión a su cuñada para ayudar a su pequeña viudedad; y la mujer de Carlos, aquella bondadosa Ana María, quería a las niñas mucho. Incluso las mimaba en exceso. Le gustaba regalarles trajes, sacarlas de paseo, lucirlas… Porque las niñas eran muy bonitas. Sobre todo Mercedes. Ahora recordaba don Juan que Mercedes era la más bonita… Espigada, rubia, con unos grandes ojos verdes. Parecía una princesilla. Ana María estaba encantada con ella. Concluyó llevándola a su casa a temporadas cada vez más largas. Trataba de buscarle un buen marido, pero Mercedes era difícil de contentar. María Rosa, en cambio, se casó en seguida. Bien es verdad que era la mayor. Se casó con un ayudante de Carlos, muy buen muchacho… En cuanto a Mercedes, don Juan casi no recordaba lo que había pasado. Era una muchacha muy fogosa y romántica. Recitaba muy bien, y dio muchos disgustos a sus tíos declarándoles más de una vez que quería ser actriz dramática…