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CAPITULO III

USTED, doña Eloísa, me lo dijo… "Si algún día no puedes aguantar a ese monstruo, escápate, ven a mis brazos. Yo te ayudaré, yo te protegeré…" Todos estos años he vivido pensando en esas palabras. Aquí me tiene.

Era la hora de la comida de mediodía. La familia estaba en la mesa. Todos miraban a doña Eloísa. Todos, eran: Lolita, su marido – un joven, serio – y un niño de siete años, rubio y gracioso, que miraba con admiración a la abuelita.

Aparte de esta admiración, doña Eloísa sólo cosechaba en las miradas espantado asombro.

Mercedes comía a dos carrillos, además de hablar. Los otros, aunque estaban callados, casi no podían pasar bocado.

– Por eso, cuando don Juan Roses fue a verme de parte de usted, yo comprendí que era mi destino. He venido decidida a trabajar, a triunfar. Usted me acompañará por los camerinos.

Su respetabilidad me pondrá a salvo. Porque son muchos los peligros del teatro para una mujer como yo… Y no quiero…

Las cabezas del matrimonio se volvían como si un mecanismo las manejase a compás. Los dos pares de ojos iban de la cara extraordinaria de Mercedes a la no menos asombrosa de la abuelita.

La abuelita, tímida como un pájaro desde que Lolita tenía uso de razón, no parecía extrañada en absoluto de las razones que daba aquella loca. Hasta tenía una chispa divertida en los ojos.

– ¿De modo que don Juan te fue a ver de mi parte?

– Sí… Si no llega a ser por eso, yo hubiera muerto. Estaba a punto de suicidarme cuando llegó.

Lolita no se pudo contener.

– ¿Es verdad eso?… ¿Tú mandaste a don Juan, abuela?…

La abuela no mentía nunca. Eso lo sabían todos. Pero la abuela, sin que nadie se explicase por qué, tampoco quería decir la verdad.

– Hijos míos… Yo soy tan vieja, que todo se me olvida. Es muy posible que como yo he recordado tantas veces a Mercedes en estos años, a don Juan se le ocurriera…

Ahora el matrimonio se miraba. Debieron de comunicarse muchas cosas en un segundo, con los ojos. El marido parecía interrogar. La mujer contestó con un gesto de asentimiento.

Entonces él habló.

– El caso es… que usted, Mercedes, debe pensar dónde va a hospedarse. Aquí no podemos tenerla.

Mercedes se irguió. Frunció el ceño.

– Doña Eloísa dirá la última palabra.

– Mercedes… Esta casa es de Luis. Bastante hace con tenerme aquí, el pobre… Pero por esta noche podrás dormir en mi cama…

– No, yaya.

Fue una terminante negativa la de Lolita; ni el cariñoso apelativo de "yaya" pudo dulcificarla.

– Bueno, pues ya buscaremos esta tarde una pensioncita…

– Hay que saber si doña Mercedes tiene dinero.

– Tengo dinero.

– Entonces no hay más que hablar… Y la felicito. Nosotros, en cambio, no tenemos.

Doña Eloísa pensó que Luis estaba furioso. La gente, después de pasar los terribles años de guerra, se había vuelto así, malhumorada y poco hospitalaria… Y ¡aquella buena de Mercedes, presentarse así!… Buena la había hecho don Juan con ir a verla… No era posible que don Juan le hubiese dicho que ella, Eloísa… ¡Si ella casi no había hablado nunca con don Juan! Por lo menos, de Mercedes no había hablado nunca…

Después de aquella terrible conversación a mediodía, la abuelita tuvo que sufrir interrogatorios y reproches a media voz. Se consultó el periódico, y Luis señaló una lista de habitaciones cuyo alquiler módico se ofrecía. Mercedes salió a buscar alojamiento, sin que la abuelita pudiera acompañarla.

– Tú te quedas en casa, yaya… ¡A tus años!… Mercedes ya sabrá manejarse sola.

Mercedes sabía. A media tarde volvió por su pobre equipaje. La abuela le susurró al oído: – Mañana, a las ocho, en la iglesia de…

– ¿Qué le decías a esa loca, yaya?

– Nada, hija…

– ¿Es verdad que cuando se casó le aconsejaste que se separase del marido?… Me imagino que serán invenciones suyas.

La abuelita se puso las gafas, porque iba a coser.- Sí, hija; creo recordar que le dije algo por el estilo…

– ¡Abuela!

La abuela enrojeció. Al cabo de un rato se fue serenando, y entonces levantó la vista, sobre sus gafas, y encontró que la cara de su nieta era demasiado dura.

– ¿Qué edad tienes, hija mía?

– Vamos, yaya. Pareces trastornada hoy tú también. Veintisiete años.

– Justo, tenías dos cuando Mercedes se casó… Mercedes era encantadora en aquel tiempo… Y tan loca…

– Pero tú siempre has sido tan razonable… ¡Es increíble que le dijeras una cosa así!… Y que ella se acuerde al cabo de veinticinco años y tú lo encuentres natural… Vamos, me parece que empiezas a chochear… Luis estaba estupefacto.

– Luis y tú sois demasiado jóvenes. Es natural que no entendáis…

– No me vas a decir que piensas acompañarla por los camerinos…

La abuelita suspiró.

– Pobre Mercedes… No habrá camerinos…

– Claro que no… ¡Si está para mandarla al manicomio!

Luisito, el niño mayor del joven matrimonio, fingiéndose dormido, atisbaba por entre sus pestañas rubias a la "yaya", su bisabuela, que compartía con él un pequeño dormitorio.

Habían comprado los padres dos camitas exactamente iguales, hacía poco. Había otro niño en la casa y la cama de la abuelita sería para él el día de mañana. La abuelita sabía que se contaba con su próxima muerte, porque en estos tiempos modernos se cuenta con todo, y hasta sentía vagos remordimientos por encontrarse tan fuerte, tan ágil, tan gozosa de vivir…

Quizá llegase a tatarabuela, por aquel camino… Luisito, el día de mañana pudiera llegar a encontrarse en la obligación de mantenerla. Esto era turbador. La abuelita siempre había sido mantenida, vestida, cuidada por alguien. Primero sus padres. Desde los diecisiete años, su marido. Más tarde su pobre hijo; luego un nieto; ahora, el marido de esta nieta…

– La yaya tiene suerte. Pertenece a esa generación de mujeres que jamás han hecho nada…

Nunca ha sido capaz de ganar un céntimo.

– ¿No has ganado nunca un céntimo, yaya?

– Nunca, hijito.

– Yo ganaré para ti cuando sea grande.

A la abuelita le funcionaba bien el corazón, conservaba misteriosamente íntegra la dentadura, lo que, a pesar de sus arrugas, la hacía tan juvenil al reírse, y sus ojos hundidos eran brillantes, y estaban dulcificados por unas asombrosas pestañas oscuras, rizadas, totalmente infantiles. Nadie se daba cuenta de estas bellezas de la yaya, pero sí se presentía que "iba a dar guerra" mucho tiempo aún.

Al pequeño Luisito le gustaba mirarla todas las noches, cuando ella hacía sus oraciones.

Algunas veces Luisito estaba ya dormido, pero la mayoría despertaba al roce de sus zapatillas de fieltro en el suelo, y la veía venir, con una bata gruesa sobre su blanco camisón y arrodillarse en el reclinatorio bajo el cuadro de la Virgen de Montserrat.

Siempre había una lamparilla encendida debajo del cuadro de la Virgen, y durante toda la noche aquella luz velaba y libraba de la oscuridad. Aquella noche, cuando llegó doña Eloísa, el niño estaba bien despierto. Había oído cosas extraordinarias sobre su yaya, dichas por sus papas y parecían muy enfadados.

"-Pronto nos encontraremos en la obligación de encerrarla… ¿Te has fijado cómo le daba alas a esa chiflada?… ¡Estaba dispuesta a meterla en casa!… Los viejos se vuelven como criaturas. Hay que vigilarla mucho…"

Luisito la vigilaba mucho, pero nada raro encontraba en ella. Ahora, rezando a la Virgen, era la misma abuelita encantadora de siempre. Es verdad que se cubría la cara con las manos, pero eso lo hacía siempre, no sin que a Luisito le dejase de producir una terrible inquietud. Le parecía que nadie se tapa la cara así más que para llorar. La abuelita meditaba en los extraños caminos de la Providencia.

"- Me la has puesto en las manos, Dios mío. Quizá pueda hacer algo por ella… Al pronto ni me di cuenta. Más bien me asustó…"

Doña Eloísa tenía el humilde convencimiento de que Dios sólo había querido de ella cosas muy chiquitas y fáciles. Había sido una administradora prudente de humildes bienes que nunca consideró suyos, y le habían estado vedadas las grandes obras de caridad. Ahora ni siquiera podía echar en el cepillo de la iglesia diez céntimos, porque su nieta solía olvidar que la yaya, a pesar de estar tan bien cuidada, tan decentemente vestida, quizá necesitara algo de dinero para un pequeño capricho. Y la yaya jamás reclamó esto. Se consideraba con una inteligencia muy mediana, incapaz de aconsejar a nadie más que con el ejemplo de su alegría, y aunque jamás había estado ociosa, consideraba que había hecho muy pocas cosas en su vida. Que ella supiera no había salvado a ningún pecador, y hasta temía que su hijo, bastante escéptico, hubiese pensado muchas veces, al ver su fervor, que la credulidad – como él decía – estaba reservada a las almas simples y tímidas, a las personas insignificantes como su madre. Esto la había llenado de angustia muchas veces, aunque jamás lo dijo a nadie.

"-Tú me la has traído, Dios mío… Y al pronto no lo entendí."

Doña Eloísa había sentido cariño por Mercedes cuando Mercedes era una criatura encantadora, llena de vida, algo desquiciada. Se acordaba muy bien de que aquella precipitada boda suya con un hombre de aspecto zafio a ella le horrorizó. Sabía que Mercedes iba al matrimonio como lanzando un reto al destino. La misma María Rosa, su nuera, comentó: "- Menos mal que él parece capaz de dominarla. Pero no me fío mucho de que no se escape con un violinista el día menos pensado."

Doña Eloísa se impresionó con aquello del violinista.

– Hija, prométeme que si alguna vez piensas hacer una locura, te acuerdes de que tienes una vieja amiga que no te abandonará… Antes de hacer nada, ven, habla conmigo.

Algo así de disparatado le había dicho ella a Mercedes el día de su boda. Mercedes le contestó con altanería que se casaba enamorada y que era más decente que muchas beatas mojigatas que conocía.

Luego, Mercedes desapareció. No vino ni a la muerte de su madre. Nadie supo jamás qué había sido de su matrimonio ni de su vida. Pero doña Eloísa, día a día, había incluido su nombre en la rutina de sus oraciones. Y ahora, había aparecido.

"- Te pedí día a día por ella, y ahora viene a mí… Es justo, Señor; pero, ¿qué puede hacer esta pobre vieja con una pobrecita mujer chiflada que sueña un delirio de grandezas y de triunfos como desquite a toda su vida?"

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