Литмир - Электронная Библиотека
A
A

La oración se prolongaba. Luisito vio que, en efecto, la abuelita se secaba unas lágrimas de sus ojos al levantarse del reclinatorio. Ahora se acercaba a él. El niño no se fingió dormido.

– ¿Te ha reñido mamá, yaya?

– No, hijo.

– ¿Es verdad que eres una viejecita un poco chiflada?

– No lo sé… Me parece que sólo un poco cobarde.

Mercedes no apareció al día siguiente en la iglesia donde doña Eloísa iba todas las mañanas y a donde le había dado cita. Durante una semana, doña Eloísa la esperó con paciencia. Al fin la vio una mañana cerca de la puerta de su casa. Parecía aún más desquiciada que el día que llegó de su viaje. Había adelgazado.

– Si usted no me consigue diez pesetas, doña Eloísa, ya no tendré cama para dormir esta noche.

Doña Eloísa tuvo ganas de persignarse, como cuando empezaba una tarea difícil, pero contuvo aquel gesto.

– Todos los días te esperé en la iglesia… ¿Por qué no has venido? Sube conmigo. Vas a compartir mi almuerzo.

Lolita no estaba en casa, lo que era – según pensó doña Eloísa- una suerte. En un ángulo de la mesa del comedor se veía, sobre una servilleta limpia, un tazón azul y un trozo de pan amarillo, de aquel pan de entonces, que se rompía al caer al suelo.

– Traiga otra taza para la señora. La criada se plantó.

– Sólo hay leche justa y ese trozo de pan.

– Por eso le digo que traiga otra taza. Vamos a compartir la leche.

La leche era mala, pero estaba caliente y confortaba. Fue cuidadosamente repartida en las dos tazas. La abuela dijo que no tenía hambre y dejó su trozo de pan a Mercedes.

– ¿Y esto es un almuerzo en una casa de señores? Mejor lo tomábamos nosotros, siendo pobres…

– Tiene que ser así en estos tiempos. Lolita es muy buena ama de casa. Yo, en su lugar, no sabría cómo arreglarme… A veces me da pena.

– Es una roñosa y nada más.

– No, hija.

Mercedes contó sus aventuras, haciendo que doña Eloísa le jurase no comentarlas con sus nietos.

– Nadie tiene que saber estas miserias hasta que yo triunfe…

Mercedes no tenía habitación fija. Había descubierto unos dormitorios para mujeres, en los que por poco dinero se podía descansar. Una buena mujer que había conocido le guardaba el equipaje… Había estado dos veces en el teatro, y había hecho además una solicitud para sindicarse como profesional, pues quería trabajar.

– Eres muy lista, hija… ¿Cómo te has enterado de tantas cosas en tan poco tiempo?

– Yo misma estoy asombrada… Pero una conoce gente… El hambre agudiza el ingenio…

¡Je, je!

Aquella risita nerviosa de Mercedes era muy desagradable.

– Yo no te puedo dar diez pesetas, hija mía, porque no las tengo… Pero te daré otra cosa…

Sí, ya lo he estado pensando durante el desayuno; te daré otra cosa… Pero has de prometerme que me vendrás a ver. No puedes estar así, sola, haciendo esa vida terrible.

– ¿Vida terrible?… Usted no sabe lo que es una vida terrible… Vida terrible la que yo llevé al lado de aquel hombre.

– Parecía un buen hombre… Pero no para ti. Quizá también él ha sido desgraciado.

– ¿Él? ¿Qué más quería que una mujer como yo?… ¡Que usted me diga esas cosasl…

– ¿Has tenido hijos?

– Siete.

– Dios mío… ¿Dónde los has dejado?

– Cinco murieron… Los dos que quedan son grandes, y no me quieren. Salieron al padre…

– Pero, ¿no piensas en ellos nunca?.

Mercedes frunció el ceño.

– No pienso, no… No pienso. Ya es hora de que una vez en la vida piense en mí, en mí, en mí…

Era una especie de ataque histérico. Llegó Lolita cuando lo tenía.

– ¡Vamos! ¿Pero qué es esto?

– La pobre – comentó la abuelita -, se le han muerto cinco hijos…

Lolita quedó desconcertada.

– ¡Vaya por Dios!… Pues es una desgracia…

No lo creía del todo, y sin embargo, de las mil cosas que había oído en boca de su tía Mercedes, ésta era una de las pocas absolutamente verdaderas. Mercedes se serenó de pronto. Le había tomado cierto miedo a Lolita. Hubo una pausa.

– Hoy, tía, no te puedo invitar a comer.

– Gracias, estoy invitada en otro sitio.

– Veo que te arreglas bien… ¿No piensas volver con tu marido?

– Jamás.

– Sin embargo, después de tener cinco hijos… Un silencio.

A doña Eloísa le palpitaba el corazón.

"Yo te lo he pedido, Dios mío, y ella ha sentido mi llamada… Pero ahora… ahora no sé qué hacer."

Por lo pronto, la abuelita hizo algo práctico. Escondiéndose de Lolita dio a Mercedes un grueso reloj de tapa, todo de oro, adornado con brillantes. Una joya antigua, la única que guardaba.

– Empéñalo, hija mía, y no dejes de venir a verme.

– Se lo pagaré con creces cuando sea famosa.

Y cuando Mercedes se fue, las consabidas desconfianzas de la nieta.

– Vaya, no sé qué conciliábulos te traías con Mercedes en tu cuarto, pero te voy a pedir que esa mujer no entre otro día en el dormitorio de mi niño… No sé si te has fijado, pero es espantosamente sucia. No sé cómo la aguantas al lado.

– Ya ves, hija…

Mercedes vivía de una manera extraña, pero vivía. Encontró un barrio en el que su facha no extrañaba, un café donde podía permanecer horas al abrigo de la calle. Unas raras gentes, unas raras mujeres que encontraban su caso muy natural y que la animaban en sus ensueños. No estaba chiflada, como decía el bruto de su marido como decían sus hijos y sus vecinas. Con el producto del reloj compró un traje de noche de quinta mano. Se lo aconsejó una buena mujer. Una mujer un tanto extraña, que le decía también que debía buscar hombres.

– Yo soy una señora.

– Yo también. ¿Y qué?… Todavía eres joven.

– Yo aspiro a ser una artista, no una fulana.

– Allá tú…

La verdad es que en aquellos ambientes de gentes turbias, la virtud de Mercedes sufría pocos asaltos. Casi podía decirse que Mercedes no atraía.

La amiga le habló de un local donde salían artistas espontáneos al tablado. Allí, una noche, con aquel traje que se había comprado, podía darse a conocer. Si gustaba, hasta la contratarían. Aquello podía ser un principio.

Se arreglaron las cosas para realizar este plan. A Mercedes le palpitaba el corazón como a una criatura. Ya no le quedaba casi dinero, prácticamente nada… Y todo el mundo tenía hambre alrededor suyo. Ella había añorado muchas cosas junto a su marido, había creído pasar años de miseria… Pero la miseria era esto que pululaba a su alrededor, y en lo que ella se veía envuelta… Por primera vez se preocupaba de los demás. Había repartido su dinero con otros, después de comprarse el traje. Se conmovía al escuchar que aquella mujer gruesa y pintada, que era su amiga, encontró muerta a una niñita, hija suya, cuando regresaba a su casa, durante la guerra. Mercedes tenía ganas de llorar al oírla.

– Tú no sabes lo que es perder un niño.

Y a Mercedes le parecía que no lo sabía. Que todas aquellas criaturas que se le habían muerto eran de otra mujer lejana, insensible. Una mañana fue a la iglesia que le había indicado doña Eloísa, y la esperó en la puerta. La viejecita sintió la misma inquietud y la misma alegría confusa de siempre al verla.

– Hija… He estado rezando por ti… ¿Se te acabó el dinero?

– No, doña Eloísa. Vengo a pedirle otra clase de favor.

– Desayunarás conmigo.

A Mercedes en los últimos tiempos se le había despertado una sensibilidad nueva. Una sensibilidad que la hacía pensar en los demás y ser delicada.

– Ya he desayunado, doña Eloísa, pero la acompañaré.

Y cuando estuvieron sentadas en el alegre comedor, mientras la abuelita migaba su pan en leche, aprovechando un momento en que Lolita se iba a sus quehaceres, dijo la gran noticia.

– Esta noche debuto. La abuelita se atragantó.

– ¿Qué dices?

– Sí, en un local respetable… Tiene que acompañarme.

La abuelita empezó a toser tanto que hubo que darle golpecitos en la espalda para que se le pasara aquel ahogo.

– ¿Yo?… ¿De noche?… No he vuelto a salir de noche desde que murió mi difunto… Y tenía yo veinticinco años, entonces…

Volvía Lolita.

– ¿Qué pasa, yaya?…

– Nada, hija; que a Mercedes le van bien las cosas… Esta tarde va a venir a la iglesia conmigo, que hay exposición del Santísimo, para darle las gracias a Dios…

– ¿Yo?

– Sí, hija. Es lo natural. Ya hablaremos entonces de todo.

Lolita parecía la imagen de la inquietud.

– Pues iré entonces… Usted no me falte.

– No, no. ¿Cómo voy a faltar?…

Y aquella tarde, anochecido ya, se encontraron en la iglesia.

6
{"b":"81753","o":1}