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– No le defraudaré… He oído a las mejores actrices. No son nada comparadas conmigo…

– No es eso. Aunque no triunfes, yo creo en ti. Creo que eres una mujer buena y desgraciada que trata de encontrar su camino y quiero ayudarte, quiero acompañarte en tus peligros, para que no pienses que una vieja egoísta, llegado el momento, no supo ser cristiana y te dejó sola… Pero tú me vas a hacer en cambio otro favor.

– Se lo juro.

– Me vas a dar la dirección de tu marido… Por lo que tú me has contado de él, es un hombre algo ordinario… hasta bruto, pero no malo. Quiere a sus hijos, trabaja… Si se ha reído de ti, si te ha exasperado, será sólo porque no te ha entendido… Pero a estas horas estará angustiado sin saber dónde has ido… Tal vez desea que vuelvas… Tus hijos también te echarán de menos. No es posible que todos tengan un corazón de piedra… Yo sé que no.

Doña Eloísa hablaba con una extraña fluidez. Conmovida hasta lo más hondo. Algo de su emoción se le contagió a Mercedes. Pero ésta movió la cabeza.

– Yo no volveré… Usted no sabe lo que es sentirse como enterrada viva años y años.

Llegar a creer que una está chiflada. Tumbarse en la cama días enteros a ver si viene la muerte.

La dueña de la lechería atisbaba con desconfianza a sus dos únicas clientes de la tarde. Una señora, una anciana respetable, pulquérrima… y, no cabía duda, una fulana de baja estofa…

Las dos llorando.

De pronto, Mercedes se sitió fría. Tuvo un segundo de considerar chiflada a doña Eloísa.

Le pareció una tontería aquella invitación a su "debut". Si la vieja no quería ir, buena gana de obligarla. Ahora salía hablándole del marido y de los hijos. ¿Qué le importaba a ella?

Luego se fijó en la alianza que doña Eloísa conservaba en uno de sus delgados dedos, y le vino el recuerdo de la joya vendida. Aquella pobre señora sólo procuraba su bien… ¡Y era tan señora!… Ésta era la verdad. Su amiga no acababa de creer la historia de la familia respetable. Aquella tarde le había contado, además, que había dejado una casa provinciana, llena de comodidades, hasta de lujo, por seguir la llamada de su arte… Si doña Eloísa iba con ella, lo creería.

– ¿Es necesario que yo le dé la dirección de mi marido para que usted venga conmigo?

– Sí, es necesario.

Mercedes se la dio, y doña Eloísa sintió esto como un triunfo… No sabía por qué era un triunfo… Concretamente no se había propuesto nada. Le parecía que hasta tenía fiebre.

– Ahora, hija mía, yo no puedo volver a casa… No me dejarían salir. Eso es seguro. Vas a telefonear tú, diciendo, de mi parte, que me han invitado a cenar unos amigos, y que me dejen la llave del piso debajo del felpudo… Así se la dejamos a mi nieto algunas veces…

Mercedes cumplió el encargo.

– Ya está. Se ha puesto la criada… No entendía bien al pronto, pero se lo he repetido.

– ¡Que sea lo que Dios quiera!

La exclamación de la anciana salió ahogada, como la de un condenado a muerte.

Después, doña Eloísa se vio envuelta en la única aventura de su vida que mereciera este nombre. Entró por un barrio de callejas sucias que no conocía. Subió a un extraño piso, antiguo, oscuro, donde, en una habitación pequeñísima, la recibió una mujer monstruosa.

Ella sola podía llenar el cuarto con sus carnes, pero había además una cama con las ropas grises, un armario con espejo y una especie de tocador cargado de cosas. Desde unas medias arrugadas, pasando por barras de labios, una caja de rimmel, una polvera monstruosa y la fotografía de un bailarín, hasta un bocadillo a medio comer.

La mujer pareció comprimirse un poco para que cupiesen allí doña Eloísa y Mercedes. En seguida se puso a charlar y a disculparse de la pobreza de su habitación.

– No siempre he vivido así… Me pasa como a esta niña… Es el azar, el destino. Unos tienen mucho, otros tienen poco. Para unos la vida es fácil, para otros difícil.

Doña Eloísa no despegó los labios. Sólo sonreía. Estaba pensando que la vida, la verdad, no era muy fácil para nadie. Que a Lolita, por ejemplo, le sería más fácil y más barato tener la casa sucia y descuidada, y dejar que los niños fuesen rotos y con los mocos colgando, y si Luis se enfadaba, acostarse en la cama y pensar en la muerte, como había hecho esta estúpida de Mercedes durante años…

La sonrisa de la abuelita se volvió dura. Sí, Mercedes era una estúpida y ella otra. Estaba muy arrepentida de haber venido. Y ni siquiera se atrevía a decirlo.

– La vida es injusta, injusta -seguía diciendo la gorda-; si Dios existiera, no consentiría esto.

Entonces la abuelita se indignó. Estaba tan poco acostumbrada a indignarse que sólo le salió una vocecilla temblona.

– Yo sé una cosa… Que Dios existe, y que la miseria puede llevarse de muchas formas. En casa hemos pasado hambre durante la guerra, pero no hubo suciedad ni abandono, porque mi nieta es una mujer heroica; ella tiene su pago en su conciencia limpia, en el respeto de su marido, y como ella tantas mujeres, tantos hombres que se sacrifican… ¿Es esto injusto?… No todo depende del dinero ni siquiera de la juventud ni de la salud. Yo he vivido mucho y lo sé.

– Con usted no me meto, señora, usted es muy buena, no hay más que verlo; pero le aseguro que yo tampoco soy mala… Pregúntele a esta niña quién la ha acogido en esta ciudad, si su nieta o yo…

Doña Eloísa no sabía por dónde salir. Se sentía como en una pesadilla.

– Vamos, anímese. Le voy a dar una copita.

Doña Eloísa tomó la copita y se sintió, en efecto, más animada. Cuando llegaron al local del "debut", hasta le gustó. Había orquesta, mucha geste bien vestida en aquellas mesas… Y mal vestida también. Todo era extraordinario. Sobre una tarima subían los artistas. Casi todos cantaban. Les aplaudían mucho. Doña Eloísa hasta empezó a comprender que aquellos aplausos les enviciaran.

Cuando subió Mercedes al estrado, empezó a palpitarle locamente el corazón.

Estaba horrible. Era horrible su traje. Horrible su cabello quemado a trozos, con las raíces oscuras. Horribles aquellos abalorios que se había puesto… Sin embargo, la aplaudieron antes de empezar. Ella saludó. Abrió los brazos y echó la cabeza hacia atrás. Luego empezó. Doña Eloísa cerró los ojos para no verla, para oír su voz solamente. Y su voz era agradable, llena. Y recitaba algo muy sentimental, algo que doña Eloísa conocía y le gustaba.

"¡Ah, Dios mío; tiene talento!"

Esta exclamación íntima de doña Eloísa se vio cortada por varias carcajadas incontenibles que estallaban en las mesas. La anciana abrió, asombrada, los ojos.

Mercedes, casi en trance, sin darse cuenta de nada, seguía…

Las risas se hicieron fuertes, descaradas. Un chico joven, en traje de etiqueta, se apretaba el estómago, como si se pusiese enfermo de tanto reír.

Mercedes, espantada, dejó de recitar. Las risas bajaron de tono. Se oyeron voces.

– ¡Que siga! ¡Que siga!

Mercedes siguió, con la voz un poco temblorosa. Pero ya no estaba segura de sí misma, miraba hacia los lados, se equivocaba…

Aquello, aquella agonía que doña Eloísa estaba viendo, parecía ser de una gran comicidad.

Pero entre las risas se oían abucheos, silbidos. Alguien gritó una procacidad.

Mercedes se detuvo. Se plantó en jarras y lanzó un insulto al público. Los abucheos ensordecían.

Mercedes bajó del estrado. Se pisó el traje. Estuvo a punto de caer. Al llegar a la mesa donde la esperaban la abuelita y la amiga, se echó a llorar desesperada.

Doña Eloísa temblaba. Miraba a su alrededor. Ya la atención del público se dirigía a un nuevo artista. Nadie les hacía caso.

La amiga de Mercedes procuraba calmarla.

– Has sido muy tonta. No debiste de ponerte nerviosa. Lo has estropeado todo. Vaya, no llores. Afortunadamente eres joven…

– Escríbale a mi marido, doña Eloísa… Me vuelvo…

La anciana tendió en silencio su pañuelo a aquella pobre mujer llorosa. Luego le habló: – Hija… Eso es una tontería… No tienes ahora más motivos para volverte a tu casa que hace un rato… Esta gente grosera no entiende tu arte, eso es lo que pasa, y nada más… No debes desesperarte.

Mercedes escuchaba… Aquella viejecita era bien extraña.

– ¿A usted le gustó?

– Mucho, hija mía… Tienes mucho talento.

No cabía duda de que doña Eloísa hablaba en serio. Ella no mentía nunca; Mercedes sabía que doña Eloísa no estaba mintiendo… Además hablaba contra ella misma. Un rato antes estuvo haciendo de catequista, y ahora le decía que no debía desanimarse, que era una artista… Desgraciadamente doña Eloísa le parecía a Mercedes muy poco inteligente en esta materia.

– Ahora tranquilízate, toma tu poquito de coñac, y a la cama…Mercedes, de codos sobre la mesa, se tapó la cara con las manos; aquella cariñosa invitación al descanso la llenó de desolación y le recordó que ella no tenía cama, como no fuese un jergón alquilado en un dormitorio compartido con viejas mendigas. La amiga pareció adivinar sus pensamientos.

– Esta noche te vienes a mi cuarto, chiquita; necesitas descansar… Pero antes vamos a acompañar a esta señora, que seguramente no sabrá volver sola a casita.

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