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– ¡Y está duro!

Su voz cambió de entonación:

– Bueno, ya te puede il. Ellos no vuelven.

– Adió, entonce.

– Adió.

Menegildo se alejó del negro Antonio. Estaba angustiado. ¿Quién podría asegurarle que el adversario de hace rato, al salao ñáñigo ese, no traía un ser consigo? ¿No lo llevaría montado en el cogote, como un güije, espíritu malo…? Pero, ¡no! El diablo había estado demasiado cerca. El collar trabajado era.una barrera que los mismos muertos no escalaban. Recinto mágico que ponía a los fuertes en situación de sitiados, pero nunca de vencidos.

41 Nochebuena

El día de Nochebuena Cristalina Valdés reunió a todos sus amigos en el Centro Espírita. Estaba convencida que, una vez al año, era necesario crear una corriente de simpatía en su favor para cargar con ese fluido propicio los invisibles acumuladores de la ventura. ¡Que sus invitados comieran, bebieran y bailaran bajo su tejado! Ya el chino de la charada y los terminales de la lotería se encargarían de desquitarla de los gastos. Aquella vez había llevado la magnificencia hasta matar un lechoncillo. Abierto sobre un lecho de hojas de guayaba, colocado sobre un hoyo lleno de rescoldos, el cerdo iba dorándose apetitosamente bajo una constante lluvia de zumo de naranja agria, orégano y ajos machacados… La gente del solar llegó al atardecer, seguida por la pandilla del Cayuco. Traídos por Menegildo y el negro Antonio, casi todos los miembros del Enellegüellé estaban presentes. Al entrar, algunos depositaban en la cocina botellas de vino dulce, frascos de ron o paquetes de galleticas de María envueltos en papel transparente. Hacía fresco. Varias guitarras, los bongóes, cuatro maracas y una enorme marímbula se alinearon a lo largo de las tapias del traspatio. Los transmisores de Cristalina habían salido por una vez de las penumbras de la casa de las ánimas. Lenin, Napoleón, Lincoln, Allán Kardek y el Crucificado estaban alineados en una mesa, en busto y efigie, para presidir la fiesta… Cada invitado se sentó donde pudo. Los primeros tragos fueron servidos en un jarrito de lata que se sacudía antes de pasarlo a otra boca. Se encendieron algunos vegueros. Y el ritmo nació en la tarde. Reinaba una paz inmensa en el ambiente. Para conmemorar el nacimiento del Señor, las fábricas de la ciudad habían suspendido sus resoplidos de asno y buey. En el patio, los chicos jugaban a la lunita.

Con motivo de la fiesta, Longina se había envuelto la cabeza en un hermoso pañuelo de seda amarilla. Dos aros de celuloide rojo pendían de sus lóbulos. Cándida Valdés estrenaba zapatos encarnados, y Crescencio llevaba un alfiler de corbata con una clave de sol prendido en la solapa de la americana. Antonio lucía jipi nuevo. Menegildo se había rociado el cráneo con alcohol-colonia. Algunos invitados traían faroles que se colocaron en tierra alrededor de los músicos. El son comenzó a pasar de la afinación al canto. Después de vibrar en frío, los percutores sonaban con más vigor. Cundió un hai-kai tropicalísimo:

Son de Oriente,
son caliente,
mi son de Oriente.

Y todas las voces partieron sobre un mismo ritmo. Las claves se entrechocaban en tres largas y dos breves. Los sonidos se subían a la cabeza como un licor artero. Cada vez más fuerte. Se gritaba ya, sacudiendo los hombros en un anhelo físico de movimiento. El negro Antonio comenzó a bailar solo, tirando de las puntas de un pañuelo tornasolado. Se hizo un círculo alrededor de él.

¡Oye cómo suenan las maracas!
¡Oye cómo suenan los timbales!

Exclamaciones parecidas a las que se lanzan en las vallas de gallos alentaron al bailador, cuya cintura se volvía talle de avispa a fuerza de elasticidad. Sus caderas se contoneaban con cadencia erótica. Arrojó el pañuelo al suelo y, sin perder un paso, girando en espiral, lo recogió con los dientes. Hubo gritos de entusiasmo.

La música se exaltaba. Menegildo entró en el círculo. Los dos bailadores se miraron como bestias que van a reñir. Comenzaron a dar vueltas, balanceando los hombros y los brazos con movimiento desigual. Se perseguían, se esquivaban, trocaban los sexos alternativamente, reproduciendo un ritual de fuga de la hembra ante el macho en celo.

– ¡Castiga! ¡Quémalo! -gritaban los músicos.

Y la persecución circular cobró más sentido aún. Cada cual trataba de no quedar de espaldas frente al otro, evitando el ser hembra si era alcanzado con un paso rápido que simbolizaba la más anormal de las violaciones. Menegildo, ya un poco ebrio, bailaba con tanto estilo que lo dejaron solo… Cuatro manos preludiaron un toque ñáñigo. El súbito anhelo de reafirmar fidelidad al Juego amenazado por la insolencia reciente de los Chivos, inducía a los músicos a profanar por unos instantes el ritmo sagrado. ¡Ojalá el viento llevara esos toques a oídos enemigos! ¡Ya sabrían que los machos de verdad no se dormían como camarón que se lleva la corriente…! Una botella fue colocada en el centro del círculo -eje de una ceremonia que remozaría prácticas de inspirado. Grave, con las cejas arqueadas, la frente contraída, Menegildo esbozó los pasos del Diablito, limpiándose las espaldas y los hombros con escoba de cinco dedos y blandiendo una rama a modo de Palo de Macombo. Gravitaba sobre sí mismo, con los pies casi inmóviles, perfilando saludos circulares de trompo cansado. De pronto su cuerpo se inmovilizó, y un estremecimiento bajó a lo largo de sus miembros hasta sus tobillos Parecía una momia rígida, cuyos pies, únicamente, fuesen movidos por una vibración eléctrica. Entonces sus plantas se deslizaron sobre el suelo, temblando vertiginosamente como alas de moscardón. Con los ojos fijos y muy abiertos, los brazos plegados sobre el cuerpo, dueño de misteriosas propiedades para hacer andar una estatua, resbaló literalmente en torno a la botella, trazando tres círculos completos. Dos tambores, golpeados con baqueta, acompañaron esta práctica encantatoria.

Se le aclamó. El Cayuco trajo a Menegildo un vaso lleno de agua. El mozo lo afianzó entre las espumas obscuras de su cabeza y repitió la danza. Ni un hilo del líquido bajó por sus mejillas.

– ¡Caballo fino! -le gritaron, comparándolo con esos caballitos criollos cuyo gualtrapeo es tan picado y nervioso que pueda llevarse un vaso de agua en el pomo de la albarda sin que se derrame una gota.

Menegildo se secó el sudor. El jarro de lata recorrió la concurrencia. Se blandieron costillas de lechón tres veces roídas. El vino dulce y el ron se habían mezclado hasta el mareo. Se reía de todo y de nada. ¡Aquello sí era fiesta! Los mismos transmisores parecían divertirse. El rosal, movido por la brisa, acariciaba la testa de Allán Kardek con sus espinas pardas. Lenin parecía meditar bajo el brazo izquierdo de la cruz… La música tronó nuevamente. Esta vez todo el mundo bailó. El Cayuco y sus compañeros inventaban la rumba a treinta pulgadas del suelo. Pero un acuerdo mudo, instintivo, determinó el carácter de una nueva danza. Cristalina, muy excitada, detuvo el impulso de los demás con un gesto y empezó a bailar sola, moviéndose apenas y levantando los pies alternativamente. Todos los invitados comenzaron a andar en círculo alrededor de ella. Las unidades de un primer anillo humano, girando de izquierda a derecha, con todos los brazos levantados y ligeramente inclinados hacia adelante. Las del segundo anillo andaban en sentido contrario, sosteniéndose por la cintura. Entonces los músicos profanaron un ritmo sagrado y toques que sólo corresponden a los tambores religiosos se hicieron escuchar en instrumentos de juerga. Intermitentes y subterráneos, los golpes se encadenaban en una caída de ritmos cuyo equilibrio era roto cada vez y cada vez encontrado. Las voces se alzaron, roncas, en un unísono perfecto:

Oleli,
Olelá.
Oleli,
Olelá.
Oleli,
Olelá.
Oleli,
Olelá.

Un solista declamó lentamente, acentuando cada sílaba:

Jesú-Cristo, transmisol,
Santa Bárbara, transmisol,
Allán Kardek, transmisol,
Olulú, transmisol,
Jesu-Cristo, transmisol,
Yemayá, transmisol…

Y cundía de nuevo la invocación a la vasta fuerza cósmica, que era transmitida por todos los santos de sangre, santos de gracia, santos de Ostensorio, santos de sexo, santos de hostia, santos clavados, santos de ola, santos de vino, santos de llaga, santos de mesa, santos de hacha, santos de alas, santos de burbuja, santos de Olelí.

Olelí,
Olelá.
Olelí,
Olelá.
Y Olelí,
Y Olelá.
Y Olelí,
Y Olelá.

Los cuerpos giraban, sudorosos, jadeantes, en un rito evocador de magias asirías. Olelí. Las manos se crispaban. Olelá. La carne se excitaba en el contacto de la carne. Olelí… La misma frase, frase rudimentaria, terriblemente primitiva, hecha de algunas notas ungidas, era repetida en intensidad creciente. Los círculos magnéticos se apretaban; los pies casi no hollaban el suelo. Con geometría de sistema planetario, las dos ruedas de carne gravitaban, una dentro de la otra, como dos cilindros concéntricos. Las voces raspaban; los ojos rodaban, atontados. Fuera de los halos vivientes, las manos, multiplicadas, se encendían sobre pieles de buey y de cabra, impulsadas por una frenética necesidad de ruido. Un brusco silencio habría sido más temible que la muerte. Los animadores del rito giratorio habían dejado de pertenecer al mundo. Sus camisas, empapadas, caían al suelo. Olelí. Los golpes de tambor les repercutían en las entrañas. Olelá. El aliento de alcohol, un vaho de vientres, de ingles, se malaxaban en un hálito acre y animal. La gran fuerza bajaría de un instante a otro. Todos lo presentían. La sangre movía péndulos en las arterias tensas. Los transmisores bailaban ya una ronda invisible encima de los árboles. Santa Bárbara, Jesucristo y Allán Kardek arrastraban lo que debía venir hacia el grupo de invocadores. La puerta arcana se entreabría. Las voces de la maquinaria humana se extraviaban en licantropía de bramido, gemido, grito agudo. ¡Olelelelí! ¡Olelelelelelelelá! Los pechos se apretaban sobre espaldas erizadas. Se corrían más pronto, en una caída continua hacia un orgasmo constelado de estrellas. La puerta se abría. Nevaban hojas. El santo llegaba. ¡Llegaba! ¡Era! Y eran aullidos en el eje de los círculos. La vieja Cristalina se retorcía en tierra, con los ojos abiertos y la boca llena de espuma. Las convulsiones la encogían y estiraban como un resorte. Callaron los tambores.

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